Resurrección
En los días que siguieron inmediatamente a la muerte de Rubén Bonifaz Nuño releí sus Calacas, que ya me habían divertido y maravillado en 2003, cuando las publicó El Colegio Nacional. Sus bravuconadas, increpaciones y burlas contra la muerte me tenían reservado, para el momento de la relectura, un valioso hallazgo: “aunque aprendí lo que es ser joven, / aburrido de morir, quisiera / que algo me tornara a dar la vida”. En otras palabras: Bonifaz Nuño, aunque viejo y enfermo, no se decía cansado de vivir, sino “aburrido de morir”, y mantenía viva la esperanza de la resurrección.
No me refiero, desde luego, ni a la esperanza teologal ni a la resurrección cristiana. Estoy hablando de un anhelo ecuménico de resurrección: el renacimiento efectivo, literal, que desea quien teme morirse para siempre. Ni más ni menos que mandar al demonio a la maldita calavera. Varios tópicos de las letras antiguas y clásicas expresan formas análogas de resistencia y lucha contra la muerte. Tanto el extendidísimo amor post mortem como el horaciano non omnis moriar, caro a Gutiérrez Nájera, ponen de manifiesto la comprensible fe de quien, rechazando las crueles evidencias de la extinción total del individuo, busca en la emoción y la belleza un refugio desesperado. En términos literarios, es en este contexto donde, más allá del significado religioso que pueda concedérsele, se inscribe la historia evangélica de Lázaro.
En plena guerra española, el 10 de noviembre de 1937, César Vallejo fechó uno de sus mejores poemas: “Masa”, recogido en España, aparta de mí este cáliz. Es el relato ejemplar de un combatiente muerto en la batalla. No habiendo resucitado ante la súplica de un hombre que le dice: “¡No mueras, te amo tanto!”, ni ante otros dos, ni ante “veinte, cien, mil, quinientos mil”, ni ante “millones de individuos”, el soldado reacciona finalmente ante la súplica común de todos y cada uno de los hombres.
Tan sólo en castellano, la lista de poetas modernos que han evocado la resurrección de Lázaro, de Jorge Guillén a Luis Cernuda, de José Ángel Valente a José Carlos Becerra, es imponente. María Victoria Atencia, en su libro titulado El coleccionista, reinterpreta el pasaje desde la perspectiva de los otros, el inmenso nosotros de todos los que no conoceremos la suerte del resucitado: “Por fiebres o despechos / o aquella agua del pozo / después de la faena, / tuvimos nuestra muerte / desde siempre aguardándonos. / Sólo tú, sacudido / del frío de la piedra, / eres confuso aquí. / Dinos en qué momento / fue la tuya, si luego / o antes del estirón / sentido en los tendones”. Por su parte, Luis Cardoza y Aragón (en cuyo nombre figuraban, ordenadas, todas las letras de la palabra Lázaro, que por lo tanto podría considerarse una especie de acrónimo) hizo del resurgimiento de la carne una conquista exclusiva de los amantes: “Contigo quiero derrocar la muerte / Con tu abrazo sin lindes / Dormida a mi lado soñando como un río / […] Codicio estar despierto / Los párpados cortarme de mis ojos abiertos”.
El interés de Cardoza y Aragón por la figura de Lázaro es, de cierto modo, el mismo de Jorge Fernández Granados, que publicó en 1995 un libro llamado Resurrección. La victoria sobre la muerte, para Fernández Granados, también es potestad intransferible de los amantes. Del “fino fermento de la luna” los enamorados destilan “una oración / que [les] da, grávidos de muerte, su pureza más atroz”.
Discípulo sutil de Bonifaz Nuño, Fernández Granados concibe una forma estrófica (en su caso, una octava de rimas asonantes y versos de diecisiete sílabas) que, dispuesta en cuatro secuencias de doce momentos cada una, le sirve para ejecutar el poemario en su conjunto. Tal vez en la métrica y la estructura general de Resurrección haya claves herméticas en espera de ser descifradas (como las hay en La flama en el espejo y As de oros, de Bonifaz). O tal vez no haya nada que descifrar y todo quepa en un puñado de palabras: “No me acompañes a la muerte, carne”.