Una oferta imposible de rechazar
Apenas me había sentado a ver la tele cuando tocaron de nuevo a la puerta. Era la sexta vez ese día: un vendedor de enciclopedias, dos de recipientes de plástico para la comida, uno de pan y una testigo de Jehová, habían sido responsables de las cinco anteriores.
Pensé en ignorar el timbre, pero sonó de nuevo, con más urgencia, y temí que se tratara, por fin, de la noticia que esperaba desde hacía años (que una abuela millonaria apareciera de la nada, sólo para morir y heredarme su fortuna).
Me levanté del sillón, caminé a la puerta y por quinta vez en el día lamenté no tener una cámara de circuito cerrado, o por lo menos un visillo. Abrí para encontrarme con una desilusión: no había telegrama, ni mensajero, ni abogado de importante firma internacional. En cambio, había un tipo de aspecto insignificante, con un portafolios en la mano. Otro vendedor.
Iba a cerrarle la puerta pero no me dio tiempo: como buen vendedor metió el pie entre la puerta y el vano de la misma. Sonrió, triunfante. Me resigné. Lo dejé entrar.
—Tengo una oferta que no podrá rechazar —dijo, exactamente con las mismas palabras y en el mismo tono que mis cinco visitantes anteriores.
No le creí, por supuesto. Se dio cuenta.
—Permítame demostrárselo —insistió.
Suspiré y le señalé la sala. La rutina se la saben ellos de memoria, pero de tanto que la repiten, también nosotros, los tentativos clientes, la conocemos: pasan a la sala, sacan algo del portafolios, hablan sin parar de lo maravilloso que es el producto en cuestión y en el primer momento en que se detienen para respirar les decimos que no nos interesa. Lo saben, por eso es que intentan decir tanto como se pueda antes de esa infausta pausa. Y es por ese intento de no callar que tantos vendedores han muerto asfixiados antes de concretar una venta. Riesgos de la profesión, supongo.
Mi visitante, pues, se sentó y puso el portafolios sobre sus rodillas. Me senté enfrente de él. Me miró. Lo miré. Me di cuenta de que estaba nervioso: le temblaban las piernas y le castañeaban los dientes. Supuse que era nuevo en el negocio, así que decidí ayudarle.
—Aquí es donde abre el portafolios y me enseña la mercancía —le acoté.
Me miró con preocupación.
—Sí, lo sé… Digo, gracias, pero sí sé… lo que pasa es que…
Ya dije que ese día era la sexta visita; pero creo que es importante añadir que esas visitas se acumulaban a las doce del día anterior, las cuatro del fin de semana, y las diez, en promedio, de cada día de los doce años precedentes (desde que me mudé a este edificio). Esto lo digo para acreditarme: soy un cliente con experiencia, si bien casi nunca compro lo que me vienen a ofrecer. Así que, con toda naturalidad, seguí ayudándole.
—¿Vende algo embarazoso? ¡No se preocupe, hombre! ¿Qué es? ¿Condones de colores? ¿Pruebas de embarazo? ¿Pastillas para adelgazar? ¿Alguna pomada milagrosa?
A todo lo que decía, mi visitante decía que no con la cabeza. Comencé a intrigarme.
—¿Revistas de cienciología? ¿Drogas de diseño? ¿Órganos para transplante?
Más negativas.
—¿Cadáveres para experimentos? ¿Diarios de exnazis encubiertos por gobiernos sudamericanos?
A todo me decía que no. Mi imaginación tiene un límite, así que me di por vencido.
—Bueno, si no me dice creo que nunca podremos hacer negocios —casi le grité, ya exasperado.
Eso lo hizo decidirse a hablar. Carraspeó para aclararse la garganta, se secó el sudor de la frente con un pañuelito que traía en la bolsa del saco y suspiró antes de comenzar.
—Bueno… —comenzó, titubeante.
Ya para este momento yo habría pagado lo que fuera, no por comprar su producto, sino por enterarme de qué podía ser. Le urgí a que continuara.
—Vendo almas.
Lo dijo rápido y tan quedito que pensé que no lo había entendido.
—¿Qué?
—Que vendo almas —insistió, con más seguridad.
—¿Por qué? —fue lo único que se me ocurrió preguntar.
—Pues porque tenemos muchas.
—¿Tenemos? ¿Quiénes?
El vendedor bajó su portafolios al piso y lanzó un suspiro capaz de romper corazones.
—¿Es que no se ha dado cuenta? —imploró, mostrándome sus pies.
La verdad es que no me había percatado. Nunca me fijo en esos detalles: los zapatos, el peinado. ¿Cómo quería que notara que, en vez de zapatos, tenía un par de pezuñas?
De acuerdo, la cola puntiaguda era un poco más llamativa, pero yo estaba tan ocupado tratando de adivinar… Me hizo una seña de que mi descuido no tenía importancia y me explicó, ya más tranquilo, que era un representante de la empresa multinivel Jelco (se pronuncia jelco), que se dedicaba a la venta de almas.
—Antes se llamaba Infierno y nos dedicábamos a comprarlas. Pero algo pasó con la oferta y la demanda, ¿sabe? De pronto teníamos miles, millones de almas almacenadas –perdone la redundancia– y nos dimos cuenta de que nuestras ganancias no habían… digamos… aumentado… bueno… que comprar almas no es buen negocio.
Asentí con la cabeza.
—Entonces hicimos una junta… bueno, empezó como un mitin… nos rebelamos contra la mesa directiva y decidimos volvernos una especie de cooperativa… lo primero es que tenemos que vender las almas, ¿sabe? Para recuperar la liquidez y poder invertir en otros mercados…
Volví a asentir con la cabeza. La verdad es que tenía un par de minutos sin hacerle caso: más bien me estaba dedicando a contar el número de veces que repetía eso de ‘¿sabe?’. Cuando perdí la cuenta, lo interrumpí:
—Si a ustedes no les sirven las almas, ¿yo para qué podría quererlas?
El vendedor volvió a secarse el sudor de la frente. Abrió, ahora sí, su portafolios, y me mostró unas láminas con dibujos en el estilo de el Greco. La primera ilustración mostraba a un anciano vestido de médico junto a la cama de un moribundo.
—A nosotros no nos sirven porque en Jelco no hacen nada útil, ¿sabe? Pero creemos firmemente que pueden tener muchísimas aplicaciones. Por ejemplo, vea ésta: como sirvientes y mayordomos. ¿Se imagina tener al doctor Fausto como médico de cabecera, sin costo alguno, y sin importar la hora de la emergencia?
Miré la segunda lámina: había una hermosa mujer bailando frente a un grupo de oficinistas.
—Sus fiestas serán el acontecimiento social de la temporada si cuenta con Mata Hari como… este… animadora, ¿sabe?
—No sabía que Mata Hari vendió su alma al diablo —confesé.
—¡Uff! Le sorprendería saber cuántas y cuáles son las almas que tenemos en stock —respondió, más seguro de sí, al darse cuenta de que tenía toda mi atención. Cambió el dibujo para mostrarme otro, donde había un hombre recitándole a una dama a punto de desmayarse de emoción.
—¿Qué le parecería tener de maestro de declamación a Paco Stanley?
—¿Quién era Paco Stanley? —le pregunté. Me sonaba vagamente familiar el nombre, pero hasta ahí. Negó con la cabeza, como si el dato no importara. Supongo que en verdad no importaba.
Le dije que me interesaban, sobre todo, las almas utilizables en fiestas y reuniones sociales. Le dio gusto:
—Precisamente ahorita tenemos una promoción. Compra usted diez almas y le regalamos el libro Mil y un usos de almas para fiestas y reuniones sociales.
Me enseñó el libro: traía datos curiosos, recetas sencillas, métodos para entrenar almas como meseras, bartenders y encargadas de guardarropa; y hasta la forma de convertirlas en globos de figuritas en caso de fiestas infantiles.
—Y si compra hoy mismo este paquete, le damos como regalo extra un alma célebre a su elección: Marilyn Monroe, María Félix, Elvis Presley, Michael Jackson… Una vez que firman el contrato disponemos de las almas en el momento en que sea necesario… Nada más que la de Michael es tiempo compartido, porque es de las más solicitadas…
Para no hacerla demasiado larga, diré que compré dos paquetes para fiesta, un kit de oficina y el especial de casa y jardín. No acepté suscribirme ‘por una módica suma’ para ser parte de Jelco multinivel: no confío en las empresas-pirámides.
La verdad es que las almas, ya desembaladas, no son tan impresionantes como en los grabados; pero no están nada mal. Sobre todo porque con ayuda del libro Tips místicos de casa y jardín pude entrenar como mayordomo a los despojos espirituales de cierto excampeón mundial de lucha libre. No come, no duerme, no se queja y, sobre todo, abre la puerta cada vez que suena el timbre, por lo que hace meses que no tengo que enfrentarme a los vendedores de puerta en puerta.
Es una lástima que, para pagar lo que compré, tuve que empeñarle al vendedor mi propia alma a noventa y nueve años. Pero quizá para cuando se cumpla el plazo la compañía haya quedado en bancarrota, las almas se hayan sindicalizado, o me den una prórroga a cambio del alma de mis hijos y nietos. Ya veremos.