Tierra Adentro
A shop assistant holds some of the first Tamagotchi electronics 1996

I

 

Se escuchó un grito desgarrador desde el fondo del autobús. Un niño lloraba desgañitado. Eran apenas las ocho de la mañana y caminé por el pasillo, como todos los demás curiosos, para ver qué había pasado. El niño que lloraba no podía ni hablar. Estaba desgarrado y sostenía algo, como un huevito, protegiéndolo entre las manos mientras se mecía de atrás para adelante sorbiendo mocos. Otro niño lo veía con una mezcla de culpa y malicia.

 

-“¿Qué pasó hijo? Háblame ¿Estás bien?”

-“Me lo mató, me mató mi Tamagotchiiiii”

 

Creo que la señora no entendió muy bien qué había pasado. Pasó mucho tiempo para que los adultos se dieran cuenta de la plaga de tristeza y duelo que cayó sobre varias generaciones durante esos brillosos años del fin del milenio.

 

La plaga había llegado de Japón. Nació de un pensamiento puramente pragmático, inteligente, mercadológico, brillante. Como todas las plagas, creció fuera de proporción antes de extinguirse como por arte de magia.

 

La plaga de furor y tristeza empezó con el Tamagotchi. Era Imposible no saber qué era un Tamagotchi si creciste en los noventa. Más allá de los Furbys, más allá de las cambiantes consolas de videojuegos, el Tamagochi fue el juguete más intensamente codiciado en los últimos cuatro años del siglo XX.

 

En noviembre de 1996, el tamagotchi salió por primera vez a la venta en Japón. Un año más tarde, la famosa marca de juguetes Bandai había vendido más de 10 millones de unidades. Para sostener la oferta ante una demanda voraz, la compañía tuvo que lograr fabricar 3 millones de unidades al mes. Era una locura. Padres acampaban afuera de las jugueterías, golpeándose, rebajándose, rogando por un Tamagotchi. Los más vivos ladrones fabricaban cupones para canjearlos por el codiciado juguete, engañando a los más ilusos y esperanzados.

 

En mayo de 1997, el Tamagotchi llegó a Estados Unidos. La legendaria tienda de juguetes FAO Swartz vendió 30 mil unidades en 3 días. Cada una de las unidades costaba entre 15 y 18 dólares. Fue una bomba. La cadena de jugueterías QVC registró, en el pico más alto de la plaga, la venta de 6 mil Tamagotchis en 5 minutos. Para junio, ya se habían comprado 3.5 millones de unidades solamente en Estados Unidos.

 

Como bien recordarán, esta era la época del muy establecido liberalismo tecnócrata en México y el TLCAN estaba en toda su gloria. No debíamos esperar años para el estreno de una película. No tendríamos que rogar para que el tío que vivía en Tijuana se cruzara a San Diego a comprar un videojuego popular. Todos los bienes de consumo inmediato en Estados Unidos empezaron a fluir a México. Así fue como nos llegó la plaga.

 

El niño sádico en el camión le quitó el tamagotchi a otro pobre niño porque quería comprobar algo que había escuchado por ahí: si volteas el Tamagotchi e insertas un clip en una pequeña ranura trasera, el juguete se reinicia. Esto puede parecer bastante inocente, pero no lo es. Reiniciar el Tamagotchi no es lo mismo que reiniciar un videojuego. Ni siquiera uno de los más crueles, como el primer Mario Bros, que no te dejaba guardar la partida. No, lo del Tamagotchi era mucho peor. Este juguete, en efecto, se moría.

 

El niño que sostenía, desconsolado, el tamagotchi muerto, no fue el único niño que perdió a su mascota virtual en la época. La plaga consumió al mundo en una fiebre irresistible de responsabilidad y duelo.

 

¿Pero qué causó todo esto? ¿Cómo nació una idea tan peculiarmente cruel? ¿Qué hicimos para merecer esta locura?

 

II

 

En Mythologies (1953), Barthes habla de la industria cambiante de los juguetes. Primero, en un argumento mucho más personal, se pregunta qué pasó con la madera. Los juguetes se hacían antes con madera. Antes no había juguetes de plástico. Con nostalgia, Barthes recuerda el tacto cálido de los juguetes geométricos, de los bloques y cubos, de los caballos y las espadas de madera.

 

El argumento emocional no se queda, por supuesto, en la nostalgia. Mythologies es un tratado semiótico sobre los mitos de la pequeña burguesía. Con mitos, Barthes se refiere a signos de segundo orden, una resignificación de un signo que se vuelve significante y que adquiere otro significado. Habla de toda clase de cosas. De las revistas que uno ojea en la peluquería, de Marlon Brando, de la lucha libre, de Elizabeth Taylor, etc.

 

Cuando habla de los juguetes, entonces, es para hablar de un cambio ideológico. Con el plástico, el juguete se convirtió en una comodidad masiva, producida en enormes cantidades, todos iguales. Y, en esta mismidad de los juguetes, se insertó la ideología pequeñoburguesa. De pronto, los juguetes no eran una invitación a la imaginación, sino todo lo contrario.

 

Los juguetes, con la producción masiva, se convirtieron en la transmisión preferida de los empleos burgueses. Los niños jugaban a ser soldados, a ser doctores, a ser constructores. Las niñas jugaban a cocinar, a ser madres, amas de casa. Una programación por género para el futuro. Los niños dejaron de ser niños para convertirse en adultos en potencia. Los adultos que una ideología imaginaba con roles perfectamente trazados.

 

Hay una enseñanza en esto. Casi cincuenta años después llegaron los Tamagotchis y se vendieron como una manera de enseñar a los niños sobre cómo cuidar a una mascota y aceptar el duelo. De alguna forma, ésta parecía ser una enseñanza segura, porque digital y abstracta, de enseñarles a los niños algo doloroso, muy real y concreto. Si lo pensamos mejor, ¿qué significa? ¿Qué es lo que verdaderamente causaba el Tamagotchi en la psique de los niños? ¿A qué costo se programa a los niños para ser adultos anticipados? ¿Para vivir el duelo desde temprana edad? ¿Era esto enseñanza o crueldad?

 

III

 

Cuenta la leyenda que Akihiro Yokoi de la empresa WiZ pensó primero en el Tamagotchi al ver un anuncio en el que un niño se iba de excursión con una tortuga. Se le ocurrió, entonces, la idea de diseñar un nuevo tipo de mascota: una mascota portable, una mascota digital. Por supuesto, ya existían algunas mascotas digitales en ese momento. Pero Yokoi quería algo más. Los softwares de mascotas eran demasiado amables con los usuarios. Según él mismo explicó, una mascota no es solamente felicidad. Su extraño cálculo era que, con una mascota, la vida es 30% de cariño y ternura y 70% de atenciones, dolor, y trabajo.

 

Entonces, junto a Aki Maita de la mítica empresa de juguetes Bandai, comenzó a pensar en un prototipo. Esta mascota digital iba a ser un huevo (tamago en japonés) alienígena depositado en la tierra. Su dueño tendría que cuidarlo, quererlo, entrenarlo y alimentarlo para que llegara a un pleno desarrollo. Para hacerlo, debía portarlo siempre consigo (gotchi es reloj en japonés). Este huevo portátil, sin embargo, no era puro refuerzo positivo. Aquí las cuestiones son de vida o muerte y hay una verdadera penalización por fallar en los cuidados de la criatura.

 

Si el dueño lo alimenta bien, lo entrena bien y lo limpia bien, el Tamagotchi crecerá sano y se desarrollará en diferentes etapas hasta que, finalmente, morirá de viejo. Si el dueño no lo alimenta, no lo limpia y no lo entrena, el Tamagotchi no se desarrollará, comenzará a enfermarse y morirá. Todo, pues, está en las manos de un niño que tiene un huevito con una cadena y tres botones para interactuar con su mascota.

 

La idea es brillante. Al menos, desde el punto de vista mercadotécnico. Piénsenlo. ¿Cuánto tiempo al día usa un juguete un niño? ¿Dos horas? ¿Cuatro? ¿Cuánto tiempo al día piensa en él, lo carga consigo, lo piensa, lo sueña, le inquieta?

 

El problema básico al que se enfrentaban las compañías de juguetes es que los niños crecen y crecen rápido. Ese es, finalmente, todo el centro del drama de Toy Story: pensar cómo los juguetes son efímeros, se desechan con rapidez, se cambian por una nueva moda. Ahora no es vaquero, ahora es astronauta. Ahora no son dinosaurios, son superhéroes.

 

Pero la creación de Yokoi y Maita exigía, a través del mismo gameplay, que el niño pensara constantemente en su juguete. Todo el día, al menos, porque durante la noche también duermen los Tamagotchis. No hay escape a la exigencia de este huevo portátil. Si el Tamagotchi suena, tienes que atenderlo. El castigo es tu propia culpa. La recompensa es verlo desarrollarse, presumir sus logros, sentirse orgulloso.

 

Recuerdo bien esos patios de primaria llenos de niños con Tamagotchis. Era una competencia cruel de la que yo no formaba parte. Por caros y adictivos, mi madre me los prohibió. Cuando vi a ese niño llorar en el camión no me sentí aliviado por no tener un Tamagotchi. Al contrario, sentí que debía tener uno. Un sueño imposible para mí, pero presente en todos los niños de mi edad.

 

A la fecha, se han vendido más de 85 millones de Tamagotchis.

 

IV

 

El Tamagotchi fue reemplazado, en la fiebre de los años noventa, por el Furby. Ese engendro espantoso que hablaba un idioma raro y te platicaba cosas fue la nueva tendencia. Era algo impresionante para los niños noventeros que tenían una fascinación primitiva y voraz por la tecnología. El Tamagotchi había muerto, larga vida al Tamagotchi.

 

En su tiempo de vida, sin embargo, el Tamagotchi tuvo un impacto real. El chamaco que lloraba en el camión no estaba llorando por las horas perdidas. Su duelo, siempre fue real. Y los repetidos duelos de toda esa generación fueron reales.

 

Cada vez que un Tamagotchi moría, aparecía su tumba y un pequeño fantasma (en la versión japonesa) o un angelito volando por los cielos (en la versión estadounidense). En todo caso, a pesar de que podías reiniciar el juego con el mecanismo trasero o apretando los botones A y C, el nuevo Tamagotchi que aparecía no era el mismo. Algo había expirado realmente, algo se había perdido.

 

Bandai, entonces, en esos años, utilizó el miedo a la culpa y el dolor del duelo como un incentivo para vender juegos y crear una dependencia en niños. Las lecciones sobre la vida, la muerte y la responsabilidad no fueron el principal enfoque en este multimillonario negocio pop. Y, por eso, funcionó maravillosamente bien.

 

V

 

Tal vez la genialidad cruel de este negocio puede informar sobre la relación que tenemos con los animales. Al recordar a los niños presumiendo sus Tamagotchis en el patio de primaria mi mente se fue a Philip K. Dick. En particular, pensé en Do Androids Dream of Electric Sheep? porque ahí hay una reflexión aguda sobre nuestra relación mercantil con los animales.

 

En la novela de Philip K. Dick, más famosa por haber dado, superficialmente, el argumento de Blade Runner (1982) -y, espiritualmente, el de la secuela de Villeneuve-, la gran mayoría de los animales en la tierra se han extinguido. Al mismo tiempo, para los habitantes maltrechos de este páramo polvoso, radioactivo y desolado, el máximo consuelo está en una nueva religión. Esta religión une a todos los humanos que quieran seguirlo, a través de consolas personales, para que sufran con él un martirio común. El mercerismo es una religión de empatía.

 

Los principios del mercerismo dictan que se cuiden los animales que quedan. Todos deben ayudar a salvarlos. Los animales, inmediatamente, por el simple hecho de un dictum religioso, se convierten en comodidad. Todos quieren tener uno para cumplir con la religión. Se compran en tiendas, se describen y valúan en catálogos. La religión pasó de sugerir un concepto empático a formar un negocio. Los más ricos tienen animales, pero los que no pueden tenerlos, optan, antes de sentirse ridículos con sus azoteas vacías, por comprar animales sintéticos.

 

Estas ovejas eléctricas son idénticas a las ovejas reales. Las empresas que las fabrican dan mantenimiento técnicos con reparadores disfrazados de veterinarios. Ni siquiera un ojo experto podría distinguir la copia de la original. Rick Deckard tiene una oveja eléctrica y sueña con un animal real. Al mismo tiempo, siente culpa porque su trabajo es eliminar androides. Hay una empatía por la oveja eléctrica como la hay por los humanos sintéticos. ¿Dónde se detiene entonces la empatía? ¿Dónde se detiene la identificación?

 

El niño que lloraba en el camión, como Deckard, sentía una identificación real por el Tamagotchi. Pero también tenía, como Deckard, una relación mercantil con su mascota. Es algo que se presume, algo que cuesta, algo que se tasa y se valúa. Es algo para mostrar en el patio o en la azotea a los vecinos.

 

El Tamagotchi, como la oveja eléctrica de Deckard muestran, más allá de las crueldades del futuro o del presente, que seguimos considerando a los animales, incluso al borde de la extinción masiva, como bienes de consumo, algo que se compra y se vende. Algo con lo que se negocia la culpa de una religión o la mercadotecnia de una compañía de juguetes.

 

Si los juguetes de la ideología contemporánea, como decía Barthes, hacen siempre del niño un adulto potencial, el Tamagotchi, en su momento, mostró que el adulto potencial también se entrena para tratar al mundo -y a todos los seres que lo habitan- como un negocio despiadado.