Tierra Adentro
Interiores de uno de los cuadernos que componen la pieza ‘No quiero saber nada de mí mismo’.

El 16 de julio se inauguró la muestra Todos los originales serán destruidos en la galería House of Gaga (Condesa, Distrito Federal), en la que varios poetas fueron invitados para incursionar en el arte contemporáneo y abonar algo a la discusión entre arte y mercado. Daniel Saldaña París reflexiona al respecto a partir de su propia pieza: No quiero saber nada de mí mismo, una serie de cuadernos borrados.

 

1. Tengo la impresión de que uno de los ejes que vertebran la discusión crítica alrededor de la poesía en México actualmente es la postura que cada poeta y crítico asume ante la multiplicidad de prácticas, ideas, bromas, acciones y disparates que por comodidad etiquetamos como “arte contemporáneo”. Por un lado, los que reconocemos dentro de esa multiplicidad algunas propuestas dignas de tener en cuenta y buscamos el diálogo matizado (que no el aplauso acrítico) con las piezas y los artistas que nos interesan; por el otro, muchos poetas (y escritores en general) que conciben el arte contemporáneo como una homogeneidad reprobable, basada en el abandono de la técnica a favor del discurso —movimiento censurable en sí mismo, según se desprende de innumerables textos y berrinches.

Soy consciente de que quizá simplifico esta oposición, y que con ello contribuyo a una polarización crítica que ha resultado nociva, además de francamente molesta durante, digamos, los últimos diez años. Hilando un poco más fino, tengo que decir que no estoy “a favor” ni “en contra” del arte contemporáneo, como no puedo proclamarme a favor o en contra de la literatura en general, ni de la música, así, en abstracto, sin quedar como un perfecto idiota. Hay algunas piezas, algunas corrientes, algunos creadores de arte contemporáneo que me fascinan y que considero tan importantes para mi formación como ciertos poetas y ciertos libros de cualquier género. (No cuento entre esas influencias a Jeff Koons ni a Mario Benedetti, por ejemplo, porque no son búsquedas que me interesen, pero como conozco más o menos la diversidad que hay en ambas esferas no considero que uno ni otro representen al arte contemporáneo o a la poesía de forma paradigmática).

 

2. El poeta Luis Felipe Fabre y el galerista Fernando Mesta convocaron a varios poetas a pensar y ejecutar piezas de arte para una exposición que terminó por titularse Todos los originales serán destruidos, aludiendo a una cláusula común de los concursos de poesía que, leída fuera de contexto, tiene una resonancia curiosa. Los participantes fuimos Luigi Amara, Rodrigo Flores Sánchez, Inti García Santamaría, Alejandro Albarrán, Maricela Guerrero, Sergio Loo, Mónica Nepote, Xitlalitl Rodríguez, Jorge Solís Arenazas, Alejandro Tarrab, Ismael Velázquez Juárez, el propio Luis Felipe Fabre y yo.

Cuando me contaron del proyecto tuve una duda que —me parece— todos los involucrados sentimos en mayor o menor grado: “¿Es lícito que yo, que no soy propiamente un artista contemporáneo, me apropie transitoriamente de sus mecanismos de creación y circulación sin hacer el ridículo y traicionar el compromiso que más o menos tengo con mi proceso creativo?”. Sigo sin tener una respuesta tajante, pero lo cierto es que incluso en el caso de que efectivamente hiciera el ridículo, no me parecía demasiado preocupante, y que si aceptaba la invitación podía de algún modo explorar mi relación y mis deudas con algunas expresiones comúnmente agrupadas bajo el paraguas del arte contemporáneo, y tratar de hacer una pieza que, sin renunciar a mis intereses como escritor, se articulara en un lenguaje distinto al que suelo usar.

Confieso que, ya en el proceso de decidir qué haría, traicioné un poco una de las premisas de la exposición, que era reflexionar (sí: se puede reflexionar haciendo objetos no textuales) sobre la diferencia abismal entre los mercados del arte y de la poesía. No creo haber aportado nada a esa discusión, quizá porque en el camino me distraje —como suele pasarme— con la importancia que tiene para mí mi propia biografía y, cediendo a la pulsión autorreferencial —como me pasa también en poesía—, concebí y fabriqué —el verbo es excesivo— una pieza que, según yo, trata sobre la relación conflictiva que guardo con mi pasado y, específicamente, con lo que he escrito en el pasado. (Rápido resumen: borré con corrector líquido cuatro cuadernos, llenados a pluma entre 2005 y 2009, en los que tenía apuntes, poemas, ensayos, fragmentos de cuentos y citas de mis lecturas; no conservé ningún registro de todo eso y en definitiva perdí, con una mezcla de alivio y arrepentimiento anticipado, algunos cientos de cuartillas irrecuperables. El título un tanto dramático que le puse al resultado —es decir, a los cuatro cuadernos “en blanco” que terminé exponiendo— fue No quiero saber nada de mí mismo).

 

3. Prefiero no hablar de la exposición toda, pues creo que es demasiado dispar en sus intenciones como para cubrirla con justicia en este breve espacio. Al mismo tiempo, no creo que el juicio que pueda expresar sobre un proyecto del cual fui parte tenga ningún tipo de objetividad y el riesgo de caer en el más llano cebollazo es alto, así que perdonen que reincida en este afán onanista de revisarme a mí mismo y tratar de arrojar luz sobre el ejercicio desde la primera persona.

¿Hubo cierto grado de lugarcomunismo en lo que hice? Sí, claro. Mi acercamiento al arte contemporáneo no es tan exhaustivo como el que tengo hacia la poesía o la narrativa, disciplinas a las que dedico muchísimo más tiempo de mi vida, y por lo tanto el abanico de recursos de los cuales podía echar mano era bastante más reducido del que normalmente me sirvo. Pero esa limitación, en el fondo, me obligó a tratar de generar un significado con herramientas más bien básicas.

¿Se sostiene la pieza sin este discurso, sin toda esta justificación ante los lectores? No lo sé, ni me interesa demasiado. Precisamente me gusta del arte contemporáneo el hecho de que la idea, la palabra y el gesto se complementen más allá de lo que puede verse colgado en una pared o esculpido en una piedra. El discurso alrededor de algo puede ser más importante que la cosa misma, lo cual me parece genial.

 

4. Las primeras vanguardias estéticas del siglo XX concibieron la poesía como una actividad no disociada de otras expresiones artísticas. La “Ursonate” de Kurt Schwitters, colindante con la música experimental, o las presentaciones de Arthur Cravan en las que la lectura en voz alta convivía con el boxeo y la trifulca (antecedentes obvios de lo que mucho después se bautizaría como performance) son testimonios de esa época fervorosa por la que siento una admiración insana. Y aunque éstas son épocas menos épicas, y todo gesto nace repetido, no me parece mal, en medio de tanta plúmbea disertación en el vacío, que los poetas jueguen de vez en cuando a ser también otra cosa.

A los furibundos detractores de esta tímida incursión en el mundo del arte contemporáneo, si los hubiese, les ofrezco este consuelo: no me hice rico.