En recuerdo de Gustavo García
Hubo una época, antes incluso de que existiera el Betamax, en que era imposible ver películas fuera de las salas de cine. No se había inventado el DVD y algo como Youtube hubiera resultado inconcebible. Los más acérrimos cinéfilos de entonces buscaban por todos los medios a su alcance los guiones de algunas cintas emblemáticas para fotocopiarlos y leerlos incansablemente.
No imagino mayor aprendizaje para comprender la estructura y el tejido fino de una obra cinematográfica que esa práctica, ahora arcaica. Hoy, no obstante, con solo un par de clics es posible descargar y ver casi cualquier obra de la enciclopedia cinematográfica universal, pero la costumbre de leer guiones (como ver películas una y otra vez) sigue siendo un deleite y una cátedra como pocas.
Para aprender de cine sólo hay que verlo y leerlo. Una y otra vez. Sin descanso y con enorme gozo. Ese, como algunos otros secretos del oficio, se lo aprendí a Gustavo García. Hombre sensible, de un humor desbordante –y a veces temible–; gran erudito y, sobre todo, dotado de una extraordinaria capacidad para estimular en los jóvenes la inquietud por la cultura y en especial por el cine.
Siempre deploró la idea (por lo demás bastante celebrada entre estudiantes de cine y aspirantes a críticos) de separar el cine comercial del cine “de arte”. Con su implacable sentido del humor desmontaba argumentos despóticos y academicistas; al tiempo que lograba transmitir el que, en mi opinión, fue el mayor de sus legados: la curiosidad por ver toda clase de cine, por disfrutarlo y compartirlo; pero siempre con inteligencia; con la capacidad de contextualizar las obras, comprenderlas y ubicarlas en su dimensión precisa.
Confieso que más de una vez me volqué a ver películas que al final no me parecieron tan buenas, simplemente por lo mucho que había disfrutado una reseña o comentario suyos. Era destacable su portentosa ubicuidad. Lo recuerdo dando vueltas por los pasillos de la universidad durante los recesos de su curso, sosteniendo el teléfono mientras conversaba sobre los últimos estrenos en algún noticiario radiofónico matutino. Aquel mismo día aparecía un texto suyo en alguna revista literaria y por la noche seguramente comentaría una cinta más exquisita en un espacio de la televisión pública. Figuró en la mayoría de los medios de nuestro país, y en más de un espacio, su participación llegó a ser lo único destacable.
Pero Gustavo no sólo fue un “crítico” de cine. Para muchos, entre los que me incluyo, fue un verdadero maestro; en el amplio sentido.
Sirvan estas líneas para expresar mi admiración y gratitud por sus enseñanzas. Aún harán falta periodistas como él, capaces de incitar al público a explorar nuevos caminos y, sobre todo, a ejercer algo que hace cada vez más falta en nuestro país: la crítica. Con argumentos certeros, con inteligencia y sin pudores o autocensura.
Buen viaje, maestro. Gracias por todo.