Tierra Adentro

Soy bipolar, me dijeron. De todas las etiquetas y diagnósticos en los que me han categorizado y han desalmado mi subjetividad (depresión, esquizofrenia, epilepsia del lóbulo temporal, trastorno obsesivo-compulsivo, psicosis, ansiedad social, trastorno esquizoafectivo…) esta fue la única que alguna vez tuvo sentido. La única que no rechacé de inmediato. Y esto, en retrospectiva, dice mucho. Tanto acerca de la desesperación como de la necesidad humana de encontrar un nombre para la experiencia caótica.

Tuvo sentido alguna vez. Es fundamental subrayarlo: fue un momento en mi historia. No tiene por qué tener sentido “para siempre”, como querrían los psiquiatras cuando dan este tipo de diagnósticos que pueden llegar a vivirse como cadena perpetua de la subjetividad, incapaz de liberarse del yugo descriptivo y de su supuesta “cura imposible”.

En ese entonces, al encontrar esta etiqueta que me fue dada, luego de varios internamientos involuntarios en hospitales psiquiátricos, me sentí aliviada. Algo finalmente explicaba esa sensación de estar montada permanentemente en una montaña rusa: subidas y bajadas que son imposiblemente intensas en donde estás atada por completo a la voluntad del riel metálico que te lleva a la velocidad que la gravedad quiere. Cada sensación del cuerpo amplificada al máximo, la psicosis y la paranoia por no poder salir, frenar o bajarte del juego, por más que lo intentas.

De manera sistemática, hasta entonces, había rechazado todos los diagnósticos que los psiquiatras me habían dado. El diagnóstico me parecía un despropósito y jamás me reconocía en las descripciones de cuadros de síntomas. Pero esa vez fue diferente. Quizás porque hay un grano de verdad, o quizás porque luego de tantas hospitalizaciones necesitaba asirme de un por qué, un modo de salir de las arenas movedizas. En parte, ahora entiendo en retrospectiva, eso que me empantanaba era yo misma (o mis varios yo) y mi historia, pero también el verme desprovista de todo poder dentro de un sistema que me medicaba, me sedaba e insistía en establecer las normas que me definían siempre como alguien fuera de la norma.

Luego del diagnóstico, leí autobiografías y memorias de quienes han padecido un trastorno bipolar. Me interesaba más saber desde adentro cómo se vivía y no leer descripciones médicas. El libro más importante para mí en ese momento fue An Unquiet Mind de la psiquiatra Kay Redfield Jamison 1, quien desde su juventud sufrió las consecuencias de la enfermedad, pero logró encontrarle su propio sentido y dedicarse a estudiarla, lo cual implica, de alguna manera, estudiarse a sí misma. Leí su libro y me sentí, por una vez, acompañada. Y logré hacer las paces con dos cuestiones: aceptar el hecho de que para bajarme de la montaña rusa necesitaba ayuda (en ese momento, eso significó más tratamiento, con medicinas y psicoterapia, un programa en la naturaleza y eventualmente un análisis) y que todo lo que estaba pasando no duraría para siempre. 

Pero aceptar el diagnóstico también significó aceptar, sin apenas cuestionarlo, que el tratamiento con medicinas que venía empaquetado con él era inevitable. Como si el diagnóstico que implica “descubrir” una enfermedad, implicara también la misma y única solución para todos formulada en una ecuación simple: bipolar tipo I con psicosis = litio o estabilizadores del ánimo + antipsicóticos. Como si todos los cuerpos (el mío también), todas las historias, necesitaran la misma respuesta química, de por vida.

***

Hoy, si alguien recibe un diagnóstico de salud mental, viene con un protocolo bastante predecible: visitas al psiquiatra, una receta, la promesa de que una pastilla puede arreglar lo que está roto. Porque eso es lo que nos han enseñado: la teoría dominante propone que los problemas de salud mental son condiciones médicas, fallas en el funcionamiento del cerebro, desbalances químicos que pueden corregirse con la pastilla adecuada.

Este mensaje está incrustado hasta las entrañas de la cultura occidental. Los medios de comunicación, el internet, los libros de texto, los documentales, los artículos, todos repiten la misma historia: tu cerebro está desbalanceado, aquí está la solución química.

Pero hay un problema. La psiquiatra Joanna Moncrieff lo ha demostrado en sus estudios cuantitativos y metanálisis: la idea del desbalance químico es un mito 2. La teoría de la serotonina baja como causa de la depresión, la más popular de todas las ideas y un pilar que sostiene este mito, no tiene evidencia consistente ni confiable que la respalde. Y si la premisa es falsa, ¿qué significa eso para los millones de personas medicadas bajo ese supuesto?

No estoy proponiendo de forma irresponsable que dejen de buscar tratamiento psiquiátrico. Lo que sí estoy diciendo es esto: debemos estar bien informados sobre lo que hay detrás de las concepciones falsas que se han diseminado en la psiquiatría durante décadas. Sobre la química cerebral de la que realmente sabemos muy poco. Sobre el presupuesto erróneo de que existe una misma solución para todo el mundo porque se trata de un error en el sistema somático. La manera en que se nos ha explicado cómo funcionan estas medicinas es fundamentalmente incorrecta.

***

El mito del desbalance químico se propagó masivamente a inicios de la década de 1990, cuando la industria farmacéutica comenzó a promocionar su nueva generación de antidepresivos. El contexto es importante: antes de esto, hubo un escándalo en los medios como resultado del exceso de prescripciones de benzodiazepinas como el Valium. Se reveló que eran sustancias adictivas, lo que deslegitimó temporalmente el uso de medicamentos psiquiátricos.

Las compañías farmacéuticas necesitaban una nueva narrativa para seguir vendiendo soluciones químicas para problemas psicológicos: el desbalance químico. Esta narrativa permitió introducir los antidepresivos de nueva generación o ISRS (Inhibidores Selectivos de la Recaptación de Serotonina) y los estabilizadores del ánimo de una manera completamente diferente. Ya no eran anestésicos emocionales ni sustancias adictivas, sino sofisticados agentes médicos diseñados para tratar una “enfermedad” subyacente. El mensaje era simple, “científico”, y nos daba una solución muy sencilla, además de que nos quitaba toda responsabilidad tanto individual como social y política: tu cerebro tiene un desbalance químico, estas medicinas restauran el balance natural.

No nos pudimos resistir. Sobre todo porque millones de psiquiatras e instituciones médicas validaron el mensaje. Pero esta narrativa es un mito y es un mito urdido para apoyar una perspectiva particular sobre nuestra subjetividad y nuestras emociones. No es coincidencia que esta perspectiva encaje perfectamente con los intereses de una industria farmacéutica multimillonaria y de muchos en la profesión médica.

***

El Depakote (conocido en México y otros países como Epival, compuesto por ácido valproico) es un caso paradigmático de cómo las farmacéuticas no descubren medicamentos, sino que inventan y acuñan enfermedades para poder comercializar sus sustancias.

El Depakote se patentó en 1995. Pero el compuesto venía en realidad de un anticonvulsivo francés, el valproato de sodio, que se empezó a producir en 1962. Desde mediados de esa década se sabía que los efectos sedantes del valproato podían servir para tratar los episodios de manía. El laboratorio Abbott pidió la patente del valproato semisódico treinta años después, con base en haber reducido mínimamente la cantidad de sodio en el compuesto. No alteraron en nada el anticonvulsivo francés, pero lo vendieron como un compuesto sumamente novedoso (lo cual era completamente irrelevante para el efecto únicamente sedante de la medicina). La FDA (Food and Drug Administration) de Estados Unidos le dio la patente para su uso en el tratamiento de la manía del trastorno bipolar.

Lo sorprendente no es que lo lograran patentar: todo sedante que se le dé a un paciente con manía va a producir un cambio que se considerará “benéfico”. Su problema era que ya había decenas de medicamentos con efectos de sedación que podían cumplir la misma función. Entonces vino ahí realmente la ficción más potente: crearon un mercado bajo la idea de que la sustancia podía “estabilizar el estado de ánimo”.

La licencia del medicamento nunca determinó que podía ser un profiláctico ni que evitaba que el estado del ánimo fluctuara, tampoco era un tratamiento para el trastorno bipolar. Pero los anuncios lo vendían así. La idea perversamente brillante fue venderlo como un profiláctico: como algo que podría potencialmente prevenir la fluctuación del estado del ánimo efectivamente creando personas sedadas, muertas en vida.

Ese fue el truco de magia de la mercadotecnia: la invención de la idea de los “estabilizadores del estado de ánimo” (mood stabilizers, en inglés), que quienes padecen trastorno bipolar deben tomar por el resto de su vida, para prevenir cualquier recaída. Esta idea sin sustento también surgió a la par del cambio del nombre del antes llamado trastorno maniaco-depresivo que se rebautizó como trastorno bipolar. (A mí me gusta todavía más la etiqueta antigua, que describe mucho mejor lo que sucede: la “locura circular” o “locura de doble forma”) 3. Rebranding, le llaman en el mundo de la mercadotecnia. Nuevo nombre, nueva medicina, nueva necesidad a cubrir de por vida. Con base en la idea de que este tipo de medicinas cubrían una necesidad básica que no se había tomado en cuenta, posicionaron su mercado. El medicamento se volvió un producto estrella a nivel global que ganó miles de millones de dólares y vendió una ficción que captó al mercado 4.

***

La otra medicina usada durante años para tratar el trastorno maníaco-depresivo, el litio, como es una sal, no tiene una patente. El litio ha ido perdiendo terreno frente a otros estabilizadores del ánimo más rentables para la industria farmacéutica. Siempre hay algo más reciente que probar, una dosis distinta de la medicina más cara, la que tiene la patente vigente, la que le mostraron al psiquiatra en la última convención, la que trajo el representante de la farmacéutica, la que aparece en los comerciales o sobre la que leyó en estudios recientes. Los pacientes terminan convertidos en conejillos de indias de experimentación, cuerpos en los que se prueba la efectividad de sustancias cuyo mecanismo de acción, en realidad, se desconoce.

Una vez que entras al mercado farmacéutico, hay pocas posibilidades de retorno. Las prioridades del tratamiento se centran en encontrar el cóctel ideal que funcione mejor: un poco más de litio, menos antipsicótico, quizás añadir un estabilizador adicional. Más medicinas para contrarrestar los efectos secundarios de las otras medicinas recetadas. Un ajuste perpetuo que nunca termina de estabilizar esa supuesta química desbalanceada.

Las personas diagnosticadas con trastorno bipolar tienen la tasa más alta de incumplimiento del tratamiento (es decir, tomar algún estabilizador del ánimo o litio) de cualquier grupo de pacientes. Esto genera una retórica interminable tanto de grupos médicos como de grupos de apoyo sobre la importancia vital de tomar las pastillas.

¿Cuántas veces he escuchado de un psiquiatra que “debes de tomar estas pastillas de por vida”, “es para prevenir otro episodio como aquellos”? Pero jamás piensan en los efectos secundarios devastadores para cualquiera: el aumento de peso, el temblor en las manos, la niebla mental, la sensación de estar anestesiado emocionalmente, de ser un zombie. 

***

Si el periodo de posguerra fue la “era de la ansiedad” y las décadas de 1980 y 1990 la “era de los antidepresivos”, ahora vivimos en una época bipolar 5. El diagnóstico que alguna vez se aplicó a menos de 1% de la población se ha inflado de forma espectacular en los últimos años. En los Estados Unidos, país con la mayor prevalencia de bipolaridad (y laboratorio emocional del capitalismo tardío), se calcula que un 4.4% de la población adulta ha sido diagnosticada con algún tipo de trastorno bipolar. La medicación para “estabilizar el estado de ánimo” se prescribe de manera rutinaria tanto a adultos como a niños, pese a que no se reconoce oficialmente que el trastorno bipolar pueda manifestarse a edades tan tempranas.

El trastorno bipolar, en los medios de comunicación y entre los artistas y estrellas de Hollywood, se ha convertido en una suerte de sello de autenticidad. Un accesorio de identidad más. Selena Gomez, Demi Lovato, Mariah Carey, Catherine Zeta-Jones, Carrie Fisher, Mel Gibson, Martin Scorsese… todos han hablado públicamente de su diagnóstico y el impacto que ha tenido en su vida. Hay decenas de libros de memorias, manuales de autoayuda, documentales y películas sobre el genio creativo y la sensibilidad extrema. La experiencia se vuelve una mercancía narrativa. El entrañable personaje de Carrie Mathison en Homeland, por ejemplo, elevó a una agente con trastorno bipolar a la categoría de una heroína trágica contemporánea: brillante, adicta al riesgo, siempre al borde del colapso y de la salvación, pero profundamente vulnerable y adicta a sus propios episodios de manía que le revelan más claramente la realidad, para poder combatir el terrorismo.

En el otro extremo de esta glamorización está la banalización: se reduce la bipolaridad a una experiencia de “altibajos”, a cambios de humor dramáticos dentro de un mismo día, esa banalización que permite que cualquiera diga “ay, qué bipolar eres” cuando te contradices o cuando pasas de la risa al enojo en una tarde. Como si fuera cuestión de temperamento y no de episodios que duran semanas, meses enteros. Como si la manía fuera solo “estar de buenas” y la depresión simplemente “estar de malas”, y no estados que desmantelan por completo tu capacidad de funcionar, de reconocerte.

Al mismo tiempo, no hablamos del hecho de que el capitalismo necesita inevitablemente, para mantener esa productividad y crecimiento imposible, para mantenerse en pie, un cierto grado de manía. “La intensidad ha devenido en fetiche de la subjetividad”, dice Tristán García, “un tipo de humanidad ligada al valor existencial de lo intenso. ¿Qué es lo que nos parece más hermoso ahora? Aquello que realiza intensamente su ser”, ese “ideal más profundo: un ideal sin contenido, un ideal puramente formal. Ser intensamente lo que se es6

Es un valor el no dormir mucho, mantener múltiples proyectos a la vez aunque ninguno se termine, hablar sin parar y llamarlo “habilidades de comunicación”, los gastos impulsivos disfrazados de “invertir en experiencias” o “inversión en uno mismo”, la autoestima inflada que vendemos como “mentalidad de ganador”, la grandiosidad rebautizada como “confianza en uno mismo”, la distracción crónica vendida como “pensamiento lateral”. Los criterios diagnósticos de un episodio maníaco son, básicamente, las virtudes del ciudadano ideal contemporáneo.

***

Para poder ser un sujeto fuera del hospital, para poder funcionar en el mundo que llamamos “normal”, una parte de mí tuvo que disolverse. Quedarse adentro, en ese objeto-contención que es la prisión hospitalaria, en las etiquetas diagnósticas, en las pastillas que tomaba cada noche. Solo así me pude constituir como sujeto: dejando una parte de mí del otro lado.

Para salvaguardar el derecho a existir sin el miedo de perder el sentido del ser o de hundirme en diversos estados, tuve que crear una fortaleza hecha a base de bloques. Una barrera de legos, quizás, que en mi desesperado intento de contención armé a toda prisa e intenté pegar para sobrevivir a los diluvios y mareas de la vida adulta.

A veces pienso que lo comprendo todo. Comprendo cómo se evapora el agua y la consistencia de las nubes bajo diversas presiones atmosféricas. A veces también creo comprender mi propio destino. La comprensión dura apenas un instante y en ese momento luminoso mis sueños parecen verdades. Esos instantes son la materia prima de las ilusiones de las que estoy hecha.

Por eso insisto, por eso escribo. Tengo una forma y no es una forma encerrada en una categoría diagnóstica. Es también la forma de este texto que duda, que escribo, que me es éxtimo. Soy lo que he tenido que ser, pero también lo que se ajusta a mi aliento, las páginas de tinta que dejo, las palabras de todos que me estructuran y me dicen mejor de lo que yo puedo decirme. 

Afuera, el mundo sigue recetando pastillas para la tristeza y diagnósticos para la diferencia. Yo sigo escribiendo, intentando recordar que ninguna etiqueta cura, pero algunas palabras, las propias, las compartidas, pueden, al menos, devolvernos un poco de lo que nos arrebataron. 

No creo en una cura química, aunque todavía dudo al escribir esto, si esos químicos o la ficción de los químicos, en algún momento me ayudaron. Pero hoy busco otra forma de equilibrio: el que se escribe, se desarma y vuelve a nacer en el lenguaje. 

Quizás esa sea mi estabilidad posible: la de seguir escribiendo.

  1.  Publicada también en español bajo el título Una mente inquieta. La propia Jamison ha escrito más sobre el tema, otro libro que vale la pena (aunque tengo mis reservas y críticas), Touched with Fire: Manic-Depressive Illness and the Artistic Temperament, en donde hace un recorrido de artistas que ella sospecha que han sido bipolares. También hay una película bajo el mismo título Touched with Fire del 2015.
  2. Joana Moncrieff, The Myth of the Chemical Cure: A Critique of Psychiatric Drug Treatment, Palgrave Macmillan, 2008, p. 38. 
  3. Términos acuñados en 1840 por los psiquiatras franceses Jean-Pierre Falret y Jules Baillarger. Eventualmente Emil Kraepelin propuso la psicosis maníaco-depresiva y la psiquiatría occidental recientemente le ha dado el nombre de trastorno bipolar. Sin embargo, como discute Darian Leader en su libro Estrictamente bipolar, la primera descripción de Falret y Baillarger buscaba más bien separar un tipo específico de “locura” de lo que eran otros estados maníacos y depresivos en otros trastornos psíquicos. En vez de pensar que las fluctuaciones y altibajos anímicos eran constitutivas de tal “locura”, buscaban pensar cuál era la relación entre ellos y qué procesos subyacentes hay ahí. Kraepelin, el padre de la psiquiatría moderna, acabó con los esfuerzo de entender qué había detrás de la fluctuación del ánimo y propuso que la manía y la melancolía, ya sea juntos o de manera individual, forman parte de la misma “enfermedad” que hoy se llama bipolaridad.
  4. Y es muy posible que los medicamentos psiquiátricos y sus efectos secundarios, tan poco estudiados, contribuyan a esa devastadora estadística que dice que las personas con una condición psiquiátrica tienen una esperanza de vida de quince a veinte años menos que la norma.
  5. Esta periodización es algo que sugiere Darian Leader en su libro Estrictamente bipolar.
  6.  Tristán García, La vida intensa, Herder, 2018, p. 8 y p. 10.