Tierra Adentro
Ilustración de Louis Le Breton, 1863.

Pasado dicho río, se encuentra otro llamado Cocito, que va muy despacio, en cuyas orillas hay buitres, mochuelos, cuervos y otras aves gimiendo agriamente, hambre, confusión, tinieblas, pavor, congoja, discordia, dolor, lloro, carencia, trabajos, suspiros, enfermedad, pesadillas, vejez, muerte y otras muchas cosas monstruosas en naturaleza.

Bernat Metge, El sueño, 1399.

 

El texto que encabeza este apartado es un fragmento de una descripción del infierno. Nunca nos conformamos con describir nuestro entorno más inmediato, necesitamos anticiparnos a los hechos, y para ello abrimos espacios específicos que doten de sentido a esos sucesos o a la mera esperanza de que ocurran. Estos espacios pueden ser reales, como un continente, o simplemente supuestos, imaginados. Disponemos de un amplio repertorio de imágenes e historias de seres demoniacos, angelicales o fantásticos, destinados a poblar o custodiar los límites de la vida terrena, o bien, simplemente a transgredir las fronteras.

Siempre hay mucho en juego cuando se trafica con imágenes. Son más livianas que los objetos o los libros. Logran emanciparse de los textos que las bordean y no pueden ser atrapadas por las palabras. Se escapan entre líneas y saltan de volumen y hasta de siglo. Todas juntas dialogan entre sí en una conversación menos espesa que la que demandan los discursos sometidos a las disciplinas del sujeto, verbo y predicado. Trabajar con imágenes es una tarea obsesiva, porque lo que hablan remite a nuevas imágenes que fluyen sin ataduras, advirtiéndonos que coserlas implica el riesgo de verlas desvanecerse. No vemos el mar, pero advertimos su presencia por el ruido de las olas. Así nos pasa con los demonios, no se presentan, pero escuchamos el susurro de los miedos que representan.

Por muy esquiva que sea su definición, la palabra demonio siempre ha sido ligada a una presencia indeseada, como también a la extraordinaria facultad humana para imaginar. Por difícil que sea doblegar su imagen, reduciéndolos a un orden más o menos sistemático, nuestro compromiso es mostrarlos, darles nombre, situarlos en un espacio expositivo y en un orden semántico: rodearlos de imágenes y de palabras. Necesitamos un régimen expositivo y un argumento. Contar la historia de los diablos y de toda suerte de demonios es evocar su probable significación.

La palabra demonio proviene del griego δαίμων (daimon), “genio”. Esta palabra aparece en la Biblia; cuando San Jerónimo tradujo la Vulgata, usó la palabra en latín daemonium. La palabra griega daímon tiene, sin embargo, un uso antiguo en la cultura griega anterior al cristianismo. Aparece ya en Homero (por ejemplo, Ilíada XV, 468), y significa ante todo cierta divinidad, buena o mala, que no está en el panteón de los dioses, sino como cierta divinidad “menor”. Así es presentada en Platón, donde el concepto tiene gran importancia, y aparece en muchos de sus diálogos ya como un intermediario entre dioses y seres humanos (Banquete, discurso de Sócrates), o como un “genio” del propio Sócrates, que, curiosamente, le dice lo que no tiene que hacer (Fedón, Banquete, discurso de Alcibíades).

No fue sino hasta la llegada del cristianismo que “demonio”[1] tomó su noción diabólica. Aunque su imagen estuvo extendida en el siglo IV, el cristianismo no pudo erradicarlo, y al no acabar con la arraigada creencia campesina, el dogma lo cargó de connotaciones negativas, asumiendo su representación plástica como la figuración de los espíritus del mal, convirtiéndose así estos sátiros en los demonios cristianos, de modo que quien les diera culto pudiera ser acusado de paganismo, es decir, de adorar a espíritus del mal.

En términos generales, la gran estructura política de los demonios, de acuerdo con el canon católico, es un espejo negativo de la estructura política angelical (arcángeles, ángeles, querubines, serafines, tronos y más).

La demonología es una derivación negativa de la teología enfocada en estudiar a los demonios, sus orígenes y sus atributos. Los diccionarios, listas y libros dedicados a estudiar a estas entidades, que para el cristianismo no son sino ángeles caídos, se ocupan de nombrar y establecer una jerarquía en que encaje cada uno de ellos.

Diversas compilaciones de demonología tienen como objetivo almacenar el conocimiento para aquellos que tienen la facultad de invocación a demonios, por eso no es de sorprenderse que se hallen instrucciones para conjurarlos, como en los grimorios. Un grimorio es un libro que conjuga listas de ángeles y demonios, correspondencias astrológicas, instrucciones para hacer aquelarres, encantamientos, hechizos y fabricación de talismanes, recetas alquímicas, entre otros, normalmente pasados generacionalmente por los practicantes de magia y opuestos radicalmente a los tratados de brujería escritos para fomentar la caza de brujas. Uno de los tratados más conocidos sobre demonología y persecución de brujas en el Renacimiento, y que establece una buena parte del pensamiento machista (protegido en importante medida por el catolicismo), es el Malleus maleficarum (Martillo de las Brujas) de 1486, creado por los dominicos inquisidores Martín del Río y Jean Bodin.

No es fácil ver una imagen de un demonio. Las mostradas en el Diccionario Infernal (1818 y posteriormente la versión la ilustrada de 1863) de Jacques Auguste Simon Collin de Plancy forman una inquietante colección de rebeldías y contienen un posible inventario de conjuros, invocaciones y representaciones de la maldad humana. Exhibido en un libro impreso en 1863, como un objeto cultural provisto de principios teológicos, estéticos, morales, filosóficos o como un simple documento de información sobrenatural, los demonios de Plancy han sido dignificados al coleccionarlos y darles un nombre con su respectivo hechizo, número de legiones a su cargo, su estructura en el entramado institucional satánico. Moviéndonos como el péndulo entre su origen como lusus naturae o su destino como Dies rae, el demonio ha sido desempolvado en imágenes y desgranado palabras para explicarlos.

El número de demonios es, en teoría, vastísimo. Eso no impidió a la gente de la Edad Media catalogarlos en diferentes tratados, como ocurrió con Pseudomonarchia daemonum, escrito por Johann Weyer en 1577 (que cataloga a 69 demonios en duques, príncipes, reyes, marqueses, presidentes), o La llave menor de Salomón –también conocido como Lemegeton– del siglo XVII (y que contiene descripciones de espíritus, así como conjuros necesarios para invocarlos y obligarlos a satisfacer la voluntad del conjurador), entre otros. Collin de Plancy lo intentó en 1818 al escribir su diccionario. El subtítulo completo de su edición de 1826 describe el libro con las siguientes palabras: Biblioteca universal sobre los seres, personajes, libros, hechos y causas que pertenecen a las manifestaciones y a la magia del Infierno, adivinaciones, ciencias ocultas, grimorios, maravillas, errores, prejuicios, tradiciones, cuentos populares, diversas supersticiones y, en general, todo tipo de creencias maravillosas, sorprendentes, misteriosas y sobrenaturales.

De Plancy publicó decenas de títulos a lo largo de su vida,[2] pero nunca superó el éxito del Diccionario infernal, que superó a casi todos los tratados de demonología precedentes. Las descripciones demoníacas del Diccionario hunden sus raíces en tratados anteriores, en los mencionados Pseudomonarchia daemonum y La llave menor de Salomón. Lo que distingue el trabajo de Plancy al trabajo de los demonólogos anteriores es el surrealismo de las 69 ilustraciones, obra del pintor francés Louis Le Breton (médico y pintor francés, especializado en paisajes marinos), que fueron agregadas en la edición de 1863, junto a las explicaciones de cada demonio. Las siniestras  representaciones mezclas entre humanoides con animales convierten la obra en un bestiario infernal que recuerda a las tentaciones de San Antonio, haciéndolo muy atractivo a los ojos modernos.

Cuando publicó por primera vez su guía al mundo de los demonios, Plancy estaba influido por Voltaire y era un declarado enemigo de la superstición y de la religión; sin embargo, después de haberlo escrito, en 1841, experimenta una conversión, regresa a Francia para renunciar a sus errores y retoma la fe católica convirtiéndose en un ferviente católico, todo ello antes de la edición ilustrada de 1863.

¿Qué demonios nos describe Plancy? Entre el repertorio se encuentran, por ejemplo:

Volac, Gran Presidente de los Infiernos y comandante de 38 legiones de demonios (todo un ejército). Plancy describe al demonio como un niño con alas de ángel, montado en un dragón de dos cabezas. Gran conocedor de las posiciones de los planetas y del hallazgo de serpientes, Volac (o Valak) conversó en diversas ocasiones con el Rey Salomón, quien este último aseguró que posee un gran conocimiento y comanda su propia legión demoníaca

Ilustración de Louis Le Breton, 1863.

Belcebú,[3] uno de los siete príncipes de los Infiernos, conocido también como “el señor de las moscas” (de ahí su grotesca representación en el diccionario). Su nombre deriva a Ba’ al Zebûb, un término despectivo que los hebreos emplearon para burlarse del hecho de que los templos donde era adorado estaban repletos de moscas, insectos que se alimentaban de la carne de los sacrificios que no era recogida y se dejaba pudrir dentro del templo. Antaño fue un poderoso querubín aliado de Lucifer que le siguió como su principal lugarteniente en la rebelión de los ángeles. Cuando fue expulsado junto con sus aliados se convirtió en uno de los grandes demonios. En la demonología antigua lo consideraban como un personaje que estaba después del rey del infierno. Esta figura gobernaba el Este como un gran duque infernal que comandaba 66 legiones de demonios;

Ilustración de Louis Le Breton, 1863.

Asmodeo, del persa aēšma-daēva, que significa “demonio de la ira” (aēšma, “ira”). Collin de Plancy escribe que su apariencia puede ser variable, pues algunos “comentaristas sostienen que es la de una ballena, y otros la de un elefante”. El ilustrador Le Breton se decide por una versión bípeda de esta última, que agarra su peludo y gordo vientre como una especie de Ganesh malévolo. Este demonio se presenta en los mitos bíblicos como el tenaz enamorado de Sara, la futura esposa del joven Tobías, quién con la ayuda del arcángel Rafael finalmente logra derrotarlo. Pero hasta la llegada de este piadoso varón, consiguió asesinar a siete aspirantes sucesivos a la virginidad de Sara. Collin de Plancy afirma sin rodeos que fue Asmodeo quien la poseyó en lugar de cada uno de los aspirantes;

Ilustración de Louis Le Breton, 1863.

Lucifer, justiciero mayor del infierno en quien el autor ubica su presidencia en Oriente y a quien se puede invocar el día lunes, en un círculo en cuyo centro esté escrito su nombre;

Paimon, rey infernal, conocedor de filosofía, arte, los secretos de la naturaleza y leal a Satanás. Con rostro andrógino, el demonio monta un dromedario y porta una diadema de perlas en la frente. Ordena doscientas legiones. Cuando se invoca, se escucha una gran voz y habla, hasta que el conjurador solicita moderación de su tono para, entonces, responder claramente a las preguntas que se le hacen. Por lo general, a Paimon se le reconoce la resucitación de muertos y la provocación de visiones.

Ilustración de Louis Le Breton, 1863.

Pursan, gran rey infernal. Figura humana con cabeza de león, llevando una culebra siempre furiosa, montado en oso, precedido por el sonido de una trompeta. Es el padre de los espíritus familiares. Ordena veintidós legiones.

Ilustración de Louis Le Breton, 1863.

En términos generales, al leer el Diccionario Infernal de Plancy, se tiene un importante documento cultural de miedos, fobias, maldades representadas en imágenes, evocaciones de muchos males convertidos en monstruos. Pero, ¿de dónde procedía el eco de tanta maldad? Quizás fuese el miedo a nosotros mismos, porque aquellos seres sacados de libros y grimorios no eran tan ajenos, éramos nosotros mismos antes de que los viejos temores fueran sustituidos por otros nuevos que han adquirido el perfil de lo demoniaco.

Al darle a lo moral un rostro demoniaco, deforme, monstruoso, le hemos adherido a lo sagrado los rasgos de la deformación. No podemos concebir el mal moral si lo pensamos con un rostro y con una forma que refleje paz, o alegría gozosa; tenemos que imaginarlo con un rictus de crueldad y de fealdad, violentando el rostro y la palabra que, por contraste, sólo asignamos a los sentimientos de realización y de plenitud. Es difícil imaginar un acto de crueldad, un ejercicio de barbarie, en un rostro que, por su mera forma, promete y presenta la bondad por medio de su cercanía y de su amabilidad. Pero sabemos que no es así. Ni un rostro de fealdad es índice de la maldad moral ni una imagen de belleza inmuniza contra ese mal. El rostro de sátiro de Sócrates escondía, como las imágenes de Sileno, lo más noble y bella de las almas. También sabemos que nadie impide que la música de Mozart acompañe las veladas de los exterminadores de Auschwitz. Para pensar el mal hemos de darle la imagen de la deformación, aunque sea la deformación interna, religiosa; si esa deformación se oculta, y el rostro aparente habla de lo contrario, pensamos que ese contraste es, a su vez, siniestro y nos aterra, nos paraliza, nos sumerge en un helado silencio.

Necesitamos los demonios que dan rostro al mal. Por ellos los definimos y precisamos el perfil de lo innombrable y contra ellos definimos y precisamos nuestra experiencia. Pero ¿y si el mal representado en el demonio fuera deseable, si lo demoniaco fuera un ideal estético y moral de la existencia? Pudiera parecernos difícil que los individuos y los grupos adopten conscientemente tal ideal, que elijan libremente el mal. Para gran parte de la tradición occidental y cristiana el mal no es elegible y es incomprensible la sed de la maldad. Para esta tradición, esto no es una opción ontológica, sino sólo una quiebra psicológica o social: eligieron el mal quienes no sabían cuál era su bien y son responsables, entonces, de su error.

Desde Freud hacen falta pesadas herramientas para adentrarse en el mundo del subconsciente. Valorar o interpretar sueños es oficio para gente muy sesuda y no deja de ser paradójico que algo tan general, frecuente y aparentemente espontáneo requiera tanta palabra y no menos fisiología. Por otra parte, los sueños cambian con el tiempo, lo que nos habla de una actividad cerebral menos natural y mucho más cultural de lo que tendemos a sospechar. Cuando miramos las imágenes impresas del Diccionario Infernal de Collin de Plancy, vemos que el imaginario moderno estaba plagado de seres que difícilmente aparecen en nuestros sueños (o pesadillas) actuales. Hablamos de Volac, Lucifer, Belsebú, etcétera. Los demonios parecen encarnar una amenaza proveniente de un entorno sobrenatural escasamente domesticado, así como el mundo primitivo de las deidades paganas. Una realidad entonces tan viva y amenazante como la hoy presentada por la escasez del agua, las desapariciones forzadas, el desempleo, el cambio climático y la mortalidad infantil.

Estos son nuestros demonios hoy en día y, al parecer, han triunfado.

 

 


 

[1] La palabra se forma sobre una raíz indoeuroepa “da”, que significa distribuir. Propiamente los daimon son mediadores en el desarrollo de la vida y de las buenas funciones  de la naturaleza y su buen reparto, y que reciben un culto común. Los principales grupos de daimones son las ninfas que facilitan el principio femenino de la fertilidad en la naturaleza.

[2] Se encuentran, por ejemplo, Historia de vampiros y seres maléficos, 1820; Diccionario crítico de Reliquias e Imágenes Milagrosas, 1821; Leyendas de los Mandamientos de la Iglesia, 1860; Leyendas Infernales, las relaciones y pactos de los anfitriones del infierno con la humanidad, 1861; La Vida y las leyendas íntimos de los dos emperadores Napoleon I y Napoleon II hasta el advenimiento de Napoleon III, 1863; Leyendas de los Siete Pecados Capitales, 1864.

[3] Belcebú, “príncipe de los dioses falsos” según Francis Barret (El mago, 1801) y demonio asociado al pecado mortal del orgullo para Michaelis Sebastien (Pneumologie: Discours des esprits, 1587), fue en su pasado angelical un miembro de la orden de los querubines y es en el presente uno de los siete príncipes del infierno, el príncipe que representa la gula según la versión de Peter Binsfeld (Classification of Demons,1589). No obstante, para algunos de los que sostienen las teorías del Triunvirato Infernal, Belcebú está entre los tres grandes: así, para el exorcista del siglo XVII Michaelis Sebastien, Belcebú es uno de los tres ángeles caídos más importantes junto con Lucifer y Leviatán mientras que para dos obras ocultistas del siglo XVIII Belcebú conforma, junto con Lucifer y Astaroth, la llamada “Falsa Trinidad”. Según la ocultista del siglo XVI, Johann Weyer, Belcebú (quien para la autora comanda la Orden de la Mosca) dirigió una exitosa rebelión contra Satanás (aunque esto no parece ser cierto) y llegó a ser el lugarteniente (segundo al mando) de Lucifer.


Autores
Doctor en Ciencias Sociales por la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad de Deusto, Bilbao, España, y maestro en Filosofía Política por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Docente en la Maestría en Transparencia y Protección de Datos Personales, de la Universidad de Guadalajara. Especialista en alianzas gobierno sociedad, mecanismos de participación ciudadana y en transparencia y rendición de cuentas. Ha publicado en el Instituto de Investigaciones Sociales y en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM; Instituto Matías Romero; en el ITAM; en la Universidad Iberoamericana, en Foreign Affairs, entre otros. Igualmente en revistas de divulgación como Librerías Gandhi y en Opera Mundi. Actualmente es Director del Colegio de Filosofía y Letras de la Universidad del Claustro de Sor Juana.