Sábanas sin lavar
La escuché decir que así era mejor, que la belleza debía morir joven para poder permanecer. Que si los bellos envejecían, poco a poco descubriríamos que no eran perfectos, y nadie quiere eso; hay que recordarlos grandes, hermosos.
Qué gran y absoluta estupidez. Es una idiota.
Queríamos salir. Conocer, a lo mejor no el mundo, pero sí muchos lugares. El poco dinero que teníamos lo habíamos ahorrado desde hacía mucho tiempo para cuando fuera el momento adecuado. Escapar. Eso decía él. Lo repetimos tantas veces que terminé por creerlo. ¿De qué o de quién? No sabíamos. Había que hacerlo, no parar de movernos, porque es sabido que la tristeza siempre va detrás de ti, a veces a diez kilómetros, a veces a metros, pero siempre con paso firme. Así que todo el tiempo pensábamos en irnos, en simplemente partir un día, y para eso necesitábamos dinero, porque en este mundo solo consigues largarte si tienes los recursos para moverte.
Cada que podíamos nos encerrábamos por la noche en alguno de los cuartos. En mi casa había que ser silenciosos, pero en la suya parecía no importar tanto. Nos quedábamos juntos y siempre había una sensación de festejo. No parábamos de tragar porquerías: pizza, hamburguesas, tacos, hot dogs; solo una vez tuvimos la brillante idea de hacernos un huevo. Subimos de peso, pero no nos importó, pues nos imaginábamos que las largas caminatas que hacíamos juntos compensaban tanta harina y tanta grasa en nuestro cuerpo. Además, solo lo hacíamos cuando podíamos compartir la noche.
Cerrábamos las cortinas. Las de su cuarto eran tan gruesas que al principio parecía que estábamos en completa oscuridad, como si el universo nos hubiera tragado y escupido en un lugar sólo para nosotros, al que ni la luz era capaz de penetrar. Nos deslizábamos y comenzaban los besos, las caricias y las mamadas. Nadie se la metió a nadie jamás, no porque no quisiéramos, más bien creo que nos daba miedo que doliera. Habíamos escuchado, y por supuesto visto, el placer que, una vez acostumbrados, podíamos obtener, pero no nos animábamos a dar ese paso. Pero una lengua es un regalo del cielo, de la naturaleza o de lo que sea que nos haya puesto aquí. Si el placer de un pene cogiéndote es como un trueno, el de una lengua queriendo entrar en ti es como una canción.
Ya fuera cuerpo, culo o pene entre los labios, el mundo se iba abriendo. Los ojos comenzaban a comprender la oscuridad, distinguiendo las siluetas, las sonrisas, los destellos de los dientes. En medio de la oscuridad, nuestras cogidas eran un pequeño génesis en el que poco a poco se iba haciendo la luz. Nuestras miradas se iban acostumbrando a esos chispazos que venían desde el mundo exterior, o a lo mejor desde nosotros. Nunca he comprendido la vida mejor que en medio de esa penumbra.
En el cuarto de al lado, seguro que ella nos escuchaba, claro que lo hacía, no puede ser de otra forma. La primera vez que le deslicé mi lengua desde los testículos hasta el ano en un movimiento, gimió tan fuerte que había que ser prácticamente sorda para no darse cuenta. Y ella nunca fue tonta. Nunca. Las sábanas y almohadas quedaban entre cafés y amarillas por el sudor, la saliva y la mugre que acumulábamos durante el día. Teníamos esos pequeños paraísos y aun así queríamos escapar, decir “a la mierda, nosotros no queremos ser un ejemplo de nada para nadie”.
Lo bueno de los sueños que no se cumplen es que siempre puedes pensar que si los hubieras perseguido, habrías tenido éxito…
¿A dónde íbamos a irnos? ¿Cuánto tiempo? ¿Y si después de dos meses o dos semanas juntos a toda hora descubríamos que ya no era lo mismo y en realidad todo estaba en nuestra mente?
Tal vez ella lo sabía y por eso no se entrometía, nos dejaba vivir engañados, a puerta cerrada, imaginando que, si no el amor, por lo menos el cuerpo podía ser el reino de lo absoluto, de lo verdadero. Tan verdadero que, aunque el orgasmo solo dure unos segundos, deja un tatuaje en la memoria. Tan verdadero que sólo sobrevive a esa burbuja de tiempo-espacio en la que dos que se quieren se tocan. Ella debió tenerlo claro, y por eso nos aguantaba. Por eso nunca preguntó sobre las manchas de fluidos en la cama. Ni por el olor que salía de nuestros cuerpos al momento de ir al baño.
Estoy seguro de que se dio cuenta del odio que causó en mí cuando la escuché decir que así era mejor. Que la belleza debía morir joven para poder permanecer. Que si los bellos envejecían, poco a poco descubriríamos que no eran perfectos, y nadie quiere eso; hay que recordarlos grandes, hermosos.
Estúpida. ¿Por qué no lloraba igual que yo? No se lamentó de ya no encontrarlo al abrir una puerta ni de habernos quedado sin un quinto al despedirte. Solo estuvo callada, casi borrándose. La idiota me daba mi espacio, igual que siempre.
Escapar. Así se sentía este odio a todo. Darte cuenta de que la desdicha estaba mucho más cerca de lo que siempre supusiste. Que, aunque se viera a cien metros, con un simple pasito podía meterse en tu camino.
Escapar.
Me levanté de golpe. No como una canción, sino como un trueno. Y justo cuando estaba por largarme, ella lo dijo:
–Puedes quedarte si quieres. No he cambiado las sábanas. Siguen oliendo a ustedes.
Lo hice.
…
Y era verdad.