Versalles, 28 de junio: varia invención en dos actos
Primer Acto
—Pronto —se repitió. Todo estaba sucediendo normalmente. El traqueteo del tren, el mal olor, la apetencia irreprimible de fumar y el escaso deseo de dormir. Ante la ventanilla desfilaban las masas sombrías de las casas. En un lugar lejano, unos cuantos proyectores sondeaban el cielo cual largos dedos de cadáver que rasgaran el manto amoratado de la noche. Se oía el tronar de cañones antiaéreos. Las negras casas, vacías y ciegas, continuaban desfilando. ¿Cuándo sería aquel “pronto”? La sangre le fluía del corazón, volviendo a él luego de haber circulado por todo su cuerpo y agitando su vida entera. Pero aquellos latidos sólo servían para advertirle: “Pronto…” No podía hablar de nada ni pensar en nada que no se refiriese a ello. “No quiero morir” —se dijo. Y en seguida la frase se transformó en esta otra: “Voy a morir… muy pronto”.
Heinrich Böll, El tren llegó puntual.
Para recordar a Phillipe de Comines, historiador flamenco nacido en el siglo XV, se sale de la guerra para encontrar la paz; de la paz surge la abundancia; la abundancia induce al ocio; el ocio se torna en vicio, y del vicio surge la guerra. Es vano enlistar en este espacio el sangriento devenir de los tristemente innumerables conflictos armados alrededor del mundo en tiempos modernos; es doloroso rememorar los que ha habido en nuestro panorama latinoamericano —dictaduras, intervenciones extranjeras, masacres— y es, por decir lo menos, inusitadamente estremecedora la historia de nuestro propio terruño.
Plauto, en la escena cuarta del segundo acto de su Asinaria, reconoce que el horror de la violencia encuentra su génesis en el desconocimiento del otro; el verso 495 establece un territorio desolador: el hombre —entendido éste como el género humano, de acuerdo con el contexto de la obra—, ante la ignorancia de la condición ajena, no hace sino volcar sus angustias y sus miedos para devorar a esa otra entidad y volverse su victimario, y quedar a merced del siguiente vuelco de la historia y terminar, esta vez él, sangrando tristeza por su propia derrota.
Si pudiéramos resumir las centurias de alianzas, desencuentros, amoríos y matrimonios del Viejo Continente o los milenios de alteridades que algunas veces se han reconocido en sus diferencias y otras tantas se han negado la oportunidad de coexistir que llevaron a nuestro siglo pasado a ser testigo de dos grandes guerras, sería con un solo momento que la causalidad —según las historias que rondan alrededor de aquella aciaga tarde— quiso provocar: el 28 de junio de 1914, es asesinado en un atentado el heredero al trono del Imperio Austro – Húngaro: el archiduque Francisco Fernando junto a su esposa, Sofía, duquesa de Hohenberg.
Si se nombra, quizá con frívola audacia, a la causalidad, es por el simple hecho de que el primer atentado (una granada lanzada contra el carruaje del heredero) había fallado en su objetivo. El serbio Gavrilo Princip, uno de los ejecutores del ataque, se refugió en un local de comida ante la confusión que había reinado. El archiduque, al salir ileso, ordenó a su cochero dirigirse al hospital para visitar a las víctimas. El carruaje que transportaba a Francisco Fernando y a Sofía tal vez se descompuso, quizás el auriga tomó la calle equivocada, tal vez solo fuera un instante de infortunio para ellos y —como se constató después— para la humanidad, pero Princip se encontró frente al destino y disparó su pistola semiautomática FN1910 contra los futuros monarcas. Aquí un apunte: se dice que, a raíz del asesinato, los tres hijos de la pareja son considerados como los “primeros huérfanos de la Gran Guerra”, los primeros de millones.
El asesinato del heredero condujo a tensiones políticas durante todo el mes siguiente; la injerencia bosnia en Serbia, así como la intromisión de las siempre colonialistas Alemania, Francia y Reino Unido, así como de Rusia en las negociaciones, llevaron a que el 28 de julio el Imperio Austro-Húngaro le declarara la guerra a Serbia. Numerosas declaraciones bélicas entre naciones se sucedieron en los siguientes días y así comenzó el hambre, la muerte y la sevicia del dominio: la Guerra.
Segundo Acto
Artagnan, a punto de ser nombrado Mariscal de Francia, ya con Porthos enterrado entre las ruinas de Belle Isle, Athos reunido en los cielos con su hijo Raoul, el vizconde de Bragelonne, y con Aramís exiliado en España, recorre “solo, inmensamente solo, una vez más el camino de regreso a París”. Y si bien es un personaje extraído de la profusa imaginación y talento del ya mulato Alexandre Dumas, tiene su referente histórico en el conde Charles de Batz-Castelmore, de quien tenemos noticias gracias al exmosquetero Gatien de Courtilz de Sandras, quien escribió las Mémoires de Monsieur d’Artagnan, capitaine lieutenant de la première compagnie des Mousquetaires du Roi, y que fue inspiración para la saga de los mosqueteros. Artagnan, el histórico, fue el mosquetero encargado de detener a Nicolas Fouquet, intendente del Rey Sol, por órdenes de Jean-Baptiste Colbert, quien tiene el privilegio de montar la Galería de los Espejos, en el Palacio de Versalles.
En este insigne salón María Antonieta, guillotinada el 16 de octubre de 1793 en el cadalso que había instaurado la Revolución Francesa, se casó con el futuro Luis XVI; también, como resultado de la guerra franco-prusiana, se creó en esta misma galería, en 1871, el Imperio alemán, y, finalmente, se firmó el Tratado de Versalles, el 28 de junio de 1919, el tratado de paz firmado por más de cincuenta países en donde Alemania acepta la derrota.
Los cuatrocientos cuarenta artículos del Tratado van encaminados en un sólo sentido: que Alemania aceptara la responsabilidad material y moral de las consecuencias de la guerra. Dice el Artículo 231:
Los gobiernos aliados y asociados afirman y Alemania acepta la responsabilidad de Alemania y sus aliados por haber causado todos los daños y perjuicios a los que las potencias aliadas y asociadas a los gobiernos y sus nacionales han sido sometidos como consecuencia de la guerra que les impone la agresión de Alemania y sus aliados.
Las secuelas que tuvo la nación germana fueron devastadoras: la pérdida de más de casi 100 000 km2 de territorio, el desarme absoluto de su ejército, la prohibición de manufacturar nuevo armamento, la reducción de su ejército y la obligación de restituir monetariamente todos los perjuicios consecuencia de la guerra. Francia, por haber sido la nación en la cual se llevó a cabo la mayor parte del conflicto y por tanto, por tener los mayores daños, fue quien pugnaba por castigos ejemplares: por ejemplo, en el Tratado, en el Artículo 119, renuncia a todos sus derechos y títulos sobre sus posesiones de Ultramar, en favor de las potencias aliadas y asociadas. Del mismo modo, el artículo 45 dicta que:
Como compensación por la destrucción de las minas de carbón en el norte de Francia y como parte de pago para la reparación total a pagar de Alemania por los daños ocasionados por la guerra, Alemania cede a Francia en posesión plena y absoluta, con derechos exclusivos de la explotación, no comprometido y libre de todas las deudas y cargas de cualquier tipo, las minas de carbón situadas en la cuenca del Sarre.
El Tratado fue, además de un instrumento que garantizará la paz en el mundo y la no intención de Alemania de inmiscuirse en asuntos belicistas —que, por supuesto, ninguna de las dos cosas sucedieron— fue un profundo modo de mellar en el alma del gobierno alemán. El Artículo 227 “acusa públicamente a Guillermo II de Hohenzollern, ex emperador de Alemania, por ofensa suprema contra la moral internacional y la santidad de los tratados”. Los países “victoriosos”, quienes escribieron las condiciones del Tratado quieren, con estas cláusulas, apuntalar la culpa apelando a una moral que, evidentemente, es tan sólo aquella que consideren las potencias aliadas. Los veinte mil millones de marcos oro que se piden como primera reparación a Alemania en el Artículo 235, antes de que se fijara el monto total, son una muestra del panorama que le esperaba a la otrora Germania a causa de la guerra: desempleo, hiperinflación, un sentimiento de derrota y de marginalidad y un rencor que encontraría su cauce años después.
Una de las características del Tratado de Versalles, más allá de su lectura inmediata de acuerdo con el conflicto que lo originó, es la relativa al Trabajo, que comprende los artículos del 387 al 427, en donde se establecen o recuperan las condiciones relativas a nuevas consideraciones a propósito de éste; por ejemplo, que no debe considerarse una mercancía; el derecho de asociación por razones lícitas; el pago de un salario adecuado para el empleado; el establecimiento de una jornada laboral incluido el descanso; la supresión del trabajo infantil y, fundamentalmente, y que cobra más fuerza en estos tiempos actuales, el principio de salario igual, sin distinción de sexo. A cien años de las firmas de las potencias y sus aliados, así como de una herida Alemania, ninguna de estas consideraciones expuestas en el Artículo 427 son, cruelmente, una constante en nuestras sociedades occidentales.
Fueron cuatro años en guerra —el armisticio se dio el 11 de noviembre de 1918—, seis meses de negociaciones en París, millones de muertos y heridos y un territorio geopolítico que no volvería a ser el mismo. Pasaron cinco años exactos entre el asesinato del archiduque y la firma del Tratado. Y la consciencia de la muerte, del hombre, lobo del hombre, de las penurias que arrastra la avaricia y la estupidez humana quedarían signados en las generaciones de artistas que vivieron de manera más o menos indirecta los diversos procesos bélicos del siglo veinte, tanto guerras mundiales como civiles. A vuelapluma podemos recordar a Böll y Mann, en Alemania; Elfriede Jelinek, en Austria; en Inglaterra, los poemas contra la guerra de Wilfred Owen; en España, García Lorca y Granada respirando en él. Estos son tan sólo un puñado de nombres que se han enquistado en la memoria, la lista es infinitamente mayor, tanto como el horror que la guerra causa. Quizá en un momento de calma, o mejor, de tormenta, convenga recordar a Efraín Huerta y sabernos un poco menos desamparados:
Hoy he dado mi firma para la Paz.
Bajo los altos árboles de la Alameda
y a una joven con ojos de esperanza.
Junto a ella otras jóvenes pedían más firmas
y aquella hora fue como una encendida patria
de amor al amor, de gracia por la gracia,
de una luz a otra luz.
Hoy he dado mi firma para la Paz.
Y conmigo, en cien países, cien millones de firmas,
cien orquestas del mundo, una sinfonía universal,
un solo canto por la Paz en el mundo.