Poesía negada
A Rafa Saavedra,
por aquella tu Tijuana.
Recientemente el semanario Proceso publicó una nota en la que daba cuenta de la presentación de un libro de poesía en Chihuahua que, ante la “falta de apoyo oficial”, tuvo lugar ni más ni menos que en una carnicería.
El autor del libro en cuestión, Israel Gayosso, a quien el texto refiere como poeta decadente, se enfrentó a la crítica y señalamientos de autoridades de “un instituto de cultura del estado” quienes no consideraron su obra digna de publicación: “Fui a pedir apoyo en un instituto y me lo negaron, me dijeron: ‘eres un poeta maldito y no vas a tener apoyo’. Y aquí estoy, en una carnicería”, señaló.
Pese a toda reserva, el pasado 14 de septiembre se presentó Compendio de poesía negada, editado por Chipotle Colectivo, en voz de Martha Cecilia Soto Núñez y Mariela Castro.
Al explicar el porqué del lugar elegido para tal efecto, Gayosso señala que se trata de “un espectáculo urbano […] los dogmas no permiten darle su verdadero valor a las sociedades marginadas y el mismo sistema o capitalismo impone etiquetas”.
Mariela Castro habló en la presentación del libro sobre el eje que conduce este tipo de trabajo: “sin pretender hacer análisis político, hacer poesía decadente refleja la realidad, cómo vivimos y percibimos nuestras creencias y la falta de solidaridad”.
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Al margen de la espectacularidad y de la poca o mucha calidad del material literario o artístico ubicado en el universo de lo que podría catalogarse como marginal, la curiosa nota antes referida suscita la reflexión en torno a dos temas centrales para la poesía actual.
En primer lugar, la inquietante respuesta oficial referida por el autor —a pesar de no dar las referencias necesarias para considerar o constatar el hecho en sí— refleja una realidad innegable: la preeminencia de un criterio que valora el trabajo artístico con parámetros subjetivos, definidos por una serie de prejuicios sujetos a consideraciones personales, de grupo, económicas y políticas que pocas veces rinden cuentas tanto a la comunidad cultural como a la sociedad en su conjunto y que priva no sólo en el sector estatal sino en la mayoría de los canales de distribución del arte y la cultura.
Ello no implica que deba publicarse cualquier obra al margen de su calidad; sino, por el contrario, hace evidente la necesidad de establecer principios claros para dictaminar el trabajo creativo, con base en consideraciones formales en las que prevalezca el rigor por encima de las afinidades personales, estéticas o ideológicas de quienes detentan la toma de decisiones en este ámbito.
Lo anterior conlleva la segunda reflexión: ¿todo texto dotado de un carácter o compromiso político es necesariamente fallido en términos estéticos? Bajo los criterios predominantes; sí.
En la actualidad, la crítica ha construido un sistema de valoración del trabajo literario —muchas veces implícito—, en el que se reconoce como meritorio sólo aquello que oscila entre la mera “innovación” o el experimento formal (específicamente en el terreno poético) subordinando su contenido a aspectos superficiales de la experiencia vital.
De acuerdo con este modelo, la poesía debe, entonces, estar cargada de temas cotidianos, estrictamente personales, aderezados con apropiaciones caprichosas, que permitan el regodeo de un conocimiento literario enciclopédico, por encima de la construcción de un discurso ligado a reflexiones sobre distintas realidades humanas, o la búsqueda de una verdad poética.
En dicho contexto, el trabajo de autores de primera línea como Efraín Huerta ha pasado a la historia literaria como una mera curiosidad. Así, hay quien llega a considerar el aspecto más sensible de su obra como falto de valor estético, debido al prejuicio de que escribir sobre política, ensayar sobre acontecimientos sociales o denunciar lo injusto, hace que un autor sea estigmatizado como panfletario o de poca calidad.
Desde el punto de vista de una lógica estricta, ningún tema humano le es ajeno a la poesía. La eficacia formal, retórica y sonora no es privilegio del solipsismo poético. Por el contrario, abundan muestras de autores interesados en la realidad social de su época, cuya calidad los ha convertido en clásicos en muchas de nuestras tradiciones: Antonio Machado, Miguel Hernández, Ernesto Cardenal, Yanko González, Gonzalo Rojas, Yevgueni Yevtushenko, Pedro Garfias, Nicanor Parra, Pablo Neruda, Manuel Maples Arce, Germán List Arzubide, Rafael Alberti, Blas de Otero, Federico García Lorca, Nicolás Guillén, José Martí, Aimé Césaire, Paul Éluard, Pier Paolo Pasolini, Constantitno Cavafis, Fray Luis de León, Dante Allighieri.
No obstante, la escena de la literatura mexicana actual parece carecer tanto de figuras destacables por su contundencia estética, como de voces que puedan articular atinadamente inquietudes sociales con acierto literario. Será difícil cambiar este panorama mientras siga siendo moda o ley publicar sólo textos autorreferenciales; mientras menos comprensibles, mejor y convenientemente ajenos a todo lo político. Lo demás, para la carnicería.