Realidad interrumpida: estrategias de lo teatral fuera del escenario
En este artículo, Verónica Bujeiro revisita cuatro proyectos que llevan al evento teatral fuera de sus recintos tradicionales y que, al irrumpir en la cotidianidad, se replantean la función de la dramaturgia, al mismo tiempo que hacen patente el hecho de que el teatro es un arte del presente.
Teatro: esa palabra tan manida por la cotidianidad, dentro de su zona defiende un uso muy particular y específico; delimita un territorio absoluto, en donde sus códigos y convenciones juegan con la realidad a manera de ilusión. Pero ese uso cotidiano del término parece en ocasiones reclamarlo de vuelta y, en el claustro de sus cuatro paredes, invisibles en el negro de la caja y el fulgor de las luces, se enardece un ánimo de encontrar la salida de emergencia para mezclarse con todo aquello que imita, y así reinterpretarse más allá de sus limitaciones espacio-temporales, como un fenómeno complejo y vivo que se sabe capaz de crear en el aquí y el ahora esa materia extraña que dota a las cosas y a los acontecimientos de sentido.
Es de todos conocido que el teatro sucede dentro de un espacio que separa claramente a aquel que acciona del que mira, implicando que bajo ese estado de convivencia se dibuja una línea invisible que permite una momentánea suspensión de la realidad, en la que el que se asume como espectador se someterá a la promesa de obtener algo que puede definirse como entretenimiento, en tanto el término apela a salir de uno mismo. Hablar de la irrupción del evento teatral en espacios diferentes a los habituales también evidencia sus convenciones: ver cómo éstas se recrean fuera de su espacio de confort y legalidad institucional, replanteando su uso y función dentro de una sociedad y tiempo determinados.
El juego que establece la intervención o invasión de espacios en la práctica teatral contemporánea se relaciona íntimamente con el concepto social y político de la ciudad, pues es justamente un intento por revirar, analizar e incidir en la monotonía y el anonimato del espacio y de las personas, lo que será la materia prima con la que el teatro establecerá códigos de emergencia en los que se pueden plantear cuestionamientos que apuntan a los modos y formas de producción estética, pero que pueden ir más allá cuando se aparta la ilusión calculada para encarar directamente un acontecimiento social.
Es el caso del trabajo que presenta el colectivo mexicano Campo de Ruinas, un grupo de jóvenes universitarios de teatro y otras disciplinas, quienes ante la problemática de la desaparición de personas en México —de la cual algunos de sus mismos compañeros han sido víctimas—, y a partir del testimonio de los familiares de los desaparecidos, desarrollan ¿Qué estamos haciendo los jóvenes por desaparecer? (2013-2014). Este trabajo, orillado por su material de base, decide buscar una forma que no puede de suyo encerrarse dentro de los límites acostumbrados y que busca, mediante la representación en espacios —como casas en ruinas y centros culturales—, un acercamiento sin códigos de ficción que afecten al espectador, involucrándolo de lleno con el estado de emergencia en el que actualmente vive nuestro país, mediante la representación plástica y escénica, en una serie de habitaciones, del vacío, de la ausencia y la desesperanza, pero que también hace un llamado a luchar como sociedad por una realidad mejor.
El trabajo de este interesante colectivo mexicano apunta a que, cuando el teatro toma la ciudad como escenario, aquel rol pasivo de quien establece un contrato tácito al comprar una entrada y sentarse a mirar sin capacidad de participación, adquiere una potencia de riesgo e incertidumbre que le permite no sólo ganar un rol activo, sino también, más allá de la representación, patentizar una sintomatología que nos habla de la capacidad de asombro e indiferencia que poseen las sociedades en las que vivimos.
El proyecto Filoctetes (2002), del director y creador escénico argentino Emilio García Wehbi, dispuso en distintos puntos de la ciudad de Buenos Aires a veinticinco muñecos hiperrealistas que, como el personaje mítico, representaban a aquellos expulsados y marginales de la ciudad. El cometido de la acción escénica se centraba en ver la reacción de los transeúntes ante estos seres: algunos respondieron con indiferencia, solidaridad o indignación al descubrir que se trataba de una farsa, pero al final removieron crisis y afecciones históricas y contemporáneas de la sociedad bonaerense.
La acción de Wehbi permite observar la contingencia de verse fuera de la típica zona de relación y encuentro teatrales, descubriendo un proceso de reconocimiento y aceptación sobre ese otro al que sometemos a la oscuridad que crea una regeneración de vínculos que sin duda benefician a la escena en general y trazan distintos rumbos para un redefinición de esa masa anónima que engloba la disquisición acostumbrada de “público” o “audiencia”, en donde son las cifras y las tipificaciones por estrato social lo que se impone.
A veces creo que te veo (2010-2012) podría resonar en esa relación de poder y tensión que se establece dentro del edificio teatral entre quienes crean y consumen. Quizá ésa es la intención del director argentino Mariano Pensotti, el creador de esta intervención, quien hizo el ejercicio en una estación de trenes de Buenos Aires —así como de otras ciudades, incluido el Distrito Federal en el 2012 durante el festival Transversales— de colocar a cuatro escritores cuyas computadoras estaban vinculadas a una pantalla visible para todo aquel que pasara por ahí, como un mecanismo de creación in situ en el que todos los inadvertidos usuarios del transporte público se iban convirtiendo en los protagonistas y ejes de una ficción dramática. La sorpresa —y una vez más la indiferencia— de aquel que se veía contemplado completaban la pieza a la vez que escindían los límites de la realidad con la ficción, demostrando a plena luz del día la materia de inspiración de todo arte y sus procesos creativos.
Y aunque la práctica escénica que abandona el edificio institucional para volcarse al espacio público tiende a tomar sustratos de realidad como eje de sus temáticas, no desdeña en ciertas propuestas el uso de la ficción dramática como un recurso; al entrar de lleno a un espacio que no le es del todo conocido, apela a potenciar el imaginario que yace al interior de nuestros cuerpos, dotándonos de una nueva comprensión sobre el tránsito y la rutina o de las historias secretas que se guardan de los lugares a los que la vista no está comúnmente invitada.
En Hotel Project (2011), las directoras estadounidenses Tamila Woodward y Anna Margineanu, en conjunto con los creadores escénicos mexicanos Mariana Hartasánchez y Alfonso Cárcamo, crearon una intervención en la intimidad de tres cuartos de hotel de la ciudad de Querétaro, donde exponían al único espectador de cada una de las obras a presenciar una representación que —si bien no se desprendía de la cuarta pared— establecía una cercanía radical con el evento teatral, marcando un efecto de incomodidad no sólo por recurrir a escenas íntimas, sino también porque este único miembro de la audiencia experimentaba la desprotección de sentirse lejos de esa masa que nos arropa en la oscuridad, creando un efecto por demás interesante sobre las convenciones y códigos a los que estamos acostumbrados.
Las cuatro propuestas anteriores cobraron vida por pocos días, o sólo unas horas, y en algunos casos desecharon la posibilidad de la repetición para asimilarse como un evento más de la vida diaria, en donde la noción de poder del artista desaparece y logra alcanzar el estatuto de una verdadera intervención.
Sin lugar a dudas el teatro tiene que salir de sí mismo para inventar nuevas relaciones entre el espacio de representación, la ficción y la realidad, y así quebrar las brechas simbólicas que lo alejan de su receptor, pues, como dice el teórico y crítico francés Nicolás Bourriaud: “el arte es un estado de encuentro”.
Así, tenemos que casas en ruinas, estaciones de tren, hoteles, calles y vehículos abandonados —entre un sinfín de territorios por conquistar— se imponen como los nuevos escenarios que, alejados de la claustrofobia de la caja negra, fundarán poéticas erigidas sobre una de las condiciones que denuncian al teatro como un arte cuya materia no puede prescindir del aquí y el ahora, pues reposan sobre el horror y la belleza de lo efímero —no sólo de la representación, sino de la vida misma con sus amplias y violentas complejidades.