Ópalos de Santa Clara
Mezcla de relato policial e histórico, el presente texto se remonta al virreinato para narrar un misterio relacionado con el cadáver de una monja y un parásito que produce extraños efectos en los difuntos.
14 de enero de 1813
El día de hoy fui recibido en casa del corregidor don Miguel Domínguez. Cuando entré a su despacho, un señor llamado don Miguel Sandoval se encontraba esperando. Es un hombre de amables pero toscas costumbres; viste de manera simple; ágil, moreno y de rasgos que no logro identificar. Acaso puede venir del sur de la Nueva España, o quizá esté relacionado con familias de Oaxaca, o pudiera también tener rasgos más bien propios de moros. Parece ser un sujeto con vasta literatura. Aprovechamos la espera para platicar un poco de los negocios que le interesaba desarrollar en esta vecindad.
El señor corregidor entró a la habitación, saludándonos al tiempo que nos pedía dispensar el retraso.
—Veo que ya se presentaron. Sin más testigos que nuestra conciencia, comencemos. Estimado señor Argomaniz, he decidido llamarlo hoy como teniente del cuerpo de artillería, para presentarle formalmente al señor don Miguel Sandoval, que nos honra con su visita a la ciudad, aunque sus intenciones no son exclusivamente económicas. El señor, además de un comerciante, es un gran conocedor de los misterios que recorren el mundo.
Manda el señor virrey que le recibamos con agrado y pongamos a su disposición lo necesario para ayudarlo en su tarea de salvaguardar nuestra ciudad.
—¿Nos ayudará a pelear contra los insurgentes? —pregunté. No había tenido oportunidad de charlar con don Miguel sobre mis preocupaciones como teniente de artillería.
—El señor don Miguel tiene otras diligencias en la ciudad, estimado señor Argomaniz —aclaró el corregidor.
—Temo que la ciudad tiene otras amenazas en este momento —interrumpió don Miguel—; debido a la inestabilidad política que vivimos, se han descuidado otros aspectos que normalmente son ignorados por nuestra población tan llena de fe: las fuerzas sobrenaturales. Sucedió en un pasado, durante la conquista so¬bre los mexicanos, y sucederá durante esta guerra que nos traerá independencia… o mantendrá la corona de la Nueva España.
—Si el señor corregidor obedece a las órdenes de su excelencia, consideren a este humilde hombre a vuestro servicio —respondí—. ¿En qué puedo ser útil a sus mercedes?
—Como reconocido comerciante de nuestra ciudad y teniente de artillería, su honorable compañía facilitará la integración de don Miguel a los modos de la ciudad.
No hay necesidad de alarmar al pueblo, y suficiente tienen con su apoyo en contra de la insurgencia. Además, no se me ocurre mejor guía que usted. Sabemos que ha llevado en sus diarios personales la cuenta de los días y sucesos desde 1807, y que continuará con su noble labor a favor de la salvación de la memoria.
Don Miguel sacó un pergamino doblado del cuaderno en donde escribía. Sobre una mesa desplegó un mapa de América.
—Hasta el momento, se han controlado otras amenazas en el país, y en el sur del continente. No soy el único dedicado a este servicio. Me interesa proteger el centro de un futuro país.
—¿Acaso es insurgente, don Sandoval? —increpé.
—Conozco su compromiso, señor Argomaniz. Considere que yo estoy peleando otra batalla. Si bien agradezco el visto bueno de Su Majestad, rindo cuentas a un poder más alto que el de una sola nación.
—De acuerdo, aunque no se me ocurre otra amenaza para esta ciudad de mayor importancia que la insurgencia.
Para ser sincero, me molestó su postura irreverente respecto a la crisis de nuestro reino. Sin embargo, nada podía hacer si, a pesar de su actitud, era recomendado por nuestro señor virrey.
—¿Qué sabe de la muerte de la reverenda madre María Clara del Sacramento, en el templo de Santa Clara? —preguntó don Miguel.
Me quedé desconcertado. No entendía por qué llamar a un teniente de artillería para discutir la enfermedad de una religiosa, mucho menos a tan pocos días de sus santas exequias.
—La reverenda murió el 8 de enero. Según se me informó, de causas naturales —respondí de inmediato.
—¿Sabe algo de una extraña enfermedad o maldición que afectó a la reverenda y tiene a otras tantas religiosas en cama?
El señor corregidor estaba atento escuchando nuestra conversación, hasta que un mozo tocó a la puerta anunciando que lo buscaban en las casas reales.
—Señores, si me disculpan, debo continuar con mis actividades. Suficiente he hecho con verificar esta junta. Su excelencia explícitamente ha indicado que el señor Sandoval deberá tener todo lo necesario para su empresa, sin cuestionamientos ni supervisión, y creo que será grata y oportuna la compañía del señor Argomaniz. Mi misión aquí ha terminado. Me despido deseándoles la mejor de las suertes.
—Le agradezco, corregidor. Y me alegra tener el apoyo de alguien tan distinguido como el señor Argomaniz. Permítanos acompañarlo. Creo que será mejor continuar esta reunión en mi casa.
Caminamos por la ciudad. La gente nos observaba curiosa, sobre todo al recién llegado don Miguel. A pesar de los tiempos que vivimos, no deja de ser novedad un nuevo residente. Más un hombre que aparentemente había traído un museo personal al pueblo, y que un día podía vestir como si perteneciera a la corte europea, y al día siguiente como cualquier norteamericano. Tal curioseada no representaba un problema, ¿quién sospecharía de la junta de dos comerciantes?
Mientras caminaba seguía considerando imposible que nuestra ciudad tuviera una mayor amenaza que la insurgencia, y menos entendía que estuviera relacionada con la muerte y enfermedad en el convento de Santa Clara.
Llegamos a la calle de los Cinco Señores, donde se ubicaba la residencia de don Miguel. Me hizo pasar a una habitación que se encontraba al fondo de la casa.
—Le había preguntado por la muerte de la reverenda madre —don Miguel abría y cerraba cajones de un esquinero alto que contenía diferentes frascos.
Sentado frente a su escritorio observaba cómo se movía en medio del caos. La habitación no tenía un espacio vacío. Por donde quiera había libros, frascos, pinturas y mapas. Era como si una enciclopedia de lo extraordinario hubiese volcado sus palabras en esa habitación que se extendían cual cornucopia de curiosidades por toda la casa.
—Pensaba que era comerciante, pero por los frascos e instrumentos en ese gabinete también veo que es doctor en medicina.
—¿Doctor? No, aunque a veces me confunden con uno —levantó un frasco pequeño y sonrió con satisfacción—. Le preguntaba sobre la madre María, porque la gente que sirve en esta casa no ha dejado de comentar que la fiebre le puso los ojos azules y amarillos, con reflejos tan intensos como los del ópalo.
—¿Y esperaba que yo le respondiera con una habladuría de pueblo? Sí, se dijo eso. A todos sorprendió la muerte tan repentina de la madre María. También creí haber visto sus ojos vidriosos en la función de Corpus, pero pensé que mi mente había sido engañada por tanta habladuría y sorprendida por la rapidez de la desgracia.
Don Miguel dejó un frasco en su escritorio, frente a mí.
—No seré médico, pero sí un entomólogo aficionado. El señor corregidor habló del control de lo sobrenatural, pero temo decirle que la mayoría de las desgracias tienen una explicación. En mi humilde opinión, lo sobrenatural es una forma de llamar a eso que tememos por ignorancia. Por suerte, mi llegada estaba anticipada, y el primer fenómeno a tratar no me es desconocido.
Me acerqué al frasco y vi dos pequeñas esferas sumergidas en agua. La luz se reflejaba en ellas, los colores eran tan vivos como los del ópalo que mencionó don Miguel. Tomé el frasco y me acerqué un poco más. Semejaban dos ojos humanos, una pupila tan obscura como la obsidiana que parecía tener profundidad; estaban rodeadas por un iris que se dibujaba sobre la superficie con multitud de brillos. Sin duda me recordaron los ojos de la difunta madre María, que en paz descanse.
—¿Qué estoy viendo, señor Sandoval? —al pensar en la madre, con un movimiento brusco regresé el frasco al escritorio—. ¿De dónde sacó eso? ¡No me diga que ha profanado una tumba!
No sólo don Miguel irrumpía en la tranquilidad de mi alma al discutir la enfermedad de una santa, ahora colocaba ante mí lo que creí que eran los mismísimos ojos de la difunta.
—¡No me atrevería sin el adecuado permiso! Sé lo que está pensando. ¿Acaso son unos ojos? ¿Ópalos con formas caprichosas?
Don Miguel Sandoval destapó el recipiente. Tomó una pequeña piedra de cantera que tenía cerca del escritorio, y sobre la boca del frasco raspó un poco la superficie con una navaja. El agua se empezó a poner turbia con la fina arena de la cantera.
El frasco se movió ligeramente. Los ojos que estaban sumergidos empezaron a vibrar en cuanto el agua tomó un ligero tono rosado. Puedo jurar que vi aumentar el brillo que despedían. Escuché un pequeño repique. De pronto, el agua que se había hecho turbia empezó a aclararse.
Me puse nervioso al observar un objeto que no obedecía las leyes naturales y me persigné.
—No tema, don José. Son una variedad de cisticerco llamado Cysticercus Lapis. Un espécimen rarísimo de encontrar. Se alimenta de piedra, y prefiere la cantera. Al tener una cubierta de dióxido de silicio se parece y se confunde con el ópalo.
¿Sabía usted que en Europa se considera una joya maldita? Esa mala fama realmente corresponde a estos bichos. Normalmente mueren cuando se exponen al aire. Pero con ciertas condiciones magnéticas y geográficas, su cubierta se puede hacer más resistente. Abundan en los cementerios, yacimientos donde hubo derramamiento de sangre, y otras desgracias. Yo mismo he preparado esta solución con un poco de suero y sangre, propia para mantener a estos especímenes. Cruelmente hermosos, ¿cierto?
—Nunca había visto cosa como esa —no supe qué más decir; nunca había visto o sabido de animales que se alimentaran de minerales, y tuvieran tanto parecido con un objeto inanimado.
—El problema es que, al tener contacto directo con ellos, desprenden pequeños huevecillos pegándose a nuestra piel, y poco a poco, penetran en los poros hasta tocar un capilar. ¿Recuerda el origen de la palabra veta?
—Claro —respondí—. Proviene del latín vitta y corresponde a cualquier conducto, vena o hilillo de agua.
—Exactamente. Nuestro cuerpo es un gran yacimiento de hierro. Éste y otros minerales activan los huevos y viajan por nuestro cuerpo. La sustancia que los mantiene vivos tiene la misma composición que el humor vítreo del globo ocular. Así que maduran en el ojo y empiezan a petrificarlo. Primero la visión, después todo el cuerpo. Algunos libros secretos consideran que, realmente, fue esto lo que convirtió a la mujer de Lot en sal.
—¿Me está diciendo que la reverenda madre murió infectada por estos animales infernales?
—Guarde sus categorías para los siguientes eventos, don José. Respondiendo a su pregunta: sí. Y de no actuar pronto, los cerca¬nos a sor María están en peligro. La tierra donde está enterrada nuestro primer caso puede infectarse. Entonces, ¿son habladurías o en verdad vio los ojos de la madre como este par?
—Es injusto comparar la muerte de la reverenda madre con la mujer de Lot. Pero sí. Doy fe.
—Entonces, hemos encontrado nuestro primer dilema.
Cuando confirmé sus sospechas siguió con su recorrido por la habitación; parecía que yo había desaparecido. Empezó a dar vueltas por la habitación murmurando, juntando libros. Alcancé a ver algunos títulos sobre alquimia, química, medicina, y otras artes.
Aburrido por mi contemplación espectral, me ofrecí para buscar al padre fray Ernesto Arriaga. Muerta la reverenda madre, era el único que nos podía dar acceso al convento.
—Vaya pronto —dijo—, tenemos horas para evitar que este pueblo tenga como dramático final la riqueza de un yacimiento de ópalo apócrifo —sacó una llave de su pecho y abrió un pequeño baúl—. Tome esta carta. Si va a tratar con religiosos, le estoy entregando la llave del cielo en la Tierra.
Fray Ernesto Arriaga era de espíritu jovial y curioso. Tenía la ventaja de mantener sinceras amistades en todas las iglesias. Y daba por casualidad que él arreglaba las funciones del Real Convento de Santa Clara de Jesús.
En varias ocasiones compartimos libros, incluso aquellos que él consideraba impropios para sus actividades, y apreciaba mi discreción. Supongo que el corregidor pensó en mi amistad con el fraile, y que yo me encargaría de eso. Si existía otro religioso que pudiera soportar la herejía que acompañaba al conocimiento del señor Sandoval, ése era fray Ernesto Arriaga.
Llegué al convento de Santa Clara y encontré a fray Ernesto en uno de los patios. Me recibió con la tranquilidad propia del que reflexiona en Dios.
—Éste es el castigo divino que merecemos —fray Ernesto había escuchado atento la historia— pero, querido amigo, me está pidiendo algo imposible. ¿Quiere acceso a las enfermas y, además, profanar la tumba de la reverenda madre? ¿Sólo por una infección de un supuesto animal que, además, parece ajeno a la creación divina?
—Sé que es mucho pedir. Pero el corregidor ha ordenado que apoyemos los menesteres del señor don Miguel Sandoval.
—No sé ni por dónde empezar a solicitar licencias. No podré tener todo listo esta semana.
Recordé la carta que me habían entregado. Se la extendí al señor fraile. Rompió el sello de lacre y empezó a leer. Tambaleó un poco, se recargó sobre una pared y decidió sentarse en una de las bancas.
Pude ver el ocaso reflejado en la mirada de fray Ernesto.
Después de unos momentos de silencio, habló con tanta calma y determinación que me dejó helado.
—Querido amigo, agradezca que nuestros indios tengan plantas que reconfortan y calman al corazón, pues su Santidad nos exige fortaleza y fe en estos tiempos aciagos. Dígale a su amigo que podrá atender a sus enfermas mañana a última hora. Ahora buscaré dos peones para que empiecen a excavar. Entenderá que debe hacerse todo con la mayor discreción. Quizá el cura Hidalgo decidió retar al hombre y desobedecer a Dios. Pero a mí ahora me toca obedecer a Dios y retar al hombre. Que Dios nos ampare.
Fray Ernesto exhaló y se incorporó. Besó la carta antes de entregármela y se despidió rápidamente para empezar a preparar nuestra misión en el convento.
Tomé la carta y no pude contener la curiosidad. Yo también tuve que darme unos minutos para recuperar el aliento después de ver una bula papal que avalaba al señor Sandoval como colaborador ajeno, pero respaldado por la iglesia.
Regresé a casa. Tomé un refrigerio y solicité que no me molestaran durante las siguientes horas. Mandé a un mozo que avisara a mi vecino la hora para vernos mañana. Necesitaba un descanso. En las afueras de la ciudad seguíamos en guerra, y dentro de ella se presentaba una amenaza que debía ser tratada en secreto. Y a pesar de todo, la ciudad dormía en calma.
El silencio protege, pero también amenaza.
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Nos encontramos a la hora acordada. El señor Miguel traía un pequeño maletín. Estaba tan metido en sus asuntos, que no di¬rigió palabra alguna después del saludo.
—Por lo menos tiene herramientas propias de un doctor —comenté para quebrar la tensión.
—Bueno, bueno, si insiste tanto, hoy seré el doctor —dijo sonriendo. Me estrechó la mano y empezó a caminar rumbo al convento de Santa Clara.
Fray Ernesto saludó con respeto. Don Miguel respondió el saludo y habló poco. Ambos estaban enterados de la situación y parecía que preferían evitar el repaso de la desgracia.
Fray Ernesto había convencido a la mayoría de guardarse en sus celdas. Explicó que, ante el temor de una posible diseminación de la enfermedad, tuvo a bien mandar limpiar todo el convento. Consiguió un regimiento de indios que empezó a tallar paredes, pisos, y en medio de ese barullo logró acomodar a las enfermas en una celda que daba al patio. Esa tarde todos en el convento escuchaban voces, pasos, órdenes del capataz, y se guardaron contentos de haber evitado el trabajo pesado. Entre tanto ajetreo, nuestra presencia pasaba inadvertida.
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Antes de abrir la puerta de la habitación donde reposaban las enfermeras, el galeno improvisado se adelantó y advirtió:
—No las toquen. Eviten hablar con ellas. Y recen, si en algo les ayuda.
La habitación tenía a cuatro enfermas con la misma fiebre. Dos parecían conscientes y tranquilas, otra se retorcía en la cama, empapando las sábanas de sudor. Había un olor penetrante de tierra mojada. En los ojos de sor María Micaela Araujo se podía empezar a ver el brillo propio del ópalo. Mejor dicho, el brillo del insecto que me mostró don Miguel.
—Sor Micaela es la que sufre el mal ya avanzado —diagnosticó. Abrió su maletín y comenzó a sacar algunos frascos y plantas—, pero veremos qué podemos hacer.
Vi con mis propios ojos cómo sor María Micaela tomó una actitud amenazante, como un animal temeroso.
—Es una respuesta a la infección, los animales poseen al huésped —aclaró don Miguel—. Pueden controlar la voluntad del enfermo.
—¿Qué hacemos? —preguntó el fraile.
—Son muy susceptibles a una solución a base de aloe, y otros mejunjes que he preparado.
Nos extendió un frasco con agua a cada uno. Fray Ernesto discretamente santiguó su agua: sabía que la ayuda santa no haría mal.
—Sin tocarla directamente, coloquen un poco de esta solución en los ojos de las enfermas.
Protegidos con improvisados guantes de trapo, empezamos a rociar el líquido sobre los ojos de las enfermas. Don Miguel se dirigió a sor María Micaela, y nosotros empezamos a atender a las demás. Fue relativamente sencillo, rociamos un poco de la solución sobre sus ojos, que tomaban una coloración rosá¬cea y de inmediato quedaban profundamente dormidas. Su fiebre empezó a disminuir. Don Miguel tardaba en aplicar su remedio, pues sor María Micaela era la más inquieta. Empezó a gritar, y de pronto, sus alaridos se convirtieron en un sonido gutural, amenazante. A veces tan agudo como el maullido de un gato.
—¡Ayúdeme!
Fray Ernesto y yo nos acercamos para sostener a la enferma. Las otras tres religiosas estaban profundamente dormidas, pero sor María Micaela seguía moviéndose y emitiendo ese ruido. Las gruesas paredes, y el ajetreo de las labores de limpieza mantenían la paz fuera de la habitación.
Don Miguel le dio un fuerte golpe seco en la garganta con el filo de la mano.
—¡Se volvió loco! —gritó fray Ernesto.
—¡Le estoy salvando por primera vez su vida padre! ¡Don José, rápido, la solución!
Tiré lo que quedaba en mi frasco. Al tocar la superficie de sus ojos, el brebaje se convertía en arena. sor María Micaela empezó a toser y arrojó finos cristales como el cuarzo, que brincaban igual que esos frijoles saltarines con los que juegan los niños en Valladolid.
Don Miguel rápidamente empezó a pisar los cristales, hasta deshacerlos. Revisó la boca de Sor María Micaela, que seguía inconsciente, y rápidamente nos recogió los frascos.
—¿Dónde está el cuerpo de sor María Clara? —preguntó don Miguel.
—Aquí afuera, escondido detrás de esta habitación.
—Apurémonos.
Cuando llegamos, el féretro de madera estaba roto.
Peor aún: vacío.
—Tenemos poco tiempo —volvió a gritar don Miguel. Siguió rastros de tierra y pisadas. Pronto arribamos a un huerto, y vimos el cuerpo de sor María Clara del Sacramento parado sobre la tierra.
Al parecer, el grito de sor Micaela había advertido a los cisticercos que se habían estado estableciendo en el cuerpo de la primera huésped.
Su cuerpo estaba raquítico. La descomposición había empezado su trabajo y sus ojos destellaban luces verdes, amarillas y rojas desde el fondo. Algunas partes de su piel se veían brillosas, como si fuera de cristal. La luz de la luna reflejaba finas lágrimas que parecían pequeños diamantes.
Don Miguel retrocedió.
—Si grita, puede levantar sospecha. Necesitamos devolverle el descanso eterno.
—¿Qué hacemos? —preguntó fray Ernesto; su voz más bien solicitaba una razón para no salir corriendo del convento.
—Rodéomosla. Caballeros, ayúdenme.
El cuerpo poseído de sor María Clara parecía observarnos. Mientras don Miguel preparaba otra cura, nos acercamos lentamente hacia ella. Empezaron a brotar miles de ojos falsos sobre la piel de la reverenda madre.
Que Dios y sus mercedes me disculpen por escribir tremendas herejías.
El cuerpo nos observaba. Don Miguel la sujetó evitando hacer contacto con la piel, en tanto fray Arriaga y yo le rociamos la solución. De pronto, su cuerpo empezó a cambiar. Se llenó de astillas y orillas filosas en sus faneras. Y cayó sobre el piso.
Esperamos unos minutos. Parecía que todo estaba en paz, hasta que una mano tomó mi tobillo.
Algo empezó a jalarme hacia la tierra.
—¡Cuidado! —gritó don Miguel. Sentí que me hundía e imaginé mi cuerpo expuesto a cientos de esos animales. La bota me protegía, pero percibía la vibración de miles de sanguijuelas cristalinas.
Don Miguel observó a la reverenda madre. Ésta se revolvía a revolverse en la tierra para enterrarse. Yo seguía atrapado del tobillo. La tierra también se movía alrededor mío. Parecía que algo empezaba a escarbar para salir.
Don Miguel corrió hacia una pileta y terminó vaciando los frascos y otras yerbas. Empezó a acarrear agua con baldes que estaban regados alrededor de la pileta. Fray Ernesto lo imitó.
Don Miguel tiró una cubeta en mis pies y pude sentir cómo me soltaba. Fray Ernesto le aventó un balde de agua a sor María Clara (no sin antes haber santiguado la pileta y haber pedido perdón), y ésta empezó a deshacerse. En algunos lugares donde caía el agua sobre la tierra, se formaba un pequeño ópalo.
—Es la inactivación de los huevos— afirmó don Miguel, a sabiendas de que nadie iba refutar su amplio conocimiento de huevos-ópalo malditos.
Los religiosos piensan que la aparición de cientos de ópalos en la huerta del convento fue un milagro mediado por la reverenda madre, y una señal en contra de la lucha insurgente.
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Regresamos a la casa de los Cinco Señores. Don Miguel me ofreció un trago, y mientras descansaba mi pie lastimado, explicó que esos huevos estarían inactivos y no habría problema de comerciar con ellos. De su bolsa sacó un puñado de falsos ópalos.
—Una pequeña recompensa por la ardua labor.
—Yo vuelvo a darle las gracias por salvarme la vida.
—Yo no hice nada. Espero que ese mal paso no lo aleje, pues supongo que pronto tendremos más por hacer. Ahora entiende la razón por la cual el oficio de comerciante me es conveniente. Algunas veces uno encuentra su propia recompensa.
—Como buen compañero y vecino, seguiré a su lado. Creo que este año escribiré un poco más que los detalles de años anteriores. No sabía cómo iba a reaccionar al conocer mi función como compañero y cronista de sus aventuras. Tomando en cuenta que en este primer encuentro profanamos una tumba, peleamos contra el cuerpo corrupto de una santa, y casi resulta testigo de mi muerte en un templo.
—Ande don José, que no hay aventura sin memoria.