Tierra Adentro
AmyThunderbolt, DevianArt.

 

Los años ochenta suponen un momento de cambios paradigmáticos en la historia del cine norteamericano. Alejados de las nuevas olas de las dos décadas anteriores, los fenómenos que ocurren para la industria cinematográfica son consecuencia de los nuevos hábitos de los espectadores, animados por una moral de consumo y de emancipación juvenil controlada desde el star system que se ancló en las cúpulas gubernamentales de los Estados Unidos. En medio de este contexto, la inocencia adolescente se hace de la gran pantalla a partir de una película entrañable: Volver al futuro (1985) de Robert Zemeckis.

Steven Spielberg, quien representa el eterno ímpetu del sueño adolescente occidental, se convierte desde inicios de los ochenta en el «rey midas» del cine y consigue proponer e impulsar una serie de valores específicos para la gran clase media norteamericana. En las películas que encabeza, principalmente como productor, se promueven lecciones morales, simples, maniqueas y reflejan lo que el país más poderoso del mundo desea de sus pubertos, desde las relaciones interpersonales hasta su futuro profesional.

Para el estreno de las aventuras de Marty McFly (Michael J. Fox) y compañía, la generación desfachatada que creía en el amor libre y en la inutilidad de las guerras se ha olvidado, y estamos todavía lejos de la descendencia noventera decepcionada y sin esperanzas que tendrá que enfrentarse al «mundo real» sin mayor defensa que su cinismo. Sin embargo Zemeckis y su guionista de cajón, Bob Gale, intentan recuperar, con una trilogía evidentemente esperanzadora, la época específica donde las buenas costumbres y la imagen constituyen la base del éxito y de las condiciones materiales a las que todo hombre occidental debería aspirar.

Por un lado, es la generación de Spielberg, Lucas, Zemeckis, Hughes, etcétera., la que precisa traer parte del modelo de producción que posicionó a la TV en las mentes y corazones del público. El espectador promedio, aquella mente de suburbio gringo, se vio infantilizada tras una década de guerras gracias a que las marcas y productos comerciales financiaron su educación visual. Volver al futuro demuestra su fe hacia dicho patrón y vende cada escena y cada gag a una serie de corporativos por demás conocidos, desde el refresco popular hasta la más cotizada marca de vehículos de la época. Cada aparición de una marca comercial patrocina una nostalgia, la añoranza de un momento donde no había preocupación por una intervención militar, donde cualquiera podía dormir tranquilo tras tomar un vaso con leche de chocolate y ver el General Electric Theater –emisión televisiva que dio popularidad al futuro presidente Reagan–.

Por otro lado, Spielberg, Zemeckis y Gale son los hijos del suburbio que desean no preocuparse por una crisis nuclear e intentan por todos los medios jamás cortar el cordón con el terruño donde todo es más sencillo, tanto así que antes de animar al adolescente a madurar y convertirse en un hombre de bien —con todo y una Cuatro por Cuatro— cumplen su sueño infantil: inventar el rock & roll y ser el objeto de amor de su propia madre.

Hasta aquí se puede ver que las concepciones de Volver al futuro son más un pretexto para una moral que una propuesta sobre la fantasía o la ciencia ficción. Un guion donde toda broma y todo detalle tendrá su cabo atado es el medio por el cual se declaran, en primer lugar, los principios de la política estadounidense y, en segundo lugar, se ve reflejada la condición de Hollywood en la época. Es decir, el joven ochentero se identifica con el de los años cincuenta, aquel que logró posicionamiento y atención por parte de su contexto pero que no implicó riesgo alguno para el establishment, con la diferencia de que no sólo es un individuo al que se le permite una ingenua rebeldía musical (en el pasado con un baile escolar, en el presente con MTV) sino que es ya convertido en un ente condenado al consumo: tener una gaseosa sin azúcar, romancear con la novia en una camioneta todo terreno, ser gobernado por una estrella de cine y viajar en el tiempo con un auto de lujo será sinónimo de calidad de vida. Éstas, referencias todas a una comodidad primermundista, son en realidad condiciones inevitables que se consolidaron en 1985, cuando las decisiones de producción comenzaron a tener sus causas en el dominio que las industrias petroleras y automotrices alcanzaron en Hollywood.

El largometraje de Zemeckis es también el resultado de nuevas maneras de distribuir y pensar a un filme industrial. Toda película ya es lanzada pensando en el venidero formato casero y en un estreno simultáneo (novedad para aquel momento y que hoy es el pan de cada día con los estrenos de las cadenas de multisalas). En una época donde las sagas fílmicas para adolescentes no existían, ni mucho menos estaban sistematizadas, la producción de Volver al futuro se ve con la oportunidad de cambiar su final original y de convertirse en una trilogía, amarrando al público que se ganó con una obra que está calibrada a la perfección. Si el espectador se ha encariñado con el Doc Brown,  el maloso Biff y el audaz Marty, es cuestión de vida o muerte que vea las secuelas que se preparan para él, con un combo de palomitas y refresco. El boleto está virtualmente garantizado para dos entregas más, la inversión cinematográfica es segura.

La producción de Spielberg no se arriesga y toma por segura su inversión hacia una política cultural definida: la nostalgia, el regreso a los valores de antaño y la afirmación de una vida consumista. El héroe del relato es demasiado joven para cuestionar nada, ya no es el motociclista de Dennis Hopper, ni el estudiante que toma por asalto el colegio británico que propone Lindsay Anderson, es un sujeto pasivo sin inquietudes ni crítica, se trata de un joven que está controlado por el mercado y que moldeará su propia historia a través de un baile escolar –el último reducto de un ingenuo jovencito que desea sentirse libre–. El resultado de sus aventuras será una burbuja de estabilidad material sin mayor impacto que convertirlo en un adulto responsable.