Tierra Adentro

A casi medio siglo de la aparición de El complot mongol, conviene preguntarse qué es lo que hace a Rafael Bernal, al mismo tiempo, un escritor marginado del canon y el autor de culto cuyos lectores aficionados no tienen comparación en México. Joserra Ortiz brinca el canon para ensayar algunas posibles respuestas a estas interrogantes.

Pensar en Rafael Bernal (1915-1972) se vuelve cada vez más una invitación al análisis de los criterios y los parámetros de lectura y recepción establecidos por la crítica y la academia dedicada a la literatura mexicana del siglo XX. Me refiero, sobre todo, al «canon», concepto probadamente artificial y de (des)composición reciente,pensado para determinar, establecer e inmovilizar una pretendida tradición formativa de un campo cultural literario. Como razonamiento ontológico, el canon mexicano ha decidido qué temas, criterios, formas, éticas y estéticas conforman el panteón modelo de nuestra Gran Literatura, un monolito de monolitos en donde no ha entrado el autor de El complot… (1969), a pesar de lo popular e influyente que es parte de su obra, sobre todo en el presente de la escritura nacional.

Claro que por tratarse de una apreciación siempre subjetiva, atenida a las apetencias individuales y a la disponibilidad de los textos —cuestiones ajenas a preceptivas científicas y empíricas—, la noción de lo canónico es una falacia. A nivel internacional esto se patentizó en el libro que, por primera y única vez, se concibió como la salvaguarda del concepto, The Western Canon (1994), donde Harold Bloom dejó claro que es en la apreciación estética individual donde se canoniza; es decir, nunca habrá un canon, sino muchos, todos, el de cada uno. Sin embargo, por más lógico que nos parezca este argumento, propio del sentido común, la práctica de los estudios literarios tiende a ignorarlo en la búsqueda de un archivo definitivo de ciertos valores artísticos. Así se arman los programas académicos, las antologías, las enciclopedias, los diccionarios, los directorios y los manuales literarios y, como es obvio, el calendario que conmemora natalicios, aniversarios luctuosos y fechas de primeras ediciones concernientes a aquellos que pueblan lo mejor y más granado de nuestras bibliotecas y librerías.

Digo todo esto porque creo que si Rafael Bernal hubiera sido otra clase de escritor, seguramente el 2015 se habría declarado su año y pensaríamos en él como un autor canónico. No lo fue, para fortuna de sus lectores que lo han convertido en una suerte de autor de culto —un objeto de admiración reducido casi siempre, aunque ya no exclusivamente, a su novela El complot…—. Tras su inclusión en 1985 en la segunda serie Lecturas Mexicanas de la SEP, en la que apareció con el número 7, la novela ha cultivado seguidores de una clase que no posee ningún otro título de la narrativa nacional: devotos admiradores, mucho más parecidos a la fanbase propia de las producciones televisivas, cinematográficas y ciertos best-sellers cuya popularidad responde antes al cariño emocional guardado hacia la fabricación artística que a la apreciación crítica del texto literario.

Esto no significa que El complot… haya pasado desapercibido por los estudiosos, ni que sus lectores más entusiastas carezcan de criterio. Todo lo contrario, lo últimos treinta años han arrojado, cada vez más constantemente, trabajos críticos de toda índole —desde la entrada de blog a la tesis doctoral, pasando por el ensayo literario, la nota periodística y el artículo académico— que repasan la importancia del texto de Bernal en el amplio contexto del género detectivesco, y son particularmente insistentes las reflexiones que lo ubican como el origen indudable de la novela negra en el plano nacional. Este número de Tierra Adentro, que conmemora el centenario del natalicio de su autor, incluye una reflexión al respecto por parte del novelista Imanol Caneyada.

En resumen, quienes se dedican a esta novela destacan su excepcionalidad innovadora, generalmente desde la perspectiva temática; celebran lo que entienden como una puesta al día y una adaptación cultural de un género que no se había practicado formalmente en el país. Aunque esta apreciación no es falsa, lo que a casi cincuenta años de su publicación conviene subrayar es que el mayor grado de innovación de Bernal se encuentra en la utilización de un género determinado, para transformarlo hacia una ética y una estética diferentes. Este rasgo bien puede considerarse una constante de su creatividad durante las tres décadas en que se extendió su actividad literaria, entre 1941 y 1969, y es particularmente constatable en su labor narrativa, más que en la dramaturgia, la historiografía, la poesía y el ensayo —géneros en los que incursionó sin demeritar su calidad escritural.

Un ejemplo claro y paradigmático de esta cualidad reformadora es el uso que dio al modelo conceptual y narratológico latinoamericano conocido como «Civilización y barbarie» —que tiene su texto fundacional nada menos que en el Facundo, de Domingo Faustino Sarmiento, y surge como posibilidad de la mera ficción en «El matadero», de Esteban Echeverría— para escribir Caribal. El infierno verde (1954). Esta novela, que también bebe de la estética del folletín decimonónico y que, en el amplio conjunto del archivo del autor, forma parte de un ánimo que inicia en los cuentos de Trópico (1946) y culmina en la novela Tierra de gracia (1963), conforma una extravagante revisión ideológica de una sociedad considerada dicotómica y, por lo tanto, enfrentada por sus diferencias morales-agenciales.

Para algunos, quizá la mayoría, es en estos textos donde Rafael Bernal patentiza su filiación religiosa e incluso política con el movimiento sinarquista, del que se sabe fue militante durante una época de su vida. La escasa información biográfica que nos queda del autor incluso ha dado a este episodio un halo legendario que muy difícilmente podríamos eludir. Pero, más allá de esta lectura totalmente válida y enriquecedora, vale la pena volver a esos textos para entender cómo las limitaciones narratológicas del modelo original fueron rebasadas por el autor hacia espacios más propios de la imaginación. Es aquí donde debe mencionarse el lugar fundamental en la bibliografía de Bernal que guarda Su nombre era Muerte (1947), considerada por muchos la primera novela mexicana de ficción especulativa y de la que en esta revista se ocupan los escritores Xalbador García y Juan Pablo Anaya. Esta historia de un evadido y paria social que aprende a comunicarse con mosquitos a través de una flauta y con el uso de diccionarios anotados por él mismo, me supone un inusitado acto de valentía creativa en la literatura mexicana hasta ese momento. Sin importar lo estrambótica de su premisa, Bernal utiliza los recursos más cursis de la tradición anglosajona de un género sin raigambre nacional para dedicarse a los que eran algunos de los grandes temas de nuestra narrativa posrevolucionaria: el problema del poder, las circunstancias y posibilidades de la organización social o la figuración de un individuo con ideología autónoma.

Ahora bien, volviendo al caso de El complot… ¿qué transgresión hay en la historia de Filiberto García, matón de la judicial y viejo revolucionario a quien, en plena Guerra Fría y tras el traumático magnicidio de John F. Kennedy en Dallas, se le ordena impedir el asesinato del presidente norteamericano en su visita a México, ayudado por un agente de la CIA y otro de la KGB, mientras enamora a una china ilegal que solía meserear en la calle de Dolores? La respuesta está en su poética.

El complot mongol propone una novela del lenguaje, única en su arquitectura esquizofrénica y voluntariamente transgresora de las formas que construyeron a la clase de textos que la anteceden; es decir, a pesar de su anécdota, que mantiene cierta cercanía tópica con sus modelos, la novela se distancia de su ascendencia al fabricarse como una suerte de monólogo interior esquizofrénico que, en su mecanismo, repasa, revuelve y revisa continuamente todas las líneas anecdóticas de su entramado. La linealidad de la acción, propia de la novela negra, es continuamente violentada en El complot por medio de la interrupción contrapunteada entre la voz monologal, y un (supuesto) narrador externo que, en el delirio polifónico absoluto, todavía le otorga a la novela el carácter conversacional al basar la arquitectura de su acción en una serie de diálogos entre García y la pléyade de personajes que se van atravesando en su camino.

Como todos los textos paradigmáticos, El complot mongol supera a su ascendencia, sobrepasándose a sí mismo al grado de ensombrecer lo que le viene a la saga. Es más, debería aceptarse que tampoco ha tenido sucesores. Lo que luego vino a lla-marse «neopoliciaco latinoamericano», iniciado casi una década después con Días de combate (1976), de Paco Ignacio Taibo II, es un tipo de texto también parecido formalmente al género negro —aunque sobrado de ideología militante y buena voluntad—, pero carente de las transgresiones estructurales de Bernal y, sobre todo, distantes del carácter definitivamente humano que derrocha la única aventura de Filiberto García, un hombre que a lo largo de las páginas sufre una de las transformaciones de carácter más contundentes que se hayan leído jamás en el género. En este sentido, El complot…, más que una novela es un evento único, irrepetible, el ocaso de una forma y el alumbramiento de otra posibilidad narrativa que, aunque se pretenda consecuente a su anterior, es algo completamente distinto aunque se le debió impostar la etiqueta anacrónica a falta de comprensión para su novedad.

¿Entonces El complot… no es un texto policiaco, ni la primera novela negra mexicana, ni un thriller político burlesco? Sí, pero no exclusivamente. Suceso brillante de nuestras letras, como algunos otros clásicos, sobresale porque no tiene antecedentes evidentes, ni en el autor ni en la tradición local de la que proviene. En 1946, cuando Bernal forma parte del «Club de la calle Morgue» —primer círculo formal de lectores entusiastas del género policiaco, fundado junto a Antonio Helú y Enrique F. Gual—, publica Tres novelas policiacas y Un muerto en la tumba, obras que responden a los gustos contemporáneos que seguían los modelos tradicionales franceses y, sobre todo, anglosajones, al estilo de Doyle, Christie o Chesterton. Sin demeritar su calidad, esos primeros libros terminan por parecer aburridos ejercicios de aficionado que basan la anécdota en la resolución de un crimen por medio de un pretendido razonamiento lógico por parte del detective —siguiendo la línea de los «de cuarto cerrado» o «de quién lo hizo», y que se popularizaron con mucho éxito entre 1946 y 1958, gracias a la publicación de la revista Selecciones Policiacas y de Misterio, dirigida por Helú y en la que Bernal participó de manera constante, no sólo como autor, sino también como traductor—, pero nada más. Lejanos ética y estéticamente de lo que será su obra cumbre, hoy no parecen ni siquiera ensayos o anuncios de lo que publicaría en 1969 porque no lo fueron. El complot mongol no fue el resultado lógico o último de una evolución genérica, aunque sí podría pensarse en él como el manifiesto en retrospectiva de un autor con conciencia transgresora y sabedor de que cada uno de sus textos, aunque generalmente enunciados desde una tradición literaria vigorosa y bien establecida, rompen los contratos de las formas que imitan, tomando lo más evidente de sus rasgos estilísticos y narratológicos para fabricar propuestas literarias siempre nuevas.

He anotado todo esto para evitar decir, una vez más, que Rafael Bernal merece ser revisitado y vuelto a leer con astucia y un gusto renovado. Hacerlo sería socarronería. A pesar de lo complicado que es acceder a muchos de sus textos, sobre todo a los no narrativos —es encomiable el esfuerzo de Tristana Landeros por recuperar tres de sus piezas dramáticas para comentarlas en estas páginas— hay una gran tradición de lectores, críticos y escritores que han tenido por él más que la mera y simple curiosidad, y desde hace tres décadas lo enarbolan como una de sus más queridas influencias. Sin embargo, ¿cuándo se va a escribir su biografía? ¿Cuándo aparecerán sus obras anotadas? Los esfuerzos editoriales, analíticos, difusores e incluso propedéuticos alrededor de los títulos de este diplomático e incansable viajero podrían redoblarse en el afán de volverlo no sólo un autor más accesible, sino un modelo a seguir en la desobediencia literaria. Leer a Rafael Bernal otorga la oportunidad de constatar que hay muchas otras posibilidades, alejadas de los dictámenes canónicos que se nos establecen, y que la novedad es siempre posible, sin importar el material del que provenga. Desobediencia necesaria, sobre todo ahora que la literatura mexicana parece cada vez más irremediablemente conformista y tan hambrienta de un mercado que ignora que la verdadera literatura no se escribe para caerle bien a nadie.

¡Pinche canon, pinche soledad!