Turnos
María José Gómez Castillo retrata la cotidianidad de una familia que, de pronto, ve su rutina alterada. La historia describe las sutiles dinámicas que se tejen entre los habitantes de la casa a partir de la extraña inmovilidad del personaje al que, por lo general, se le designa principal responsable de guardar el equilibrio de ese microuniverso: mamá.
La niña entró a la recámara principal. La cama le parecía enorme. Las cobijas estaban revueltas, las flores del edredón envolviendo a su madre. Se acercó buscando a su mamá, de quien sólo percibía un bulto inmóvil. El agua corría en el baño de al lado. La abuela se había metido a la regadera antes que los demás, como de costumbre.
Se acercó a la cama y dijo “mamá” en voz baja. Como no hubo reacción alguna, sacudió un poco a su madre, quien emitió un gruñido sin despertar por completo. “Mamá, ¿no te vas a levantar? Es sábado, ¿no me vas a llevar a la alberca?”. La madre abrió un poco los ojos, la miró somnolienta, le dijo: “vete a jugar con tu hermano allá afuera”. La niña se quedó ahí de pie y la observó mientras se deslizaba pendiente abajo en un sueño profundo. Al final, la niña se metió a la cama junto a ella.
La abuela entró a la habitación una hora y media más tarde, con el desayuno en la charola, y miró a la niña que fingía dormir. “Julia”, le susurró. “Salte de ahí, no son horas de que estés acostada”. La descubrió y la tomó de la mano para levantarla. “Dile a tu papá que te sirva un cereal. No porque sea sábado significa que puedes estar aquí tirada”.
Julia iba a protestar pero se quedó callada porque estaba prohibido hacer ruido en la recámara. Salió al pasillo y bajó las escaleras. En la sala estaba Santiago jugando con un coche de control remoto que iba y venía, iba y venía. Encontró a su papá en la cocina, sentado a la mesa tomando café. Le pidió una leche con chocolate en vez de cereal. El papá le dijo que había huevos revueltos con jamón en el microondas y que ya se sabía hacer chocolate. Después recapacitó y le acarició la cabeza. Le preguntó si quería chocolate frío o caliente, y Julia contestó que frío.
La cama con su edredón de flores. Todo blanco menos el patrón de tallos y hojas y pétalos. La quietud de su madre y un plato de sopa casi intacto en la mesa de noche. El silencio en la boca de su madre.
Abajo las voces de Santiago y su papá mientras lavaban el coche. La manguera empapando vidrios, superficies metálicas, a Santiago. Risas. La niña pensó en bajar con ellos, pero en vez de eso se metió de nuevo a la cama, estuvo un rato examinando los libros en la cabecera y leyendo los títulos una y otra vez: Ben Ames Williams, Noche tenebrosa; León Tolstoi, La guerra y la paz… Hasta que se quedó dormida.
Esta vez fue mamá quien la sacó de la cama. Estaba de pie, de regreso del W.C. y, sin decirle otra cosa más que se tenía que salir, la tomó del brazo y la llevó a la puerta de la recámara para después encerrarse. La niña, todavía dormida y confusa, lloró un poco pero sabía que no había que hacer ruido, así que se fue a su cuarto y ahí se encontró con Santiago que había ido a buscar su patineta y se disponía a salir a la calle. “Tienes los ojos rojos, chillona”. “Cállate”, respondió la niña y se le fue encima a arañazos, los dos trenzados en segundos, gritos y llanto, y luego su papá entrando a la recámara para separarlos y reprenderlos.
El lunes, Julia y Santiago se levantaron antes de las siete porque a la abuela no le gustaba que salieran a las carreras. Entró, encendió la luz y los llamó por su nombre. Después les entregó a cada uno su uniforme. La abuela era todavía fuerte y por eso el papá le había pedido ayuda para cuidar a los niños mientras Antonia se curaba. Después de todo había criado a cuatro hijos y ahora, desde la muerte del abuelo, no tenía de quién ocuparse. Julia escuchó la conversación de su papá con ella, hacía tres semanas, “te suplico que te quedes con nosotros unas semanas y nos ayudes”, dijo, “Antonia no se siente bien y yo no puedo con todo”.
Al mediodía llamaron de la escuela para informar que Julia tenía fiebre y era necesario que pasaran por ella cuanto antes. La abuela no había terminado de preparar la comida; se había pasado buena parte de la mañana intentando que su nuera desayunara algo y ni siquiera había sacado la ropa de la lavadora aún.
Echó todo a la secadora sin distinguir entre sábanas y ropa delicada, le marcó a su hijo para avisarle que la niña estaba enferma y se subió al coche de Antonia. Una vez en camino pensó que lo mejor sería esperar a que saliera Santiago, imposible dar dos vueltas y menos con tan poca gasolina.
Julia salió caminando con gesto adusto y le pidió disculpas a su abuela por hacerla ir antes. La abuela le palpó la frente y se alarmó del calor que emanaba. “No te preocupes, mi cielo. Te llevo a la casa ahora mismo para que te duermas un rato”.
Pararon en la gasolinería y, mientras llenaban el tanque, la abuela se asomó al asiento de atrás para ver cómo estaba la niña. Se había quedado dormida y tenía el rubor de los afiebrados. La abuela la acarició y sintió el temblor de su cuerpo delgado y sudoroso en el uniforme de la escuela.
Una vez en casa, la abuela hizo un esfuerzo por llevar a la niña en brazos hasta la sala. La dejó en el sofá y sintió su corazón acelerado, las rodillas dolorosas. Descansó junto a la niña hasta que se tranquilizó su corazón. Después subió a la recámara por una piyama ligera para Julia. Le cambió de ropa y la llevó a su cama, donde le advirtió que no se metiera a las cobijas.
En la cocina picó verduras para el consomé, que era lo único que había logrado hacer en la mañana, y metió la carne al horno. Subió de nuevo a la recámara de Julia y le puso una toalla húmeda en la frente. La niña empezó a toser y la abuela se dio cuenta de que le costaba trabajo respirar. Tenía que irse.
En la escuela, Santiago no salía aunque era la segunda vez que lo voceaban. A la tercera por fin acudió, sudado y sonriente, y cuando la abuela le alzó la voz se excusó diciendo que estaba a punto de terminar el partido, por eso no había salido a tiempo. La abuela le dijo “tu hermana está enferma” y Santiago respondió sin pensar, “¿ella también?”. La abuela lo miró con dureza y le indicó que se subiera al coche. Ya después hablarían.
Llegaron a casa y los dos subieron a ver a Julia. Estaba totalmente cubierta y temblaba bajo las cobijas. La abuela la reprendió y le pidió a Santiago que trajera agua con hielos para enfriar la toalla cada tanto. Santiago se puso serio cuando miró a su hermana erizada de fiebre. La abuela se sentó junto a ella para explicarle por qué no se podía cubrir aunque tuviera frío.
El niño regresó cargando la cubeta llena, y él mismo sumergió la toalla, la exprimió y se la pasó a la abuela. Ésta le pidió que pusiera la mesa mientras ella le controlaba la temperatura a Julia. Si tenía mucha hambre podía comer la sopa, pero por ningún motivo debía intentar sacar la carne del horno. Ella bajaría en unos minutos.
En la noche llegó el papá y la abuela estaba exhausta. Había pasado la tarde haciendo ronda entre Antonia y la niña, tratando de localizar a la pediatra, pidiéndole a Santiago que le ayudara al menos a tender las camas. Finalmente localizó a la doctora y logró convencerla de que revisara a la niña en casa. El diagnóstico fue infección en los bronquios. La abuela no podía más, se iba a dormir en ese momento. Le tocaba al papá cuidar a Julia en la noche.
El papá entró a la recámara de la niña y la encontró apenas despierta, con una toalla en la frente, casi sin poder hablar. Sintió cómo el cansancio lo invadía y al mismo tiempo se le quitaba el sueño. Fue a revisar si Antonia estaba despierta y la encontró sentada en la cama, con la mirada perdida. Le dio un beso, le preguntó cómo estaba. Ella lo miró y no sonrió. Sí se había tomado los medicamentos, sí estaba comiendo, asentía a cada pregunta de él. Después recargó la cabeza en las almohadas y cerró los ojos.
La niña tosió toda la noche. El papá le dio antibiótico en jarabe, cambió las compresas hasta las tres de la mañana y finalmente se quedó dormido en la cama de Santiago. El niño durmió con la abuela en el cuarto de visitas.
Al día siguiente, cuando regresó de la escuela, Santiago se coló en la recámara principal, aprovechando que la abuela no había tenido tiempo de hacer la comida y estaba en la cocina. Espió a su mamá en la cama e hizo ruido de carraspeo. La mamá no se movió. El niño se sentó en el piso, cerca de su madre y la saludó. Ella se dio la vuelta y quedó de espaldas. El niño titubeó, y después, en voz baja le contó que Julia estaba enferma, que era ella quien había estado tosiendo toda la noche. Luego le dijo que había ganado en el básquet ayer y que no le habían dado ningún reporte de mala conducta en todo ese tiempo. Al final se levantó, se acercó a Antonia y tocó su pelo lacio antes de salir.
La niña no podía respirar así que hubo que llamar de emergencia a la pediatra. La abuela la esperaba con una toalla retorcida entre las manos; Santiago la había dejado pasar y ahora estaban en la recámara de Julia. La doctora escuchó los pulmones debilitados de la niña y le puso una inyección. Ordenó que compraran un inhalador y le pidió a la abuela que, si su nieta no mejoraba en ocho horas, la llevaran al hospital. Mientras tanto había que procurar que durmiera y que comiera aunque fuera un poco de caldo de pollo.
La temperatura de la niña bajó un poco pero seguía tosiendo. La abuela estuvo despierta hasta las dos, y después se quedó dormida. Como a las cinco el papá se dio cuenta de que Antonia no estaba junto a él. La encontró en el cuarto de Julia, sentada a un lado de ella pero sin mirarla. Antonia, cuando se percató de su presencia, le pidió que llevaran a la niña a su recámara. Él accedió a regañadientes y le cedió su lado de la cama.
Julia despertó a las nueve de la mañana. La fiebre había disminuido y, cuando le llevaron el desayuno, comió con buen apetito. Para la abuela fue más cómodo atender a la madre y la hija juntas. El papá durmió mal de nuevo porque la cama de la niña era demasiado pequeña para él.
Llegó el fin de semana y, el sábado temprano, el papá fue con Santiago al supermercado. Cuando regresaron, encontraron a Antonia levantada, tomándole la temperatura a Julia. La niña estaba ojerosa pero ya casi no tenía fiebre. Le preguntó a su papá si habían comido helado a la salida. “En cuanto te alivies vamos y te compro un litro del que escojas”, respondió él. Antonia aprovechó para meterse al baño y no salir hasta que Santiago y él se fueron. Más tarde, cuando la abuela subió la comida, la nuera le preguntó si ya no habían llamado de su oficina. Llevaba un mes fuera. Una vez que la abuela le aclaró que en su trabajo estaban informados de la situación, ya no quiso saber más.
El miércoles, Antonia se levantó para hacer el desayuno y le pidió a la abuela que se quedara descansando. La abuela se negó y aprovechó para limpiar un poco la cocina, que tenía las superficies cubiertas de migajas y grasa pegada. Al ver a la abuela fregando las hornillas, Antonia pensó en Juana, la señora que antes iba tres veces por semana a hacer la limpieza y que ella había despedido hacía ya casi dos meses. Pensó en pedirle disculpas a su suegra por el trabajo que eso había implicado, pero se arrepintió en el último momento. Tomó la mesa de servicio y le subió el desayuno a Julia. Se dio una ducha antes de volver a la cama, exhausta.
La abuela estuvo expectante toda la tarde. Quería irse a su casa, le preocupaba que alguien se diera cuenta de que no había nadie ahí desde hacía semanas, que se metieran a robar. Ya no estaba acostumbrada a lidiar con niños, y menos los ajenos. Además, le angustiaba la posibilidad de que despidieran a su nuera del trabajo y la presión que eso significaría para su hijo.
A las tres de la tarde, cuando subió la comida para Antonia y Julia, se sorprendió de ver a la niña sentada en la cama, jugando con una maquinita que seguramente le había prestado Santiago. Sin duda se sentía mejor.
Cuando la vio entrar, Antonia se incorporó para ayudarla a acomodar todo en la mesita de lectura. Le pidió a Julia que fuera a comer a la mesa y a la abuela le dijo que ella bajaría y lavaría los trastes después.
Al día siguiente, madre e hija estaban de pie a las siete de la mañana. Antonia preparaba un sándwich para Santiago, y ya había puesto la mesa y preparado el desayuno cuando la abuela bajó. Antes de ir a la cocina, se había encontrado a Julia en su recámara vistiéndose para ir a revisión con el pediatra, según le dijo. La abuela habló con el papá y acordaron que la llevaría de vuelta a su casa ese mismo fin de semana.
El sábado, Antonia se levantó a preparar un almuerzo especial para agradecer a la abuela todos sus cuidados. Santiago era el encargado de poner la mesa, pero corría y gritaba, agitando los manteles individuales como estandartes de guerra. Julia lo perseguía y tosía un poco, pero riendo, y la abuela intentaba inútilmente poner orden.
Una vez que terminaron de comer, el papá subió la maleta de la abuela a la cajuela del coche. La abuela les dio un beso a los niños y se despidió de su nuera con un abrazo en el que permanecieron en silencio. Santiago y Julia salieron a decirle adiós a su abuela y luego regresaron a la cocina con su mamá.
La niña sorprendió a su madre observándola y no entendió bien la expresión en su rostro. Era rencor. También miraba a Santiago, pero Julia se distrajo porque su hermano ya la estaba provocando de nuevo. Le sacaba la lengua, le cantaba: “changa maranga patas de ñanga”, le hacía cosquillas. Julia soltó una carcajada y los dos echaron a correr hacia la estancia, donde su madre los perdió de vista.