En un café de Buenos Aires, mi amiga divorciada me enseña una foto de su boda
No la conocía entonces y aun así, en la foto, se parece más a sí mismaque la mujer sentada a mi lado. Míranos, me dice, con su cara ajena, con sus otras manos, con sus ojosde asfalto llovido y hambre a medianoche. En la foto bailan los noviosy afuera estamos ella y yo solas, platicando.
La tristeza de los otros es una ciudad desconocida, calles y calles que no sabes a dónde llevan, casas demolidas, edificios de vidrio, mascaronesy techos con goteras y pasillosde madera combada. Podemos imaginartan poco. Apenas unos segundosse mantiene vigente la trivial fantasíade haber nacido ahí y saber de memoriael tedio de la calle principal, rutas del colectivo, cada parada del metro. Pero es casi imposibleimaginar la costumbre. El recuerdo más tristees sólo una estación del pensamiento, ese mirar sin sorpresa el teatro en ruinas, la parada en Congreso, la espera subterránea, tantas veces visto, todotan rutina. Hasta que pierde filoincluso lo más tristey se cambia el dolor por otra cosa más tibia.
En la mesa de enfrenteuna pareja de viejos come sin mirarse. Es silencio. Es el ritual antiguoque los convoca a morir de a poco, cara a cara. Quizás un díate despiertas y has olvidadolos pasos descalzos de tu amanteen la madera rubia de tu primera casa. Ahora se hace de noche, la ciudad se cierra sobre nuestras palabras. Los viejos se levantan, el lugar se vacía. Al fondo escucho un tango y no recuerdosu nombre. De pronto me parece que esta tardetambién quedó muy lejos, que ya estamosmuy lejos también de Buenos Aires.