Tierra Adentro

Ya es tiempo de que la piedra se digne a florecer.

Paul Celan

 

La fotografía no es tan antigua como aparenta. Es el primer invierno tras el final de una guerra que ahora parece distante porque los que la miraron de frente ya no están para nombrarla. Blanco y negro son los únicos bordes donde la luz se degrada, la ausencia de color abre un abismo entre la imagen y quien mira, engaña a la vista. No hay sombras, el sol dicta la mitad del día desde el cenit, pero no sabemos si la jornada empieza o está por terminar; es el cuerpo —el hambre, los párpados— quien impone su ritmo. Los días de invierno son demasiado cortos, más vale darse prisa.

En alemán, el sustantivo Trümmer significa escombros o ruinas. Se llamó Trümmerfrauen a las mujeres austriacas y alemanas que reconstruyeron sus ciudades con los vestigios de la guerra. Ya fuese en Berlín o Hamburgo, en Dresden o Viena, hacían el mismo trabajo en todos lados: levantar piedras, limpiar el polvo. No existe un equivalente masculino para el término Trümmerfrauen. La razón es sencilla: la mayoría de los hombres no regresaron de la guerra. A finales de 1945 había siete millones más de mujeres que de hombres en Alemania, viudas o huérfanas, la mayoría. Tal vez al suponer que eran buenas para la costura, para zurcir y remendar lo que se rompe, los aliados asumieron que podrían hacer lo mismo con los retazos de las ciudades y las casas. Aunque la mayoría de las mujeres se empleaban en la reconstrucción a cambio de recibir un plato de sopa o un pedazo de pan al final de la jornada, algunas lo hacían como voluntarias. Quizá entre las piedras llevaban a cabo su propia búsqueda o, simplemente, necesitaban un pretexto para poder hablar. A veces las palabras también se esconden. Las Trümmerfrauen trabajaban con precisión paleontológica, siempre en colectivo, porque ciertos trabajos no deben hacerse en soledad. Con palas y picos escarbaban entre las ruinas, buscando ladrillos y otros materiales que pudieran usarse en construcciones nuevas. En una larga fila, los ladrillos transitaban del caos a la armonía, de mano en mano, de los edificios caí- dos a los depósitos de la ciudad, donde eran labrados antes de almacenarse. Acaso, antes de hallar una pieza adecuada, las mujeres volcaban la mirada sobre el arsenal informe de escombros y reconocían piedras y objetos que alguna vez fueron parte de sus casas, de sus escuelas o de la iglesia que visitaban el fin de semana. Tal vez entre los restos encontraban algo que les parecía familiar —un zapato, algún aroma—, pero lo ignoraban porque tenían la sospecha de que fuera de su sitio, en sí mismas, las cosas son insignificantes.

El fotógrafo, que miraba a las mujeres a la distancia, seguro intuía que las manos blandas con que cargaba su cámara no eran como las de aquéllas, cada vez más semejantes a las piedras que resguardaban, ásperas y porosas de tanto escarbar en el pasado. Sabía que las Trümmerfrauen no tenían edad y estaban por doquier, buscando entre los escombros, limpiando las calles.

Aunque los ladrillos que saturan la imagen parecen abarcarlo todo, ninguna cámara hubiera podido registrar los cuatrocientos millones de metros cúbicos de ruinas que había que remover de las calles alemanas. La escena que observamos es sólo un ápice del trabajo de reconstrucción: el almacén de la Möckernstraße de Berlín, donde los ladrillos que se recuperaban de cimientos y construcciones desmembradas eran ordenados antes de volver a formar parte de la geometría de la ciudad. Berlín se convirtió en un paréntesis lleno de piedras: una tercera parte de la ciudad pereció con los bombardeos y la mitad de las viviendas yacía inservible sobre el suelo.

La quietud confirma que la guerra terminó. Las Trümmerfrauen trabajan en silencio. Su ropa gruesa, apenas suficiente, da cuenta del frío vidrioso del norte de Alemania. Una mujer mayor escoge los ladrillos y los cura de imperfecciones, los limpia al mismo tiempo que purga su memoria. Sumergida en una montaña de piedras, que más que aplastarla la sostiene, la mujer se mueve con lentitud, como si estuviera en el mar, como si fuese agua y no rocas lo que la mece.

Al centro de la fotografía, una mujer sigue el camino trazado por los rieles de madera que reparten el trabajo en la ciudad. Carga ladrillos con estoicismo. Los acerca a su regazo como si, por un momento, le pertenecieran. Paciente, coloca uno por uno en las pilas que volverán a usarse; todas tienen la misma forma.

En el extremo derecho se vislumbra la silueta negra de una mujer, tal vez al saberse observada prefiere dar la espalda y contar de nuevo cuántos ladrillos hacen falta para ganarse un descanso. El par de árboles erguidos a la mitad de la imagen están tan engarzados a la tierra como las mujeres, tampoco podrían vivir en otro sitio. Sus raíces, hundidas en el suelo, son la promesa de un follaje que un día dará sombra nuevamente.

El deseo de reconstruir un lugar es idéntico al empeño de permanecer en él, sin importar qué tanto haya dejado de parecerse a sí mismo. Después de la guerra la mayoría de las mujeres no pudieron abandonar sus ciudades, quizá confiaban en que las piedras conservarían el olor de las personas.

Ordenar piedras fue el único modo de ordenar también el lenguaje para poder seguir nombrando al mundo que tanto había cambiado. Como los tabiques, cada palabra debía revisarse antes de ser integrada a una nueva construcción, antes de decidir cuál estaría por encima de las otras o cuáles no podrían usarse más. Por ejemplo, la «ss» inherente a la ortografía de algunas palabras fue sustituida por una «ß», así Strasse se convirtió en Straße, y todas las calles cambiaron de nombre para evitar referencias dolorosas.

Nada ilustra mejor a la lengua alemana que esta montaña de piedras ansiosas de orden, destinadas a sostener construcciones que servirán para habitarse o para la contemplación. Las palabras alemanas son como piedras que se acumulan una sobre otra hasta crear un sentido, a veces visual, a veces metafórico: Wort significa palabra y Schatz tesoro, la combinación de ambas, Wortschatz, en español quiere decir vocabulario. Stern es estrella, Bild cuadro o imagen, Sternbild significa constelación. Sin embargo, la misma palabra unida a otra puede detonar conceptos totalmente distintos: Ziegelstein-Lager, el término para referirse al almacén de ladrillos que Gronefeld retrató en 1945, nada tiene que ver con la palabra Konzentrationslager: campo de concentración.

La Möckernstraße, que alguna vez fue el centro de la reconstrucción de Berlín, es ancha y recta como otras calles. Sus ángulos obedecen a la planeación milimétrica de la ciudad que le heredó la guerra. En las aceras, árboles bien alineados de verdes insólitos abrazan con su sombra a transeúntes y bicicletas que siempre van deprisa. Es una buena calle para vivir, con aceras amplias y suficientemente apartada de la agitación turística. No muy lejos de ahí, dos kilómetros al este, se encuentra uno de los monumentos que se erigieron en memoria de las Trümmerfrauen: una mujer de piedra rodeada de tabiques, que mira a su alrededor con los ojos vacíos y porosos, el rostro inexpresivo. Con la mano derecha sostiene un mazo que reposa en la tela de su falda. La mujer descansa, sentada en medio de un parque olvidado de Berlín.


Autores
(Ciudad de México, 1986) es germanista y maestra en Literatura Comparada por la UNAM. En 2016 ganó el Premio Nacional de Ensayo Joven José Vasconcelos con el libro Aves migratorias.