Mirador
Desde el punto más alto de la ciudad contábamos las luces que se iban apagando, imaginábamos las manos apretándose en lo oscuro, las palabras pronunciadas en los oídos, la sensación de estar parados en el borde de un sueño y contemplar el salto. Hablamos poco pero ese silencio nos bastó para entender que incluso la ciudad era finita, con límites claros, y que algún día el desierto alrededor reclamaría los edificios, las calles, los autos, las banquetas. Sin decir nada prometimos nuestros cuerpos y la energía total de nuestro impulso, nos juramos nunca pensar en qué momento terminaría la fiesta, sino acercarnos uno al otro lo más posible y bailar aunque del cielo cayeran los aviones.
Nunca creí en mi propia historia pero después de ese día dejé de inventarla y me abandoné a lo traslúcido, lo exacto y frágil como el rayo de luz que entraba a nuestra alcoba para alumbrar tus pies. Y fui como el polvo visible en ese rayo, ligero, flotando en la vocación de contemplar las partes de tu cuerpo más parecidas al agua.
Te miraba dormir como quien mira su espalda por primera vez y quería encontrar palabras para despertarte sin hacerte abandonar esa armonía. Cómo saber si al dormir no estabas mirando el principio de las cosas, una verdad impronunciable.
Ya sabiendo cuántas pestañas y cuántas cicatrices teníamos los dos, el tiempo pasó más rápido.
Sólo tú me reconoces hoy aunque no te reconozcas a ti misma. Yo estoy feliz de recordarte quién eres en la cama y en otros lugares que la piel echa de menos. Como la lluvia
que también es un país para nosotros.