Rubem Fonseca: literatura de invasión
Es difícil saber por dónde empezar a hablar de Rubem Fonseca y de su obra. Así que, para hacerla más fácil, hablemos desde el corazón. Porque Rubem no tenía lectores, tenía hinchas. Torcedores de Zé Rubem.
Se cumplen cien años de su nacimiento, pero también se cumplen cincuenta años de la publicación de Feliz Año Nuevo, su cuarto libro de cuentos. Atrás quedaban Los Prisioneros, El Collar del Perro y Lúcia McCartney. También su novela El Caso Morel. Entre los fanáticos de su obra es imposible que, cada vez que llegue el fin de año, uno no recuerde el relato que da título al libro, que no sienta el impulso de sentarse y releer esas diez páginas que golpean de lleno. Un relato que, incluso leído hoy en día en un mundo anestesiado de ferocidad, todavía incomoda, sacude, que cincuenta años atrás pateó el tablero del relato en Latinoamérica.
El capitalismo salvaje tiene sus reglas. Para que el sistema funcione —para ellos, claro— debe haber un montón de oprimidos, de gente que quede afuera. Entonces, la pregunta es: ¿qué pasa cuando todos aquellos que tienen que ser explotados por el sistema son los que explotan? ¿Qué pasa cuando la carne de cañón se transforma en carne de meter caño?
Una posible respuesta: “Feliz Año Nuevo”, el cuento del maestro Rubem.
Así Fonseca nos presenta a un trío de marginales matando el tiempo el último día del año, viendo por la tele la fiesta de los otros, todo eso que el sistema quiere que tengas para ser un ganador, pero ellos saben que no hay manera de que puedan conseguir por las buenas. No tienen ni idea qué carajo son las buenas. Son tres desesperados cuyas opciones son comer una ofrenda que un vecino le deje a alguna divinidad, aunque eso sea una macumba, porque ellos no pueden darse el lujo de creer en maldiciones, mucho menos de tener fe, porque tienen la panza más vacía que los bolsillos.
Los tres, juntos, matando el tiempo mientras el tiempo los mata a ellos. Más rápido, claro. Hasta que en un momento se mencionan unas armas, no la de Chejov, sino una Thompson lata de goiabada. Acá la Thompson ni siquiera es la de Al Capone, la de la mafia. Sus personajes, no tienen ni idea quién carajo es Al Capone, si no una Thompson lata de membrillo para referirse a su cargador redondo, porque es un objeto cotidiano, un objeto del hambre. Y sumado a su arsenal anda dando vueltas una escopeta recortada que devendrá ya una manera de comprobar algo, una teoría que se escucha en los barrios que patean los personajes, porque en Fonseca los personajes patean las calles, dominan el arte de caminar por las calles de Río de Janeiro.
Entonces solo les queda darles uso a sus fierros. Colarse en una fiesta de los ricos, sin plan ni esperanza, puro estado de desesperación & desesperanza. Una fiesta en la que las mujeres están vestidas con ropa de cara para el réveillón, la que vieron por la tele, y que sus esposos descorchen sidras caras que pagaron, probablemente, con el sudor de una frente ajena. Porque ellos tres quieren ser parte de la fiesta, aunque tengan que meterse por la fuerza.
Fonseca narra entonces qué sucede cuando dicen basta, y no dicen basta como alguien dice basta cuando le intentan servir otro plato de comida, con la mano abierta, pura palma, no, gracias, estoy lleno. No. esta mano viene apretada, hecha puño. Ellos también están llenos, aunque les falte todo o casi todo. Llenos de rabia, de bronca, de furia. Lo único con lo que los dejaron llenarse.
Rubem trae la marginalidad de la periferia al centro de la acción, sin épica ni heroísmo de fábulas. Escribe llevándote puesto, una escritura take no prisoners. El lenguaje entra directo, cargado de oralidad, cómico, grotesco. Apela a la comicidad como anestesia, al refugio de una carcajada casi nerviosa, incómoda, mientras seguimos la peripecia de sus personajes, sabiendo que todo se va a pudrir, hasta que finalmente, todo se pudre, estalla y ahí ya no quedan más risas.
Explotan.
Más que lectores, Fonseca nos pone en el lugar de testigos. Es imposible quedar al margen, por el grado de ese absurdo cotidiano que es la vida en las grandes ciudades, inverosímil, pero real. Como si reescribiera el lema de la bandera de Brasil, su Brasil, “ordem e progresso” y lo transformara en el “desordem do progresso”.
Con este relato Fonseca reconfigura el género negro, aquel con el que supo bailar siempre con un pie dentro y un pie fuera de sus límites. Una literatura ya no de evasión, sino una literatura de invasión. Todo aquello que se supone marginado, excluido, termina tornándose brutalidad y violencia para tener un espacio, que nunca tuvo ni le fue pensado concebir.
Feliz año nuevo fue un éxito comercial y de crítica, pero a dos años de su salida, en diciembre de 1977 —cuando ya iba por su tercera reimpresión— fue prohibido por la Dictadura ya que “presentaba material opuesto a la moral y las buenas costumbres”. Todos los libros fueron confiscados por la policía. En el posfacio de la edición brasileña de Feliz Ano Novo de 2010 publicado por Editora Nova Fronteira, Sergio Augusto dice: “Al reseñarlo (…) el poeta Affonso Romano de Sant´Anna añadió a sus elogios una advertencia premonitoria: “una lectura superficial de esta obra puede tacharla de erótica y pornográfica”. Lectores superficiales no faltan en los grados más altos de la dictadura militar…”.
No eran las puteadas, la violencia o el sexo, la brutalidad en sus páginas lo que molestaba a las botas. Lo que querían tapar eran lo que estos relatos venían a contar sobre la sociedad brasilera de los años setenta.
Fonseca fue a juicio y en 1989, después de batallar en los juzgados, el tribunal federal le daría la razón.
Pero quizás lo más interesante, o su revancha más gloriosa e inmediata, fue sentarse a la máquina de escribir y redoblar la apuesta escribiendo el relato “El Cobrador”, que daría título a su quinto libros de cuentos que sería publicado en 1979, donde tendríamos a un Rubem Fonseca en su prime. Otro relato formidable con una rabia más afilada y profunda en la que el narrador nos dice “Me deben comida, coños, cobertores, zapatos, casa, coche, reloj, muelas; todo me lo deben”.
Hoy somos nosotros los que, a cien años de su nacimiento, le debemos a Fonseca.
Y no hay mejor manera de saldar esa deuda que leyéndolo e invitando a otros a hacer lo mismo.