Tierra Adentro

En la estepa una gacela huye de sus perseguidores, la tonalidad de su piel se confunde con la tierra amarillenta. Un grupo de soldados a bordo de una camioneta la persigue sin poder seguirle el paso; le disparan a la distancia pero las numerosas balas pasan sin rozarla. Polvareda con estruendos de kalashnikov entre pequeñas figuras talladas en madera que sirven como tiro al blanco y caen por su propio peso. Música de Amina Bouhafa que recorre los restos en astillas y que enmudece la mutilación; tambores y cuerdas que afligen cual azotes. Primera secuencia del cuarto largometraje del realizador mauritano Abderrahmane Sissako, Timbuktu, que no sólo plantea inicialmente el impulso destructor de mantener el miedo para conservar el orden, sino una abstracción sutil de protesta.

Tras la ocupación de Tombuctú por yihadistas, Kidane (Ibrahim Ahmed) —un ganadero humilde que vive con su esposa Satima (Toulou Kiki) y su hija de doce años Toya (Layla Walet)— decide permanecer en su hogar, a pesar de que sus vecinos se han ido en busca de un mejor escenario para su supervivencia, aun con el riesgo de someterse a los mandatos más que absurdos de los extremistas religiosos. El único bien material próspero que le resta a Kidane son ocho vacas que, en busca de agua, se meten a un lago colmado de redes de un pescador quien, al ver ocupado su espacio, mata a GPS, la vaca predilecta de la familia. Este acontecimiento desata el trágico porvenir de Kidane: tras enterarse de la muerte del animal, encuentra la solución a su indignación en una vieja pistola.

Las ramificaciones narrativas permiten dibujar los atropellos hipócritas por parte de los ocupantes hacia los nativos, entre la prohibición del consumo de cigarros, de hacer y escuchar música, así como la implementación del uso de calcetines y guantes para las mujeres fuera de casa: ofensas castigadas con numerosos latigazos para lo menos grave y con la lapidación pública para las faltas más severas. Sin ser prohibiciones propias para los verdugos, que a placer pueden o no seguir tales condiciones.

En el guión de Sissako y Kessen Tall, escrito entre árabe, francés, bambara y songhay, se desarrolla una serie de contextos que coadyuvan a colorear la localidad. Una proveedora de pescado se entrega a los militares que le piden usar guantes en la vía pú- blica, sin importar que el uso de éstos implique no poder vender. Sin más, ella les suplica que entonces le corten las manos.

Entretanto, la negativa de una mujer a la petición de los ocupantes yihadistas de querer casar a su joven hija con uno de sus miembros desata la ofensa grupal y propicia un castigo a latigazos para la madre, quien acompaña con cantos el dolor de los azotes. En medio de la intolerancia y el absurdo, la búsqueda nocturna de música, aceptada solamente si la dedicación es religiosa y digna de tal divinidad, lleva a los guardias a custodiar las azoteas de los habitantes; algunos despreocupados no rehúyen asistir a una velada bohemia que terminará en castigo.

Aunque Timbuktu sugiere una línea argumental entre la humanización de los personajes, valiéndose de referentes asibles en el cercano fundamentalismo islámico y el ambiente musulmán, la cinta, en contraste, no deja de proyectar una intrepidez visual lírica, que sumerge en algo más que realismo; las prohibiciones le abren el paso glorioso a la imaginación —Nadie sabe nada de gatos persas (Ghobadi, 2009)— que en una absoluta secuencia recrea un partido de futbol que es también un acuerdo de complicidad: equipo completo y adversarios se disputan a ras de suelo un balón imaginario. Construcción espacial afortunada con cada cambio de ángulo en manos del tunecino Sofian El Fani —La vida de Adèle, Kechiche (2013).

La película se sustenta en la dinámica de dirección, en el trabajo pulcro de edición (a cargo de Nadia Ben Rachid) y en las afortunadas tomas, por ejemplo durante la búsqueda de dignidad de Kidane. Desde la lejanía, el hombre se desplaza entre las aguas durante un ocaso que recuerda el paisaje y conclusión virtuosa de A través de los olivos (Kiarostami, 1994). Sin embargo, los recursos visuales confluyen en una última secuencia, cuando vemos a Satima al borde del desespero y a Toya en una carrera interminable por alcanzar a su padre; paralelismo con la imagen-motivo inicial de la gacela, entre un desfile de emociones que encarnan el desasosiego con un halo de expectación cuando la pantalla ennegrecida está por venir. Timbuktu es una reflexión sobre un espacio y un tiempo no tan lejano ni tan ajeno, que más que victimizar, bosqueja para luego dejar dolor en la huella.