Defensa de los libros (aburridos)
Lo he escuchado en los salones de clase, en las conversaciones y reclamos. Si leer es una actividad que poco apetece a algunos es porque, según dicen, resulta muy aburrida dado que no tiene los efectos especiales del cine, los colores vibrantes de los videojuegos o la experiencia física a la que nos someten tantas otras ocupaciones. Eso arguyen quienes nunca han encontrado algún aliciente en los libros, pero incluso ciertos lectores suelen reprocharles a los textos algunos defectos asociados con el tedio: detestan las enumeraciones largas (dignas del Antiguo Testamento), les repelen las palabras raras (en desuso), desestiman referencias que desconocen (pues resultan casi crípticas). Rechazan, para decirlo pronto, los obstáculos.
Entiendo que resulte sencillo asociar la diversión al ocio y la satisfacción rápida. ¿No es ése, hoy mismo, el camino más al alcance? Somos particularmente intolerantes con el aburrimiento casi al punto de desconocerlo, pues los teléfonos se han convertido en apaciguadores que nos regalan gratificaciones instantáneas. No obstante, cuando los días (más ahora que nunca) se suceden uno tras otro con una monotonía pasmosa, con el mismo sonsonete del reloj, leer esos libros aburridos tan ajenos a nosotros parece la mejor manera de acceder a un ritmo distinto que corte de tajo con la uniformidad insípida. Poner un pie en otro mundo ayuda a descansar del propio, verlo con frescura. Pensar con otra cabeza acalla ese rumor mental que se vuelve pesado si no es interrumpido por una voz diferente.
A manera de ejemplo confesaré que encuentro muy divertido husmear en los libros no literarios de épocas pasadas. Me da la sensación de colarme a donde no pertenezco, como ese reflejo involuntario que los curiosos solemos tener al asomarnos por las ventanas de una casa con las luces prendidas. Los libros viejos son tesoros para comprender otras costumbres. El Manual de Carreño (Venezuela, 1853) es una lectura inagotable, su deficiencia estriba en que no se le puede leer de una sentada, pues se corre el riesgo de experimentar ataques de pomposidad, buen gusto y refinamiento. (Ninguna de esas tres cosas se las deseo a nadie). Nunca dejará de sorprenderme que codifique con tal minuciosidad las interacciones humanas al punto de parecer, más bien, un código penal. En el apartado sobre la etiqueta del baile señala: “No es lícito a un caballero invitar a bailar a una señora con quien no tenga amistad; a menos que el afecto se haga presentar ocasionalmente a ella, en la forma que quedó establecida en el párrafo XII de la página 167”. Para aprender a ligar, el joven lector tiene que regresar sesenta páginas. Qué falta de decoro, me gustaría decirle a su autor.
Manuel Antonio Carreño advierte de los deberes morales, aseo general, arreglo interior de la casa, temas de conversación, duración de las visitas, banquetes, entierros, compostura de la mesa, juego… Incluso señala la forma más conveniente de levantarnos por la mañana: “Guardémonos de entregarnos nunca al rudo y estéril placer de dormir con exceso, y no permanezcamos en la casa sino por el tiempo necesario para el natural descanso”. Agrega posteriormente: “es signo de mal carácter y muy mala educación, el levantarse de mal humor”. Me pregunto qué pensaría de nuestros hábitos. Aún con más intriga, me gustaría saber cuáles son los textos que damos por sentados ahora y que resultarían motivo de risa o asombro para un ser humano de otro tiempo.
En los libros que parecieran condenados al hastío (manuales, catálogos, crónicas, ciencia antigua, hagiografías, tratados, gramáticas) hay una potencial lectura vívida. Permiten satisfacer la curiosidad ávida de otros territorios, se puede jugar a leerlos como si fuesen literatura. De hecho, bajo una premisa similar la magnífica Wislawa Szymborska mantuvo durante muchos años una columna de reseñas que redefinen el género mismo por su capacidad inventiva. Con el ingenio que la caracterizó, se propuso el ejercicio de escribir sobre los libros que jamás interesarían a la crítica: modelos de redacción, de divulgación científica, históricos, pseudociencia (Piedras preciosas: embellecen y sanan), diarios, superación personal (Cómo dejar de preocuparte y empezar a vivir). Más que hacer resúmenes o juicios críticos, sus textos se convirtieron en reseñas de su propio acto de leer: habla de las ideas que le detonaban, lo que le hubiera gustado que se incluyese o, incluso, boceta libros inexistentes que le encantaría encontrar alguna vez.
(En sintonía con la autora polaca, hace poco descubrí que un poeta mexicano al que admiro mucho se decidió a reseñar el máximo libro de consulta: “Esta inquietante obra titulada Diccionario de la lengua española es una obra bastante conocida, escrita por diferentes autores. En la mayoría de las ediciones el contenido está distribuido a doble columna y, aunque parezca muy tradicional en su formato, es una obra muy transgresora: no hay un orden específico para leerla, ustedes pueden pasar libremente de la página 50 a la página 324, luego regresar a la 126″).
La reseña de imaginación nos recuerda que la lectura es también un acto creativo. No sólo recibimos mensajes dictados por otro, sino que nos convertimos en interlocutores, estamos insertos en un diálogo. Leer es conversar. (Quizá por eso el ensayo, el género platicador por excelencia, se vuelve una manifestación por escrito de esa misma voluntad: no sólo absorbe, sino que crea; resignifica las voces de los otros).
¿Qué libros nos faltan por explorar y traer a la conversación? ¿Qué otros textos viven aún ocultos entre paréntesis? La mejor razón para lidiar ingeniosamente con nuestro aburrimiento es que puede devenir en un hallazgo. Hay un placer gozoso en inventar la literatura, disfrutarla como un juego; descubrir que incluso en la prosa más estéril el paso del tiempo ha comenzado a revestir a las palabras con un sutil halo de fantasía.