Tierra Adentro
Portada del álbum "Chega de saudade", João Gilberto, 1959.
Portada del álbum “Chega de saudade”, João Gilberto, 1959.

Hoy lo sabemos. Disfrutamos de esa muchacha más linda tan llena de gracia que viene y que pasa balanceándose dulcemente mientras camina hacia el mar gracias a la melodía de Antônio Carlos Jobim y a la poesía de Vinicius de Moraes que exalta la belleza y el anhelo agridulce. Pero eso que hace que todo nuestro cuerpo se balancee junto con ella y se inunde de deseo como quien la mira en este instante, es gracias a eso que algunos le llaman cadencia, otros le llaman batida y tantos más, a falta de un concepto concreto, le llaman João Gilberto. Sí: Tom, Vinicius —y otros seres superiores del Brasil como Carlos Lyra y Roberto Menescal— nos pusieron la bossa nova en el oído. João Gilberto hizo que nos corriera por todo el cuerpo.

João Gilberto Pereira de Oliveira murió en Rio de Janeiro en 2019, en medio de problemas económicos y de salud que contrastaban con el estatus del cual gozó en el ámbito de la música y la cultura brasileña: la de ser “el padre de la bossa nova”, ese movimiento musical que a punta de melodías dulces y poesía cotidiana revolucionó la música del Brasil en 1959, logrando en la década de los sesenta un impacto internacional y propiciando en los años setenta otro movimiento de ruptura cuyo impacto se extiende hasta nuestros días: la MPB, Música Popular Brasileira, cuyos mayores representantes, a saber: Chico Buarque, Caetano Veloso, Gilberto Gil, Milton Nascimento, María Bethânia y la desaparecida Gal Costa, propusieron ritmos que rompían y, al mismo tiempo, dialogaban con el de João, a quien no se han cansado de referir como un padre musical.

Empezó en 1958, pero en 1959 sucedió el estallido: João Gilberto, su voz suave —curiosamente, poseía una voz cantante muy potente, pero esta cedió frente a la necesidad de las nuevas canciones— y su guitarra cadenciosa eran uno mismo cuando cantaba, todo dulzura y vaivén sabroso: chega de saudade a realidade é que sem ela não há paz não há beleza… Canción destino que, a la vez, fue el título del primer disco del cantante y músico. La década de los sesenta, definitiva para todo el mundo, tuvo a João Gilberto como una figura mayor y es en 1963 cuando ocurre lo inevitable: la bossa nova, por su estructura, compartía sendas similitudes con el jazz de la época, por lo que en Estados Unidos no dudaron en incorporar este ritmo a su repertorio, hasta que de plano el saxofonista Stan Getz invitó a João a grabar juntos una serie de bossa novas que, reunida, conforma el disco de música brasileña por antonomasia: Getz/Gilberto, con la participación del mismísimo Antônio Carlos Jobim y de la cantante Astrud Gilberto, entonces compañera de João.

Cuatro años más tarde, la bossa nova tuvo otra carta de certificación internacional, cuando salió al mundo Francis Albert Sinatra & Antônio Carlos Jobim, en el que el máximo cantante estadounidense convocó al mayor compositor de música brasileña para tocar y cantar juntos, en un dúo de antología que terminó por poner a la bossa nova en el punto más alto del jazz internacional. En ambos discos, la carta de presentación es la tonada más archireconocida del Brasil —tan llevada y traída, que injustamente se le ha terminado catalogando como “música de elevador” —: Moça do corpo dourado do sol de Ipanema, o seu balançado é mais que um poema, é a coisa mais linda que eu já vi passar. La “Garota de Ipanema” fue el símbolo del Brasil musical en Estados Unidos y, por ello, para todo el mundo. Por fortuna, muchas son las maneras de escuchar hoy en día el resto de las canciones que conforman ambos discos y, con ello, cabe la oportunidad de descubrir y disfrutar otras piezas más complejas y exquisitas, como “Pra machucar meucoraçao”, de Ary Barroso, y las clásicas de Tom y Vinicius, “Desafinado”, “Corcovado”, “Meditaçao”, “Insensatez” y “O amor em paz”, que João Gilberto ya había grabado. En el caso del disco con Old Blue Eyes están traducidas y sus versiones en inglés forman parte del gran cancionero norteamericano.

La seducción neoyorkina logró que João Gilberto permaneciera varios años en Estados Unidos y que, al regresar, no volviera precisamente a Río de Janeiro, ni a su natal Bahía, sino a otro destino, en ese entonces, paradisíaco: Acapulco, en México. Lo que se vislumbraba como un viaje de unos cuantos días, de mero turismo, se convirtió en dos años que rindieron un fruto que nos acompaña hasta hoy, gracias a la magia de las plataformas digitales: el disco João Gilberto en México, de 1970. Se trata de un álbum de estudio en el que, en once pistas, parecen estar reunidos todos los universos de João —lo cual no necesariamente se manifiesta en cada uno de sus discos—: el cantante de bossa novas nuevos y clásicos, el intérprete de sus propias composiciones y, quizá la más interesante, la de explorador de las músicas de otros lares, que al caer en su voz y su guitarra se tornan en fusiones musicales tan sencillas como complejas: riquísimas.

“De conversa em conversa”, de Lúcio Alves y Haroldo Barbosa —sobre el infortunio de atender a los rumores—, la exultante “Éla é carioca”, de Tom y Vinicius, “Esperança perdida”, de Tom y Billy Blanco —una oda a la desazón ante la pérdida del ser amado—, la instrumental, con croas incluidas, “O sapo”, y el bello duelo sobre la desaparición de algo o alguien, “Astronauta”, son las canciones que interpreta de otros autores brasileños. De su autoría desgrana en la guitarra dos piezas instrumentales: “João Marcelo”, dedicada a su hijo y, para que no quede duda de lo bien que allí la pasó, “Acapulco”, la cual incluye un sabroso tarareo. Aunque esas piezas son suficientes para hacer del disco un proyecto notable, son cuatro canciones las que terminan por hacerlo redondo, inolvidable y referencial.

De su amplia experiencia norteamericana, elige un tema que entra como anillo al dedo en la bossa nova: “The Trolley Song”, la exquisita canción que canta Judy Garland mientras viaja en un tranvía en “Meet Me in St. Louis”. Para cerrar el disco, elige una de las canciones cubanas más delicadas: “Eclipse”, de Margarita Lecuona. La versión íntima, dolorosa, que João Gilberto hace de esta pieza, tiene una fuerte repercusión en la forma en que los cantantes venideros abordan esta y otras piezas similares del repertorio. El mejor ejemplo es la versión que hace Natalia Lafourcade en su álbum Musas, que es todo un homenaje a la del brasileño. Y, para no soltar a la cantautora mexicana, hay que decir que su versión de “Farolito”, de Agustín Lara, en el disco Mujer Divina, no es otra cosa más que otro homenaje de primer orden a la versión que João dejó para la posteridad en ese disco grabado en México. El guiño de Lafourcade queda clarísimo al cantar el tema a dúo con la leyenda de la MPB, Gilberto Gil.

Finalmente, en João Gilberto en México sucede lo que tarde o temprano tenía que pasar con figuras de la música como él: cayó en la seducción de Consuelo Velázquez y el bolero que le dio la vuelta al mundo, haciéndole saber a ese mundo lo que es el bolero: “Bésame mucho”.

A pesar del enamoramiento mexicano, João Gilberto volvió a Brasil. En 1973 lanzó un disco con su propio nombre, el cual es considerado, por los que saben, su obra maestra, su “álbum blanco”. El disco abre con la íntima versión de João al clásico “Aguas de março”, de Jobim y De Moraes. Un año después, hace exactamente cincuenta años, esa misma pieza, en una versión más explosiva, abriría el que es considerado uno de los mayores discos de la música del Brasil: Elis & Tom, que reunía al patriarca Antônio Carlos Jobim con Elis Regina, quien hasta nuestros días y a pesar de su temprana muerte en 1982 a los 36 años de edad, sigue siendo la diva mayor de ese país.

Los años setenta pasaron. En Brasil, João Gilberto siguió grabando discos —abrió el nuevo milenio con el soberbio Voz e violão, en donde vuelve a las viejas e infalibles de su repertorio y le agrega dos de Caetano Veloso, “Desde que o samba é samba” y “Coração vagabundo” —, coincidió con las nuevas estrellas de la música brasileña —con el propio Caetano ofreció en Argentina, en 1999, un concierto legendario para celebrar los primeros cuarenta años de la bossa nova— y, con la vejez, vinieron los problemas de salud, dicen que se convirtió en ermitaño, dosificó demasiado sus apariciones en público: vaya, se dice que hizo todo lo posible para hacerle honor al apodo que le puso la comunidad cultural y musical brasileña: El Mito. Pero eso no impidió que, al presentarse frente a su legión de fieles, junto a otras tantas canciones fundamentales del repertorio de la bossa nova, João Gilberto se acordara de Acapulco y complaciera a sus audiencias evocando ese farolito que alumbras apenas mi calle desierta, musitándoles bésame, bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez.

Hace cinco años, el 6 de julio de 2019, para el padre de la bossa nova fue la última vez.