Rock y literatura argentina reciente
Argentina es sinónimo de fervor. Por las calles de Buenos Aires transitan los viejos fantasmas de su pasado europeo, mientras la arquitectura sufre la voracidad de la clase política y los banqueros. ¿Se saben latinoamericanos en Argentina? La guerra de las Malvinas representó un punto de inflexión en su historia reciente. Las dictaduras prohibieron cualquier influencia de sus oponentes británicos y sus aliados estadounidenses. Forzadamente se dio un estallido de la cultura nacional; tan sólo un retador Charly García era capaz de inventarse arengas que pedían no bombardear Buenos Aires mientras los chicos escuchaban a The Clash.
Durante muchos años, los argentinos han dejado en claro que a ciertas cosas hay que tenerles respeto: “la pelota no se mancha”. De la misma manera que los hinchas del futbol, los seguidores del rock nacional construían altares para los santones eléctricos. Pese a las altas y bajas en la calidad, el rock hecho en Argentina siguió adelante tras el extraordinario envión que trajeron consigo los ochenta. Los conciertos aportaban importantes ingresos, más allá del retroceso de la industria discográfica, golpeada por la piratería y las constantes crisis económicas. Desafortunadamente, el 30 de diciembre de 2004 tuvo lugar uno de los acontecimientos más funestos en torno al género: la sala de conciertos República Cromañón se incendió, debido a unos fuegos artificiales y la mala infraestructura, con un saldo de casi doscientos muertos y más de mil heridos. La desafortunada actuación de Callejeros provocó un cisma con las autoridades y el cierre de muchas salas, boliches y centros culturales. Se redujeron al extremo las posibilidades de tocar en vivo en la capital. El rock argentino debió reinventarse una vez más.
De forma paralela al rock, desde mediados de los noventa corría la escena de la música electrónica que trajo consigo los grandes raves y los años dorados de las discotecas de lujo. Se desarrollaba una vivísima corriente en torno a la cumbia, conocida en la periferia como villera, que también provocó una versión electrónica más cercana al tecno de vanguardia. En distintos momentos, el rock se entrecruzaba con estas expresiones y con otras tan populares como el tango y la canción folklórica.
Lo anterior dificultó el relevo generacional. Las grandes figuras seguían siendo asuntos de masas, mientras que las nuevas generaciones buscaban en internet y las redes sociales las plataformas para abrirse camino. El rock argentino, acostumbrado a ir contracorriente, mantener su espíritu underground y a la vez estar cómodo en los grandes estadios, encuentra formas de adaptarse a las circunstancias y le ha costado mucho obtener legitimidad como fenómeno cultural; las instituciones le dan importancia porque saben reconocer su arrastre popular, pero continúan denostando su valor. Entonces, ¿los nuevos escritores se han sentido atraídos por el rock para construir sus historias?
Nadie puede negar la representatividad que ciertas figuras icónicas tienen en el entorno social. Cuando el pasado 4 de septiembre falleció Gustavo Cerati podía pensarse que era pronto para abordar su figura desde la ficción, pero Vera Fogwill —hija de Rodolfo Fogwill— había publicado un año antes Buenos, limpios y lindos, una novela protagonizada por una fan obsesionada con el cantante de Soda Stereo. Poeta y con un hijo de cuatro años, la seguidora se encuentra en una especie de estado de coma, un extraño limbo que la convierte en una potente narradora que —sin hablar, moverse ni comunicarse— logra un gran sentido a las cosas.
Vera, cineasta, dramaturga y actriz, cuenta una historia que se adentra en una experiencia similar a la que experimentaba el autor de “Bocanada”. La primera novela de la artista resulta en más de un sentido conmovedora y trae consigo una interesante anécdota que compartiera con Radar, el suplemento del diario Página 12:
Una amiga que vive en París hace treinta años leyó la novela antes que nadie. Años más tarde, viene a Buenos Aires y se sorprende cuando ve un disco de Cerati: “¿Cómo? Pensé que era un invento. No sabía que existía este músico y ¡todo eso es verdad!”. Sí, todo es verdad, la novela está cargada de verdades y quién sabe, algún día será un libro de historia. Yo no inventé nada, transcribí ciertos hechos, ni siquiera puedo decir que la escribí. Fue un sueño intervenido por la realidad de este mundo, que tristemente convierte horrores inventados en realidades universales.
Es así como desde la distancia se puede recrear el entorno de un músico, pero por otro lado también puede escribirse desde el oficio mismo, aun siendo una figura de masas.
Tras su experiencia en la dirección cinematográfica y con una marcada tendencia para asumir proyectos muy demandantes, Fito Páez, estrella rosarina del rock, decidió crear una historia de largo aliento centrada en el amor loco y desmedido de un exitoso artista por una toxicómana alternante de la vida bohemia. A través de Féliz Ure, Páez hace un homenaje al director de teatro Alberto Ure, pero plaga su narración de posibles conexiones autobiográficas o de desplantes locos, al estilo de Charly García.
La puta diabla tiene en su centro a un personaje de cine, música y teatro que tira todo por la borda y desciende al mundo de los desposeídos para redimirse sin querer. Fito se da vuelo y cuenta muchísimas cosas hasta lograr una prospección futurista en donde la capital queda devastada por una megatormenta en 2018. Hacia el final de la obra, busca sacar lo peor de la clase política a través de una broma lisérgica en colectivo.
A la postre, uno de los artistas más completos del cono sur conversa con el periodista Martín Pérez y deja bien delineadas sus intenciones con esta primera novela:
«Porque si bien el libro es en parte un ensayo sobre el amor y la pasión, terminó siendo una manera de entender ciertas tensiones sobre mi madre. Aun cuando, decididamente, no se trate de una novela autobiográfica. Por más que pueda parecerlo por ciertos detalles».
La puta diabla se editó en Mansalva, una editorial pequeña y arriesgada que dirige Francisco Garamona, otro músico que escribe. El mismo Garamona acaba de publicar, con el sello Nulú Bonsai, Mi primera banda punk, una colección de poemas en prosa que ha tenido distintas versiones. Los sentimientos (2014) es el sexto disco de Garamona y como poeta ha publicado en iniciativas de muy distintas envergaduras. Es un incansable animador del underground y ha formado parte de varias bandas desde los quince años. Sus poemas suelen ser directos y confesionales; en uno de ellos puede leerse: “¿Te acordás de ese que escupió sangre sobre el público/ en un recital en Villaguay?/ Bueno, era yo, pero no quise decírtelo cuando te conocí”.
Pero no sólo en la escena alternativa se reivindica al punk; hay quien puede aprovechar el envión de la fama para dar a conocer su propuesta escritural. Flavio Cianciarulo, bajista, compositor y cofundador de Los Fabulosos Cadillacs, da continuidad a Rocanrol, canciones sin música (2006), la novela The Dead Latinos (2009) y Crónicas del León (2008), con una serie de cuentos que se instalan en su Mar del Plata natal. Surfer Calavera (Piloto de Tormenta, 2014) apela a la literatura fantástica y de misterio, pues no sólo aparecen sus habituales rockers y skinheads sino también una amplia galería de zombies, vampiros y una que otra alma en pena. El punto de partida es presentar una ciudad completamente distinta a los clichés que explota la industria turística.
Algo que tal vez sea muy pronto para analizar es Electrónica (Interzona, 2014), la tercera novela del periodista Enzo Maqueira, que abre la puerta para recrear los años de los grandes raves en Argentina. La obra profundiza en la cruda existencial que sobreviene a una mujer de treinta años una vez que se enamora de su alumno de dieciocho, redefiniendo las relaciones sentimentales, las amistades y costumbres. El escritor Washington Cucurto no se anda con medias tintas y asevera: “Esta es la gran novela de la clase media argentina semi-culta y universitaria”. Es un libro que plasma el desencanto de una generación que ve cómo el gobierno es incapaz de ofrecerle opciones para sacar adelante la vida. El país parece sumergido en una permanente disfunción.
Este es apenas un esbozo del vínculo intenso entre música, rock y literatura en Argentina. La intensidad con que se viven los conciertos, la clarividencia de las canciones y su entrecruzamiento con los acontecimientos más importantes de la vida pública hacen que siga siendo una veta llena de garra e intensidad. Un conjunto que es difícil de concentrar en este espacio y que nos lleva a recordar a Gustavo Cerati y la letra de “Lago en el cielo”, la última canción que tocara en vida: “El tiempo es arena en mis manos”. A veces no hay oportunidad de abarcarlo todo.