Siempre es 1966 en el norte //Luis Enrique Castellanos//
Luis Enrique Castellanos retrata minuciosamente a través de sus personajes cómo el fracaso de la voluntad del hombre resulta en un vacío inexpugnable. Estos son seres derrotados cuya condición de angustia y conflicto se revela en una reflexiva inacción; como una versión actualizada y trágica del “Bartleby”, de Herman Melville: un hombre encerrado que no toca la guitarra, una mujer atrapada entre ruinas y sin posibilidad de rescate; un ladrón que en un paradójico acto de compasión decide quitarle la vida a un hombre y un borracho que no consigue jugar futbol. Siempre es 1966 en el norte nos cuestiona sobre la capacidad real del ser humano para conseguir y preservar lo que desea.
Un adelanto:
El paseo
La primera vez que ella entró a casa de Damián Figueroa sonrió apretando la mandíbula, como para disimular el vértigo que le oprimía la boca del estómago.
Minuciosa, dejó la bolsa en el único mueble que había en la sala para no verle la cara al momento de saludarlo, ni siquiera para mantener la compostura, que a esas horas de todos modos ya había perdido; más bien para no echarse a llorar en ese departamento detenido en el tiempo que habitaba aquel desgraciado. Cuando se atrevió a levantar la mirada preguntó si podía fumar, aunque ya había visto un cenicero; cortesía exagerada, al modo del tacto exacerbado de los funerales. Damián asintió mientras secaba un vaso; ella encendió el cigarro y se recargó en la mesa, un brazo doblado sobre su abdomen y el otro doblado también, pero verticalmente: el cigarro le quedaba tan cerca que podía sentir el humo en la mejilla.
Fumando, miró el perfil de Damián servir vodka en el vaso y tomar un largo trago de la botella. Le vio la barba manchada de gris; el cabello, una maraña que le forzaba un aspecto primitivo y que caía hasta esos ojos endemoniadamente cansados, con surcos tan profundos debajo que era difícil pensar que fueran ojeras. Sus movimientos eran automáticos y lentos; se tomaba mucho tiempo para hacer cualquier cosa: cerrar la botella, colocarla bajo la barra, como si jamás fuera a tener prisa de nuevo por nada ni nadie. Trató de hablarle, pero aquella figura demacrada ahogó el sonido en su garganta; prefirió entonces seguir observando a la lastimera silueta traerle un trago.
El departamento era un lugar lúgubre. En las paredes quedaban rastros de lo que alguna vez fue pintura blanca, ahora desgastada y marchita; eran muros vacíos, sin un solo cuadro o fotografía. La estancia tenía un par de taburetes maltrechos en la barra de una cocineta improvisada y la mesa de la sala; no había sillones, sillas ni un librero o un televisor: era un espacio alumbrado por el pequeño foco de luz anaranjada que se movía de manera pendular. Con solemnidad, Damián colocó el vaso frente a ella, dio media vuelta y caminó despacio hacia el cuarto, arrastrando los pies descalzos. Ella había estado en sitios terribles muchas veces, lugares con jeringas usadas y cucharas gorgoteantes, con hongos en las paredes, con olor a carroña; casonas mugrientas con multitudes vociferantes, habitaciones con sangre en el piso, casas abandonadas. Pero nunca en un lugar con tal pesadumbre que le hiciera casi imposible moverse hacia el cuarto.
Cerró la puerta y encontró a un guiñapo sentado desnudo en la orilla de la cama, mirando el suelo. Por unos instantes pensó en las ocasiones que había visto a Damián en el burdel. Cada jueves, sin falta, entre idas y vueltas con los clientes, por un momento fijaba la mirada en el vago pegado a la barra; de las personas de la casa, esa figura de gabardina parecía la única inmóvil, siempre en silencio, siempre agachada. Refugio le contó una vez: “Ése de la barra es Damián, viene desde siempre, desde antes que tú o yo trabajáramos aquí. Al principio creíamos que era tarado, nunca hablaba ni rentaba a nadie, nomás se sentaba a chupar, pero después nos enteramos que está así porque se le murió su familia, se le quemó la casa con todo mundo adentro, mujer, hijos y hasta el padre. Viene aquí porque era cuate de don Cirio, que antes era el cantinero y le regalaba los tragos, pero cuando metieron a Cirio a la cárcel, éste siguió viniendo y se los siguieron regalando. Nos acostumbramos a tenerlo ahí sentado”.
Desde que escuchó el relato de Refugio resolvió acostarse con el tipo, más que nada por conmiseración. Le costó convencerlo: tuvo que prometerle que no le iba a salir caro y que, es más, ella iba a su casa.
Se quitó la ropa sin ninguna prisa frente a Damián y se acercó tranquila, como ofrenda de paz. Él pegó la oreja a su vientre y le rodeo la cadera con los brazos. Ella colocó las manos en sus sienes, se inclinó un poco para darle besos pausados en la cabeza y lo recostó con mucho cuidado, como si pudiera romperlo, sobre el colchón.
Entonces, con una ternura poco frecuente, lo besó en los labios y en el mentón. No necesitó decidirse a escalar ese hombre-muro. Ya estaba derrumbado.
Comenzó a pasear por aquel baldío, con tacto continuo y delicado. Recorrió los vestigios de esa tierra seca, de esa ciudad en ruinas empapada por una lluvia obscena y trepidante, pesada, no suficientemente líquida, más bien oscura y viscosa, como si el cielo goteara chapopote; una furia torrencial que la convertía en rapto, en lentitud, que la obligaba a deslizarse por los restos de vida bajo sus senos, bajo sus piernas en movimiento.
Siguió andando los escombros desnuda, besando, rasguñando los despojos con sus uñas de puta, de mujer misericordiosa; con paso firme, alcanzó a ver, más allá del centro, una figura que se iba agrandando conforme ella se acercaba, hasta encontrarse con una estatua erguida, la única cosa de pie en el enorme destrozo.
Una vez encima, tomó a Damián del cuello y empezó a mover la pelvis rápidamente, enérgica. Escuchaba sus propios ruidos y se perdía en la excitación, en ese impaciente estropicio, ese caos.
Movió la cabeza y miró fijamente a Damián. Ya con la respiración pesada le sostuvo la mirada y fue como ver un abismo. Se sintió caliente, hirviendo, tanto, que casi pudo sentir ardiendo a la mujer de Damián, a los hijos y al padre quemándose vivos en llamas infranqueables, llamas que apresaban. Entonces, el cuerpo bajo ella fue transformándose en un vacío, un vacío como el departamento, como el cuarto con nada más que un colchón sobre una base de cemento, en un hoyo negro que consumía todo: las cenizas de una casa, el burdel, la mesita de la sala, hasta la intermitente luz naranja que se escurría por debajo de la puerta, todo lo extinguía ese agujero oscuro del que era imposible huir; no quedaba nada excepto esa estaca que aferraba con su pubis, que evitaba que la consumiera la oquedad, que impedía el vacío absoluto.
Eligió no quedarse a contemplar la espalda indiferente. Se vistió sin prisa; mientras, Damián se incorporó moviendo la cabeza ingenuamente, buscando con qué retribuirle el simulacro de compañía, pero aún atrapado en su propia insolvencia.
Desde la puerta, ella le vio la miserable cara de hombre sin pasado, sin presente, desprovisto, sin el más mínimo rastro de promesa. Antes de cerrar, antes de dejarlo en ese cementerio con una mesita en el centro, sonrió y le dijo: “Me pagas luego. Pero me pagas”.
En la calle, revolvió su bolsa y sacó un espejito.