¿Nuevas distopías?
Los futuros opresivos están de moda: el regreso del conservadurismo, la subyugación sistemática de la mujer conviven en la programación televisiva y en las marquesinas de los cines. ¿Por qué ahora? Wensceslao Bruciaga se pregunta por el verdadero origen de estas historias y explora dónde realmente están las distopías, dentro o fuera de la pantalla.
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El año pasado, The Handmaid’s Tale fue probablemente la serie más diseccionada en medios, y la más premiada en la ceremonia de los Emmy; sacudió la aparente estabilidad social de la audiencia por su historia, la de Offred y todas las mujeres de la otrora Norteamérica rebautizada como Gilead, quienes pierden su libertad y dignidad, condenadas por un gobierno teocrático, un sistema de castas de autoritarismo machista, que condiciona el valor de la vida de la mujer a su capacidad reproductiva.
The Handmaid’s Tale cimbra nuestra fragilidad moral, cuestiona nuestro sistema de valores y, así, tradiciones enteras que por años consideramos infalibles.
La premisa horroriza. Un horror que, por lo visto, es irresistible y tan exitoso que la serie de Hulu fue también una de las series más comentadas en redes sociales. Quizá, en esa reacción desenfrenada y masiva, hemos atestiguado una de las primeras cosechas de otra distopía que ya nos gobierna sin darnos cuenta.
Tal vez lo más perturbador de la serie The Handmaid’s Tale, cuyo tráiler de la segunda temporada ya circula en internet, no es la acaso involuntaria y perversa nostalgia por viejos tiempos (incluyendo los tribales, en los que la colonización, al parecer, nos mantenía en un estado de pureza casi celestial), sino su atemporalidad hiperrealista. Ambientada en una época moderadamente tecnificada, la historia bien puede acontecer en un mañana o pasado inmediatos, o en el presente que respiramos hoy día, contaminado de gadgets y redes sociales que permiten la diseminación de opiniones e ideas sin ningún tipo de filtro, producto de fobias y paranoias. La ebullición digital resulta, muchas veces, en linchamientos virtuales sin sustento.
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No es la primera vez que The Handmaid’s Tale llega a la pantalla: existe una muy oscura versión fílmica con Faye Dunaway en el papel de Offred, de 1990, cuando arrancaba la última década del siglo XX y del milenio (a tan sólo 11 años del tan profetizado 2001, en muchos sentidos tiempos de libertad más sencillos: el VIH y el sida generaban estragos quizá más devastadores que los zombies de The Walking Dead o Dead Set), cuando la indignación se movía en terrenos más tolerantes, en ausencia de la viralidad. Y ni hablar de la reacción que la novela distópica de Margaret Atwood, en la cual se basan la película y la serie, causó en 1985, año de su publicación.
¿Qué es la distopía sino la pesadilla contraria al estado de bienestar ideal que sueña la utopía? Es una «sociedad indeseable en sí misma», escribe Sergio Hernández-Ranera en el prólogo de la novela Nosotros de Yevgueni Zamiatin (1921), sobre una sociedad tiranizada por una policía represora, que serviría de inspiración para el Gran Hermano de 1984 de George Orwell, probablemente uno de los primeros antecedentes de la distopía como la entendemos hoy día.
Si nos ponemos estrictos con los orígenes de estas «nuevas» distopías que actualmente invaden la televisión online, nos daremos cuenta de que no son especulaciones surgidas de estos tiempos de aceleradísima evolución tecnológica, más bien fueron escritas en un periodo específico: la segunda mitad de los ochenta, los noventa del siglo pasado y hasta 2002, cuando William Gibson publicó Historia cero. Y de ahí no parecen moverse.
Pensemos en el primer capítulo de la cuarta temporada de Black Mirror, aquel del experto en videojuegos virtuales que hurga en la basura para robar el ADN de sus compañeros, ingrediente orgánico que le sirve para clonarlos en un mundo virtual programado por él mismo, donde reivindica su torpeza social en el mundo real. Los personajes virtuales toman conciencia de su existencia a merced del creador del juego y luchan por recuperar su condición humana. La estética a gogó del capítulo es de la época en la que Philip K. Dick ya escribía sobre la inteligencia artificial autoconsciente y sentimental, con robots o replicantes en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), de donde salió Blade Runner, la de 1982 de Ridley Scott y la del año pasado en manos de Denis Villeneuve.
No hay espacio para mencionarlos a todos, pero además de Philip K. Dick, William Gibson, Neal Stephenson y sobre todo J. G. Ballard fueron los escritores que engendraron el caldo de cultivo para las «nuevas» distopías que actualmente vemos en televisión. Sin ánimos de provocar, Atwood es considerada la Ballard femenina, la pitonisa de las distopías contemporáneas.
Aprovechando la moda, Netflix no quiso quedarse fuera de la atwoodmanía y decidió hacer lo propio al producir una miniserie basada en otra novela de Atwood, Alias Grace, que, aunque ubicada en el siglo XIX (la época es sólo un pretexto, una ficción basada en la especulación histórica también conocida como ucronía), desboca, una vez más, sus obsesiones: el papel de la mujer en las sociedades patriarcales, la biología y sensibilidad femenina como constructo individual y arma, la búsqueda de la identidad canadiense frente a los valores norteamericanos.
Para mantenerse en la competencia, Amazon Prime ha anunciado estruendosamente la producción de una serie basada en la tremenda novela de Neal Stephenson de 1992, Snow Crash, sobre las aventuras de una especie de héroe maldito y el «metaverso». En su momento de publicación, Snow Crash sentó el antecedente de la realidad virtual: el desdoblamiento de los seres humanos en redes sociales en un universo virtual que, conforme se actualiza, genera sus propias leyes digitales: premia la buena conducta y castiga los comentarios ofensivos, por ejemplo, con la prohibición del acceso a la cuenta por días, semanas, meses o años.
Así como Snow Crash penaliza a los personajes excluyéndolos para diseñar una sociedad paralela y libre de mal, dos capítulos de Black Mirror, ahora bajos las riendas de Netflix, también cuestionan cómo afecta nuestro desarrollo humano el estar desaparecido de las redes sociales. Dichos capítulos, «White Christmas » y «Nosedive», recuperan las preocupaciones ontológicas de Snow Crash; en particular, «Nosedive» se fusila el corrosivo tono de comedia y la destreza juvenil que tanto particularizan a Snow Crash, y que la diferencian de otras novelas ciberpunk, donde la angustia es lo imperante.
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Se dice que las distopías son las profecías hechas realidad de la ciencia ficción, pero, en realidad, su indiscutible marcapasos es el ciberpunk.
La ciencia ficción casi siempre ha idealizado la tecnología. La obsesión por la tecnología perdió de vista el componente humano y por eso centra las aventuras en rayos espaciales y marcianos. Los libros de Isaac Asimov narran aventuras intergalácticas de heroismos épicos, hasta la madre de moralejas, como La guerra de las galaxias. Y 2001: Odisea del espacio, tanto la novela de Arthur C. Clarke como la obra maestra de Kubrick, envejecieron de forma acelerada (al menos en términos estéticos), caducaron mucho antes de que el 2001 llegara, porque no se ensucia las manos complejizando la mentalidad de sus personajes. Como dice J. G. Ballard en el prólogo de Crash, novela sobre un grupo de depravados que sienten placer al tener accidentes automovilísticos deliberados:
2001: Odisea del espacio comunicaba esta impresión de un modo particularmente conmovedor. Este film anuncia a mi juicio el fin de la época heroica de la ciencia ficción moderna. Los paisajes y el vestuario cuidadosamente concebidos, las maquetas espectaculares, me hicieron pensar en Lo que el viento se llevó; la epopeya tecnológica se transformaba en una especie de novela histórica al revés, un mundo cerrado donde nunca se permitía que entrase la luz cruda de la realidad contemporánea.
Todas las comparaciones son odiosas, pero si enfrentamos 2001: Odisea del espacio con Snow Crash, es relativamente fácil deducir que la novela de Stephenson tiene más posibilidades de llegar a ser una realidad (si no es que, en parte, ya lo es) por la sencilla razón de su espíritu ciberpunk puro, como la distopía debe ser; es decir, la crudeza con la que una obra es capaz de predecir la psicología y la conducta humana, sobre todo occidental, amenazada por el bombardeo publicitario programador de sensaciones de éxito o fracaso; la enajenación del entretenimiento, el uso voraz de la tecnología, el engaño de la vida virtual, donde todos, como en la reacción multitudinaria a The Handsmaid’s Tale, desvían su activismo hacia los caracteres, en vez de luchar por un cambio en la vida real.
El consumo de la serie de Hulu, la revuelta virtual que detonó The Handsmaid’s Tale, cumple la predicción de aquellas distopías del ciberpunk original. Con una producción multimillonaria pensada para el streaming, sin horarios estelares, tan sólo con un día de lanzamiento oficial, los miércoles, la distopía, más allá de la trama, está fuera de la pantalla, en la audiencia; una consecuencia calculada por el progreso tecnológico del entretenimiento, un efecto que hasta no hace mucho hubiéramos interpretado como una extravagancia de la ciencia ficción. Mientras los totalitarismos se pelean por el poder, los ciudadanos debaten en redes sociales la desigualdad.
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Si Dick y Gibson fueron los artífices de las distopías instaladas en el existencialismo tecnológico, aquel que cuestiona la conciencia como un ente independiente del cuerpo humano y que lo mismo puede sobrevivir en una neurona o en microchip, es J. G. Ballard el visionario que más ha acertado al disloque cultural de las nuevas distopías (no sólo las que vemos, sino en las que participamos). Su capacidad para desgranar las obsesiones de los ciudadanos de occidente, incapaces de huir de convencionalismos como crecer para trabajar, casarse, reproducirse, parámetros de éxito inducidos por la publicidad.
Decía Ballard, en el mismo prólogo de Crash, que «nuestros conceptos de pasado, presente y futuro necesitan ser revisados, cada vez más. Así como el pasado mismo —en un plano social y psicológico— […] el futuro está dejando de existir, devorado por un presente insaciable». Lo cierto es que, hoy, el acceso a internet ha facilitado el reforzamiento y glorificación de muchos prejuicios que en 2002 considerábamos arcaicos.
Más tarde, en una entrevista que concedió al fanzine Re/ Search en 1982, Ballard definía el futuro como un «enorme y resignado suburbio del alma, nada nuevo va a surgir, ninguna evasión tendrá lugar otra vez, esto es lo que puede pasar y es mi gran temor».
¿Soñábamos, por ejemplo, con un futuro en el que condenaríamos libros como Lolita de Nabokov por considerarse un estimulador social de la pedofilia mediante peticiones de internet cuyas firmas aumentan a la velocidad de la luz apoyando el retiro de cuadros de Balthus por sexualizar la infancia?
Algo que Ballard también ya veía venir: «Puedo ver que el reloj retrocede, aunque no creo que eso vaya a ocurrir de una manera tan evidente. Creo que podríamos entrar en una nueva era victoriana donde quizá se empiecen a aplicar las mismas restricciones. Quizá la coerción venga de un lugar diferente, pero el resultado será igual de represivo», respondió el escritor en aquella entrevista de 1982.
Hoy, basta ver cómo los escándalos de abuso sobre la figura de Kevin Spacey pusieron un inesperado intermedio al revolucionario título de Netflix, House of Cards, pionero en los contenidos exclusivos para la televisión personalizada impulsada por megabytes. Salidas del clóset, interrupciones de contratos millonarios, exclusiones, denuncias de acoso con más de 30 años de atraso, sentencias de culpabilidad, todas provocadas por la presión de algoritmos circulando en nubes informáticas e intangibles, sin un proceso legal de por medio. Tan sólo motivados por apetitos personales.
Poco a poco, las leyes del mundo virtual van imponiéndose por sobre las constituciones, para dar paso a un conglomerado de fobias e intolerancias personales, como las que sirvieron para fundar el Gilead de The Handmaid’s Tale.
Es el caso de un fenómeno al que llamo «La primavera moral», un movimiento social surgido desde aplicaciones instaladas en tabletas y teléfonos que pretende liberar a la sociedad de conductas nocivas, resultado de la colonización de los imperios económicos y blancos, el patriarcado, el machismo, la misoginia o la homofobia. «La primavera moral», sin embargo, no distingue (o no quiere, o se resiste) entre el rencor del trauma y los deseos de venganza, y la erradicación de la violencia; se pronuncia desde el anonimato, un anonimato voluntario que recuerda el anonimato impuesto a las mujeres rebautizadas de The Handmaid’s Tale.