Otras arquitecturas: Mathias Goeritz y su Ciudad de México.
En los últimos meses, la memoria ha hecho tránsitos tan largos como la vigía nocturna lo permite. La cuerpa se deja guiar por la nostalgia de cuando la deriva hacia el trabajo parecía infinita hasta el hartazgo. Aquellas rutas diarias daban cuenta de los elementos que conformaban la identidad de quienes habitamos — ¿habitábamos? — la Ciudad de México. Las travesías han quedado en meros registros, en recuerdos de los espacios y lugares donde nuestra mirada se escurría entre la resolución de las pantallas que mostraban el GPS y el camino accidentado de calles y avenidas siempre en reconstrucción. Seguramente la mayoría de esos lugares se han evaporado, no nos quedan sino proyecciones de aquellas mesas inundadas de líquido ambarino, y de fondo, las risas, los besos y toqueteos que inauguraban algunos destellos en el futuro, siempre incierto pero que no se parecía al escenario de esta mañana. La Ciudad de México ha dejado de ser mía. Si salgo al amorío peatonal, no la reconozco, su traza ha cambiado: nuevas rutas del metrobús y la reconstrucción de ciertos edificios derrumbados durante el 19/S (ya sabemos que es símbolo de un dolor que se vuelve loop desde 1985), la hacen indescifrable. Las imágenes que guardo de apenas hace dos años son ya fantasmas que circulan sobre proyectos arquitectónicos y urbanísticos nunca concluidos. Si la casa materna, —como su cuerpa— es el lugar al que siempre queremos regresar, incluso en la agonía, no sé entonces a qué ciudad regresaré; a esta ciudad ya no la leo en Huerta, ya no la camino con Pacheco, ya no la reconozco en Quirarte o en José Francisco Conde, ni siquiera la encuentro en Luiselli o en las memorias arquitectónicas de Georgina Cebey. No, la CDMX no termina por sostenerse de manera en que podamos escribirla. A estas alturas, parece que nunca se quedará firme, que siempre se conforma por puertas que no se cierran, porque nunca se concluye.
Dice Benjamin que “todo mundo conoce en los sueños el miedo a las puertas que no cierran”. El lacónico Walter pensaba, acaso, en los laberintos, y sin duda, en los pasajes, pero sobre todo en aquella arquitectura que desata obsesiones y sueños, en la impronta dejada en el interior y que por instantes —dentro del trabajo onírico—, se hace carne, palpita sobre las placas de cemento y se ilumina por la iridiscencia de la luz que ha dejado, por segundos, de ser espectral. Si lo pensamos detenidamente, aun en la arquitectura moderna que brindó culto al crecimiento de las ciudades y a la propia acumulación del capital existieron estructuras que proyectaban de manera definida la nostalgia del pasado. Sabemos que Benjamin no pudo dejar atrás los horrores de la guerra, si acaso no hubiera tenido aquel terrible desenlace quizá incluso hubiera llegado a nuestro continente, seguido por aquella ensoñación donde llegaba a nuestras pirámides, hubiera terminado su obra monumental en nuestra ciudad; quizá, al igual que Mathias Goeritz, de alguna forma la hubiera hecho suya.
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Sin duda, los artistas que llegaron a nuestro país tras los horrores de la guerra en Europa supieron de diversas maneras encontrar una casa dónde seguir la leche de los sueños, como Luis Buñuel, Leonora Carrington, Péret, Kati y José Horna, pero Goeritz concretó un proyecto que a pesar de las grandes modificaciones urbanas y espaciales de la mega urbe sigue presente en el instante de la memoria cuyos residuos todavía se materializan en el presente. Goeritz nació el 4 de abril de 1915 en Danzig —ciudad en aquella época todavía perteneciente a la parte oriental de Prusia y que hoy conocemos como Gdansk en Polonia— de acuerdo con su biógrafa Lily Kassner, su padre fue Ernst Goeritz, quien fungió como alcalde de aquella ciudad, y de Hedwing Brunner, hija del pintor germano de finales del siglo XIX Karl Brunner.1 Su niñez e infancia las vivió en Berlín, en plena cocción de las entreguerras y el crecimiento del nacionalsocialismo. Kassner sostiene que la obra de Goeritz estuvo siempre influenciada por las corrientes artísticas de la época, sobre todo por la Bauhaus y el expresionismo alemán, e íntimamente por artistas como Kandinsky y Paul Klee; de hecho, podemos ver que de aquellas influencias no solamente tuvo correspondencias estéticas, sino también la necesidad de crear un proyecto pedagógico de vanguardia reflejado en sus manifiestos.
La gran paradoja de aquella pedagogía propagandística de la crueldad difundida por toda Europa fue que, en medio de la persecución y los millones de vidas extintas bajo las cortinas de gas, el exilio sembró en tierras distintas una sensibilidad que en países como el nuestro logró construir materialidades cuya poiesis soporta nuestras memorias urbanas. El desplazamiento de Goeritz tuvo una ruta afortunada, de acuerdo a Ida Rodríguez Prampolini, gracias a la madre de Mathias, éste, por medio de la Cruz Roja, pudo salir de Alemania, ya que su abuelo fue judío, y desde Suiza viajó hasta la parte española de Marruecos, donde, como lo dice Francisco Reyes de Palma, “enterró un historial de filiaciones y temores que sólo más tarde emergerá como paranoia religiosa, la cual hará suyas múltiples vías expiatorias, incluida la anulación simbólica del holocausto”.2 Esta anulación fraguó durante los años en Marruecos una fuerza que lo revitalizó para el siguiente punto de su ruta. Luego de estar sitiado en Granada —y donde contrajo matrimonio con la fotógrafa Marianne Gast—,3en 1948 llega a la provincia de Santander, en un poblado muy cercano a las cuevas de Altamira. Es ahí donde funda “La escuela de Altamira” proyecto en el que puso en práctica sus influencias artísticas, así como la absoluta necesidad de elevar el espíritu y la pulsión vital ante los terrores del nazismo, como lo podemos ver en el siguiente fragmento de “Manifiesto de la Escuela de Altamira”:
Los nuevos prehistóricos están. Por fin entrará la paz en los corazones de nuevas generaciones. Por fin dominarán en todo el mundo belleza y sabiduría, sentimiento y espíritu. Sólo paz puede traer el gran descubrimiento. Fronteras y límites son ya absurdos.
Ya el ayer sintió vagamente la unidad de espacio y tiempo. Hoy los corazones están llenos de alegría, porque la idea y materia están ya unidas.
El genio del hombre se está levantando. Dice sí a la vida. Sí a la muerte. Sí al infinito como a la ley interior.
No es un renacimiento. Nadie se ha vuelto hacia Altamira. El hombre joven ha llegado aquí después de vuelo por pases y mares, por palacios y burdeles, por la selva virgen y por el sol, porque se siente más hermano de la aurora del ayer que de su obscura tarde gris. Él mismo es aurora.”4
Esa luz lo alumbraría para recorrer casi sin conocimiento tierras más extrañas. En el momento en que funda este proyecto en Altamira conoce a Ida Rodríguez Prampolini, quien no solamente se convertiría en su alumna, sino que años más tarde sería su segunda esposa. Como ella misma lo relata, durante su estancia en España y luego en Francia, conoció al arquitecto Ignacio Díaz Morales, quien había realizado un viaje a Europa con la consigna de encontrar un maestro con conocimientos de historia del arte, ya que estaba por fundar la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Guadalajara, por lo que le presentó a Goeritz.5 Es así como el arquitecto emocional dejó su proyecto de Altamira, mismo que siguió Tápies y se embarcó al calor de la aurora hacia su destino.
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No es raro pensar que en la materialidad de la arquitectura mexicana de la segunda mitad del siglo XX fueron condensadas no solamente las ideas de progreso propias del Milagro mexicano, sino también un contraste espiritual que podemos observar en las obras de Barragán y Goeritz. La concreción entre luz y espacialidad siempre estuvieron unidas en esta época emblemática de nuestra arquitectura, así como la disrupción estética que detuvo el sentido monumental y nacionalista posrevolucionario. Para la historia de la arquitectura, pero también del arte, la llegada de Goeritz promovió un absoluto cambio en las prácticas artísticas de la casa de Orozco. Sin embargo, el nivel de afectación no sólo se produjo dentro del campo artístico o en sus estudiantes ya en la Universidad de Guadalajara, donde hay que decirlo, introdujo una serie de artistas y escuelas, como la propia Bauhaus, que sin duda sostuvieron las bases del arte moderno y contemporáneo luego del fin del muralismo en aquella ciudad, sino que para el propio Goeritz, el enfrentarse a la obra de Orozco suscitó en él una nueva mirada, como lo admite Reyes de Palma, “del “nuevo primitivo” a la posibilidad de un Gran Arte contemporáneo de escala monumental”.6 Tres años más tarde, al termino de su contrato con la Universidad de Guadalajara, llegó a la Ciudad de México para construir su primera obra que constituye el concepto que él mismo acuñó como arquitectura emocional: el Museo Experimental El Eco.
En su recorrido poético por los diversos espacios que la historia del arte occidental ha habitado, Bachelard admite que la casa siempre reconstruye la memoria y sensibilidad primigenia, misma que proyecta la intimidad: “toda gran imagen simple es reveladora de un estado del alma. La casa es, más aún que el paisaje, un estado del alma. Incluso reproducida en su aspecto exterior”.7 Sin duda, Goeritz supo proyectar en sus obras monumentales esa intimidad y deseo de penetrar el espíritu. En su llegada a la Ciudad de México, reconoció tanto su pasado prehispánico —como Lily Kassner lo admite al decir que él se sentía fuertemente motivado por la inmensidad de la arquitectura prehispánica— como el naciente cosmopolitismo que resonaba en las calles, bares y galerías nacientes de la ciudad que contrastaba con la urbe cruel de Declaración de odio que el Gran Cocodrilo había publicado casi una década antes.
Esa resonancia lo llevó al límite de pensar y construir el primer proyecto de la arquitectura emocional, bajo la idea de que dicho espacio fuera una “escultura penetrable”. Sin duda, este espacio es símbolo no sólo del arte interdisciplinario, sino también del arte contemporáneo mexicano. Tanto en su estructura como en los diversos elementos escultóricos que lo acompañan —como lo es La serpiente— Goeritz planteó una mutación absoluta de la escena artística de la ciudad. La ubicación en la Colonia San Rafael le permitía un contacto directo con el movimiento que se formaba en las galerías de la Zona Rosa, mismo que años más tarde se vería reflejado en la exposición Los hartos, de 1961, donde además de la creación de un manifiesto cuyo título fue Estamos hartos, supondría uno de los álgidos cambios dentro del arte moderno mexicano.
El sentido de libertad y a su vez de suspensión del espíritu puede verse en distintas obras escultóricas que realizó sobre el espacio de la entonces naciente megalópolis. Luego de la aventura de El Eco, Mathias comenzó a desplazar su ideas por toda la ciudad. En 1957, junto con Luis Barragán y el pintor Chucho Reyes Ferreira, creo el conjunto escultórico Las Torres de Satélite, quizá una de las esculturas monumentales más reconocidas debido a su ubicación en medio del anillo periférico y cuyo sentido espacial ha sido modificado por las propias condiciones contemporáneas del paisaje urbano. Su obra en pequeño formato se desplazó en diversos en espacios, incluidos el altar de la Capilla de las Capuchinas para la que creó Mensajes dorados o los vitrales de la Catedral Metropolitana. El arte y la religiosidad, como la propia Ida Rodríguez Prampolini lo manifestó, siempre lo acompañaron, de hecho eran parte de sus obsesiones, en ese sentido las obras subsecuentes como la creación de la Ruta de la amistad, así como el Centro del Espacio Escultórico en Ciudad Universitaria son ejemplos de aquella energía que Goeritz pudo proyectar en la memoria de la Ciudad de México.
Los siguientes años, además de seguir con su actividad académica en la Facultad de Arquitectura de la UNAM —de la que fue profesor desde 1954 hasta prácticamente su muerte—, concretó proyectos ambiciosos como El laberinto de Jerusalén, en Israel, y algunos otros proyectos de dimensiones más admisibles como Las Torres, en la Facultad de Estudios Superiores de Aragón, y la torre construida para la Fundación Miguel Alemán. A pesar de los diversos obstáculos e incluso varias manifestaciones negativas sobre su obra por parte de diversos artistas mexicanos, Goeritz siempre sintió la necesidad de residir en esta Ciudad, como dijo Rodríguez Prampolini, “Mathias siempre decía que México no era un país, sino un vicio, y que no se podía ir de aquí”,8 este vicio lo vio partir el 4 de agosto de 1990.
En las últimas dos décadas la urbe se ha extendido, su límite ahora es vertical, la Ciudad de México ha dejado de caminarse, es posible que las nuevas generaciones únicamente la reconozcan como islas conectadas por vías rápidas y, sin embargo, en medio del loop pandémico, de la nostalgia que nos invade al recorrerla de sur a norte, la memoria de Goeritz nos demuestra que esta ciudad, al menos algunas partes, siempre puede volver a ser nuestra, aun cuando nunca se termine de construir, como tampoco de rememorar.
- Kassner, Lily, Mathias Goeritz, una biografía. 1915-1990. Universidad Nacional Autónoma de México, CONACULTA, INBA, México, 1998, p. 16-17.
- Reyes de Palma, Francisco, “Trasterrados, migrantes y guerra fría en la disolución de una escuela nacional de pintura” en Issa Ma. Benítez Dueñas (coord.) Hacia otra historia del arte en México. Disolvencias (1960-2000), CURARE, CONACULTA, México, 2004, p. 187.
- Méndez-Gallardo, Mariana, “La obsesión por el arte: entrevista con Ida Rodríguez Prampolini” en Artes de México https://artesdemexico.com/la-obsesion-por-el-arte-entrevista-con-ida-rodriguez-prampolini/ (consultado el día 28 de julio de 2021.)
- Goeritz, Mathias, “Manifiesto de la escuela de Altamira” en Leonor Cuahonte (Comp.), El Eco de Mathias Goeritz, UNAM, IIE, 2007, p. 26.
- Méndez-Gallardo, Mariana, op. cit.
- Reyes de Palma, op. cit. p. 194.
- Bachelard, Gaston, La poética del espacio, FCE, México, 1975, p. 104.
- Méndez Gallardo, Mariana, Op. Cit.