Loba: nanas para princesas y sicarios
Los buenos libros se dejan leer; los grandes, no se dejan olvidar, y los libros necesarios crean sus lectores. Loba de Verónica Murguía (SM, 2013) pertenece a esta última categoría. Podría parecer una exageración al hablar de una novela que incluye una princesa, un dragón y un unicornio, pero lo cierto es que estamos ante algo más que un libro merecedor de un premio de literatura juvenil: estamos ante una novela que es todo un alegato contra la sumisión al mercado y a la violencia.
Loba es una novela (en apariencia) de caballería en la acepción más pura del término: narra un periplo de iniciación y transformación. El de Soledad, princesa del medieval reino de Moriana, un estado esclavista en guerra perpetua con una nación de magos, Alosna. Ello es sólo la superficie de una obra que rebasa sus límites autoimpuestos (literatura iniciática, de género, ¡para jóvenes!) gracias a la dimensión de su lenguaje y su militancia humanista.
Moriana y Alosna viven en un tenso impasse: los magos evitan la violencia en todas sus formas e impiden con un sortilegio que los de Moriana pisen su territorio: algo necesario ante la costumbre de las huestes del rey Lobo de secuestrar aldeanos para reducirlos a la esclavitud y cobrar infames tributos. El tablero se sacude cuando un joven mago, Cuervo, harto de la pasividad de los magos contra el tirano, rompe con las prohibiciones de su estirpe y usa sus artes para despertar al dragón Tengri, con la idea de que termine de una vez por todas con el reino de Moriana, sin saber que la bestia tiene sus propias querencias (devastar todo a su paso con una cruel apatía) y que este derroche de artes mágicas atrae a otra criatura tan temible como Tengri: el unicornio.
En este punto del argumento, más de uno de los lectores no habituados a este tipo de ejercicios rechinará los dientes y endilgará los sabidos epítetos de “escapismo”, “fantasía” y “Juego de tronos”. Algo que se debe al consumo al que le han habituado nuestras editoriales.
Loba contra Juego de tronos: el español de imprenta
Sería una lástima que ese lector habituado a lectura de lo inmediato no pasase de la portada bestselleriana de Loba, pues la de Verónica Murguía es una propuesta arriesgada y rigurosa como ya no se acostumbran en eso que llamamos literatura mexicana.
Esa misma escuela de lectores no ha tardado en comparar Loba con Juego de tronos (no tanto la saga de Canción de hielo y fuego, si no la serie de HBO, que también tiene dragones y princesas) como una forma de colocar a esta novela en el estante que le corresponde y que nada tiene que ver con la Gran Literatura.
Hay que decir que ahí no les ha faltado cierta razón: al igual que en la encumbrada saga de George R. R. Martin, Verónica Murguía sigue la máxima de Lovecraft (descubierta por Michel Houellebecq): la fantasía requiere de la minuciosa argamasa de lo real para crear mundos que no existen, pero que son verdaderos.
El medioevo de Loba (al igual que los Siete Reinos) abunda en rigurosos detalles históricos que van de los rudimentos para curar a un halcón herido en el vientre a la doma de caballos mongoles, pasando por las nanas que se cantaban a las princesas del siglo VIII. Y es esta última dimensión (la del uso de un lenguaje de tipos de imprenta) lo que separa a Soledad de Arya Stark.
A la muerte de su madre al darle a luz, Soledad es ignorada por su padre. Atendida amorosamente por caballeros y ciervos, la princesa crece con la obsesión de no ser suficiente para su rey y la necesidad de hacerse visible ante él. Entrena en las armas y la cetrería, y renuncia a las delicadezas que se esperan de una princesa. En un rapto de nostalgia por la dulce niña que ya no es, Edurne, su nodriza le recuerda la nana que le cantaba para hacerla dormir:
Bebe mi caballo bebe,
Dios te me libre del mal
De los vientos de la tierra
Y de la furia del mar.
Los versos están tomados del tradicional Romance del Conde Olinos, y es uno de los muchos préstamos que la prosa de Murguía se permite con asombrosa soltura: el deslumbrante español de Loba es el de una narradora moderna, dueña de todos sus recursos, que se atiene a las formas y fuentes clásicas del castellano. Esta dimensión del lenguaje separa a Loba de la creación de Martin y de buena parte de la nueva literatura mexicana, tan usuaria de un español de close caption.
Mientras que para su kilométrica saga, Martin elige un inglés moderno (incluso entre sus personajes se permiten nombre como Rob o Jamie, y los espías se aconsejan mantener a low profile en un universo de pergaminos que no conoce el archivero), Verónica Murguía endurece su poética con un español proveniente de las mismas fuentes que El Romance del Conde Olinos: su medioevo alternativo se erige al contarse con un lenguaje preciso que amplifica su efectividad y belleza al fusionarse con el español más clásico.
Esta es la primera apuesta de riesgo de Loba, y algo que ennoblece a SM (España) por reconocer su valía. Nuestros editores nacionales buscan el próximo fenómeno literario en Twitter: se impone la caja con mucho aire para no abrumar al lector con demasiada letras. Las etiquetas “español neutro” y “sin uso de florituras literarias” parecen ser la fórmula para permanecer en las mesas de novedades del Sanborns. A contrapelo de un mercado copado por el utilitario español de los guionistas, Verónica Murguía asume que en los lectores cabe la suficiente inteligencia para aceptar los rigores y paladear las bondades de un lenguaje que les recompensa con un pasaje a otro mundo en el que se reconoce, apenas oculto, México, el violento México del narco.
Nanas para princesas y sicarios
La paráfrasis del Conde Olinos reaparece en otro momento dentro de Loba, y señala la segunda y valiente dimensión de esta novela, acaso la más importante.
Los testimonios que desde la frontera con Alosna llegan a la corte de Moriana acerca de pueblos calcinados, apuntan a que los magos han comenzado una guerra, y obligan al rey Lobo al envío de una delegación que someta o negocie con el enemigo. Soledad se une ante la posibilidad de convertirse en la Loba del título: demostrar al rey que es digna hija de su padre, guerrera y princesa. Soledad, al fin y al cabo, quiere hacer lo mismo que su padre: imponer su privilegio de cuna y su espada sobre los demás. Ser la Loba, en efecto: hija de un rey esclavista. Y de paso demostrar que esas tonterías sobre dragones y magos son una mentira. Para tal empresa, en una breve ceremonia iniciática, uno de los caballeros de su padre le entrega una espada.
Cuando Soledad se muestra orgullosa del arma y de la travesía bélica que se avecina, su nana Edurme reconoce la total derrota de la ternura, y le confiesa a la princesa que cuando le cantaba de pequeña, omitía la segunda parte de la nana, en un intento por alejarla de los horrores y la violencia sobre la que se había construido su reino:
Oh, mi espada, espada mía,
de oro y buen metal.
Si de muchas me libraste,
hoy no me quieras faltar,
que si de esta me libraras,
te vuelvo a sobredorar.
Al leer esta segunda parte de la nana, no pude evitar el recuerdo de los rezos con los que los sicarios bendicen sus armas en los altares de la Santa Muerte, los revólveres bañado en oro, los chalecos antibalas con la Virgen de Guadalupe al frente… Con estos versos, la nodriza Edurne da a Soledad la bienvenida al reino de la violencia que ha elegido de manera voluntaria.
Mientras tanto, una nueva fuerza ha entrado en la novela: ante el dragón desatado, los tungros (equivalentes a los crueles mongoles), reconocen el regreso de un dios y se lanzan a la guerra contra Moriana y contra todo aquel que se encuentren en el camino. Soledad ve la oportunidad de hacer la guerra contra un viejo enemigo, terrible pero concreto, que encarna lo más nocivo para un estado esclavista: los guerreros irreductibles y los esclavos inalcanzables.
Aunque el dragón (imponente encarnación de la ambición que se confecciona una coraza fundiendo el oro que ha depredado) y el unicornio (soberano del bosque y de todo principio vital, caprichoso y puritano), perfilan un combate por el alma de Soledad, el destino de la Loba se decide hacia la mitad de la novela con el encuentro de la comitiva de Moriana con los tungros: entonces la princesa tiene, al fin, su oportunidad de medirse como caballero. Podrá matar.
En México, el canon se define desde la industria editorial antes que desde la academia (o desde una academia que cree que la publicación en un gran sello es la única validación que cuenta). Las editoriales han definido ya los tres grandes panteones a los que todo narrador (sí, narrador hombre) puede aspirar: el Código Da Vinci porfiriano, la narcoliteratura o la narración mimética de la vida del escritor/divorciado/exitoso pero nostálgico de los hot cakes de su ex.
Para las escritoras, por supuesto, está el siempre rentable género de la novela de alcoba.
Ante la emergencia de la violencia desatada por el simulacro de la guerra contra el narco, las parcelas del éxito literario de la nueva literatura mexicana han adoptado una de dos posturas: o ignorar esta violencia o describirla desde una óptica satírica/gozosa (cunden simpáticos cochilocos o buenérrimas reinas del sur). Loba, muy en cambio, se escribió y puede y debe ser leída como una obra sobre la violencia escrita en clave de novela de caballería.
El aterrador espectáculo de la compasión
Cuando Soledad y su espada al fin tienen enfrente a un tungro, las cosas no ocurren como ella esperaba: todo el peso que implica matar a otro ser humano la derrumba (ese peso que hemos olvidado). Es en este momento donde Soledad es ordenada caballero y adquiere su cualidad sobrenatural, su contradicción vital: deberá seguir el resto de su hazaña y ser una guerrera bajo un juramento terrible e inviolable: No matar.
No es la magia la que la hace fantástica, ni la cercanía del unicornio que la ronda para convertirla en su dama ni la ponzoña del dragón que envenena ríos y almas: es su incapacidad de encarnar al sicario.
En esta imposibilidad Soledad se une a los protagonistas de Soldados de Salamina de Javier Cercas y En la frontera de Corman McCarthy (dos de las novelas más notables contra la crueldad de las últimas décadas). Al igual que el cabo cantarín que en un rapto de alegría perdona la vida al fugitivo franquista y de la misma manera que el niño que atraviesa el norte mexicano con una loba preñada para alejarla de los cazadores, Loba se encuentra encerrada en un universo en el que la compasión es un prodigio, un espectáculo peligroso para la sociedad: la más costosa de las posturas ante la violencia que nos devora.
“La guerra huele a mierda”, dice Soledad entre los cuerpos de enemigos y aliados, y regresa a Moriana, con la esperanza de llegar antes que el dragón y de que el unicornio la alcance, enferma de compasión.
El lector esclavo, el lector liberado
En este punto de la novela, la situación del lector no es sencilla. No sólo se encuentra en medio de una novela fantástica plena de rigor historiográfico y en una novela para jóvenes escrita con lenguaje exquisito; además está en un relato sobre una guerra donde la protagonista tiene el asesinato como tabú. Para sorpresa de los editores mexicanos que exigieron a la autora más sexo y romance (¡en una novela con un unicornio celoso de la virginidad!), el lector (los lectores de todas las edades y preferencias) deciden liberarse a la par que Soledad, y siguen leyendo hacia la batalla definitiva contra el dragón y el unicornio: la ambición y la tradición que nos impelen a la violencia. Continúan con este libro necesario en el que (lo saben) habrá un espejo.
Aunque su protagonista es una mujer en armadura, Loba rebasa el endeble discurso del empoderamiento femenino a través de la supuesta igualdad de la guerrera. Soledad no reniega de su condición ni reivindica algún tipo de derecho de género. De hecho es un personaje chocante durante un buen tramo de la novela, pues no olvida su rango y derecho divino, y demanda ejercerlos cada vez que puede. Antes que mujer, es princesa.
Loba (también) es una novela sobre el privilegio: como el Ingenioso Hidalgo, como el joven príncipe Gautama, Soledad abandona el aislamiento de su clase y sale del castillo para enfrentar el mundo y ser sacudida por la impiedad con que azota a sus criaturas. En ese proceso reconoce la valía y necesidad del otro, de cualquier otro…
Aunque las últimas cien páginas de la novela son un vertiginoso deleite que premian cualquier rigor por el que haya atravesado el lector (y créanme que de existir los cruzará sin esfuerzo), hay una tercera escena que resume la propuesta vital de Loba, y que resulta decisiva para comprender en qué se transforma Soledad y qué nos está narrando Verónica Murguía.
En una última parada antes de regresar a Moriana, la princesa y su comitiva se detienen en Rodosto, un pueblo en el que se celebra una venta de esclavos. Soledad decide presenciar el comercio, y disfrazada de gentil se mezcla con los aldeanos reunidos en el mercado: ya no podrá evadirse del cada uno que hay en la masa.
La narración se detiene para describir los preparativos, el embellecimiento de los cuerpos hambrientos y abusados de niños y adultos, las crueldades y humillaciones con que se ofrece su carne y su trabajo. Son páginas duras y compasivas, en las que no campea la fantasía: es el mismo espectáculo que se presencia en Oaxaca o Chiapas, donde una niña se puede comprar por tres rejillas de refresco.
La literatura del privilegio que se escribe en México evade mirar de frente a las víctimas de la violencia reciente y de la precariedad en que el corporativismo impone como única calidad de vida. Loba propone que abandonemos la distancia y devolvamos a la vida humana su carácter sagrado aquí, en este lado del lenguaje en donde no hay unicornios que liberen a los esclavos.