Margaritas en la boca
Eusebio dejó de contar, había llegado a su destino. Desde hacía veinte años, la mitad de su vida, sólo en una cosa era constante: contar cada pasó que daba. Si se dirigía de la cama al baño, tenía que contar hasta el veintidós; del comedor a la entrada de su casa, hasta el treinta. Ahora se encontraba ahí, en la puerta del restaurante, que estaba a ciento ocho pasos de la estación del metro, esperando el momento en que su hermano llegara. Viviendo en una ciudad con varios millones de habitantes, con una relación que se limitaba a mensajes de texto y encuentros en las fiestas familiares, Eusebio anticipó la comida con su hermano como un acontecimiento.
—Te quiero presentar a alguien —le había dicho.
Eusebio pidió una cerveza y sacó la Moleskine, tomó un par de apuntes que le fue imposible anotar en el metro y pensó que escribiría llegando a casa, porque la novela no iba hacia ninguna parte, se estaba convirtiendo en un desperdicio de caracteres. ¿Qué hacer con la protagonista? Ojalá tuviera a alguien de confianza para pedirle su opinión, pero siempre se decía a sí mismo que confiar en el criterio de otro escritor era un suicidio. Golpeaba acompasadamente el lapicero contra la mesa: doce, trece, catorce; alguien tocó su hombro.
—Esta era la sorpresa —le dijo Hernán—. Te presento a mi novia.
Lo saludó de beso una mujer de unos veinticinco años, morena, delgada, a simple vista sin chiste, que en ningún momento le soltó la mano a Hernán.
—Mucho gusto, soy Flor Reyna.
Eusebio cambió de gesto rápidamente. No juegues, dijo. Hernán estaba desconcertado, no sabía de qué se trataba todo; Flor vio a ambos hermanos, guardó silencio.
—Ya, en serio, dime tu nombre —pidió Eusebio. Tras escuchar Flor Reyna otra vez, dijo que no se podía llamar así.
—Así se llama la protagonista de mi novela. Pase días, semanas tratando de inventarle el nombre.
Flor sonrió. Eusebio no dijo nada, y los tres se sentaron. Hernán platicó como se habían conocido: ambos trabajaban en la misma oficina de Correos de México, comenzaron a salir, y un par de semanas después se hicieron novios. Eusebio contó cuarenta pasos desde la mesa en la terraza hasta el baño. El regreso fue más rápido, treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro. No ponía atención a lo que decía Hernán. Pensaba en su novela, en la otra Flor Reyna. Era la protagonista de su primera novela negra, una mujer muy sensual, nada parecida a la casi adolescente que tenía delante; no se imaginaba a la novia de su hermano metiendo las manos en la tierra para esconder los dedos amputados de sus víctimas, abono para las flores que cultivaba con esmero.
—¿Verdad, Eusebio? Cuéntale a Flor de qué se trata tu primera novela.
Eusebio pidió otra cerveza al mesero que llevó la Coca-Cola de Hernán. No le gustaba hablar de lo que escribía; le estaba costando un esfuerzo terrible dar forma a la novela por la que, después de tantos intentos, lo becaron. Sólo dijo que era una novela negra, y que no se preocuparan; cambiaría el nombre de la protagonista.
—Sería maravilloso que lo dejaras como está —dijo Flor. Su voz sonaba ronca—. Con el mismo nombre.
Para no hacer más incómodo el momento, Eusebio se portó cortés, comentó que esa noche llamaría a sus papás a Pachuca y podría darles cualquier recado de parte de Hernán, que la tarde estaba nublada y debía irse porque en menos de una hora doblaría turno en la redacción del periódico. Todo era mentira, se despidió de ambos y avanzo setenta y cinco pasos hasta la esquina, donde tomo el primer camión que pasó y se bajó en la última parada, desorientado por completo al tratar de llegar a su departamento.
Aquella noche tachoneo los apuntes recién hechos en la Moleskine y sólo agregó una cosa a su novela. Flor Reyna tenía la voz ronca.
Pasaron dos semanas antes de que volviera a saber de ella. Eusebio descendió catorce escalones, avanzó dos pasos, otros catorce y salió a la calle. Flor Reyna salía del edificio de departamentos que estaba frente al periódico y se subió a una camioneta blanca, muy vieja, de esas que circulan sólo de milagro. Gritarle hubiera sido inútil. Al llegar a su departamento trato de escribir, avanzar un poco más en la novela para entregar en una semana los avances a su tutor, pero no consiguió escribir ni una línea. Pensó en Flor Reyna y la camioneta blanca. Solo había oído un par de frases salir de su boca, pero a la protagonista ya le atribuía el mismo timbre, y sustituyó los pechos generosos de la florista por el cuerpo ligero de su cuñada. Esa fue la primera vez que pensó en su desnudez. No quería imaginar que su hermano, un hombre recién divorciado a sus treinta y nueve años, le hacía el amor a aquella mujer con nombre inigualable.
Una semana después de enviar el avance a su tutor, Eusebio compró flores. Le había preguntado al dependiente, un señor con olor a rancio, a cuales les funcionaba mejor el abono casero, cuales sobrevivían en diferentes climas, cuales conservaban el olor más tiempo, que opinaba de las flores silvestres. Por compromiso compró un ramo de lo único para lo que le alcanzaba, unas margaritas. Las olió, llenó una jarra de agua y las puso sobre la mesa del comedor, a nueve pasos de la ventana.
Como guiado por una falsa voluntad, llamó a Hernán. En menos de tres minutos acordaron ir a cenar para compensar el almuerzo frustrado de la vez anterior. Flor Reyna también los acompañaría. Eusebio contó doscientos once pasos dando vueltas dentro de su departamento antes de bajar los cincuenta y seis escalones de dos en dos para llegar a la banqueta, donde lo recogió Hernán en su coche. Flor los vería en el bar. Tuvo los treinta minutos del trayecto para hablar con su hermano sobre trivialidades familiares, el divorcio, su nueva relación. Cuando llegaron, ella ya estaba ahí. Eusebio no quiso saber con qué frecuencia se acostaban o que costumbres tenía la frágil Flor Reyna en la cama, detalles que Hernán tampoco hubiera estado dispuesto a revelar.
Eusebio sintió en el cabello marrón de Flor el mismo olor de las margaritas, y estaba seguro de que su hermano gozaba la textura de los pétalos en la piel de su novia, a lo largo de las piernas, la espalda, el contorno de los muslos. Otra vez evadió el diálogo; asentía de vez en cuando o cambiaba drásticamente el tema, porque pensaba más en lo que dirían sus personajes, su Flor Reyna de ficción, que en quienes estaban sentados frente a él. Por petición de Hernán accedió a enseñarle el manuscrito a su cuñada.
Lo que pudo avanzar Eusebio aquella noche, al regresar a casa, era más de lo que había hecho en las últimas semanas. Antes de dormirse leyó un escueto mail de su tutor: Felicidades, pensé que no lo lograrías; las correcciones te las adjunto.
Al cerrar la laptop sintió unos deseos enormes por Flor Reyna, la novia de su hermano; contó setenta pasos en el departamento, llenó sus pulmones con el olor de las margaritas, se metió un pétalo a la boca y creyó que esa era la textura que cubría por completo a Flor Reyna. En las veinte zancadas que dio para ir de la mesa del comedor a su cama prefirió pensar en el vínculo fraternal que en el deseo.
Dos días después de la cena, salió temprano del periódico cargando una carpeta llena de hojas recién impresas. Ciento dieciocho pasos hasta la estación del metro, noventa dentro del subterráneo y luego los pisotones en el vagón para llegar a la estación más cercana a Correos de México, y apresurarse hasta la oficina, ya no contando los pasos sino las personas esquivadas. A las tres y cuarto Flor Reyna ya no estaba en la ventanilla, acababa de irse. Tampoco Hernán seguía en la oficina. Eusebio le rogó a la nueva dependienta que le diera el número de celular de Flor, dijo que era su cuñado y se trataba de una emergencia. Identificó el desdén de todas las secretarias maleducadas, pero consiguió los diez dígitos que necesitaba. Luego de tres bips, escuchó su voz ronca.
Flor Reyna le dijo que lo vería a las siete de la tarde en su departamento, pasaría rápido por el manuscrito antes de regresar a su casa, al norte de la ciudad. Eusebio contó casi cien pasos dentro de su departamento antes de salir a la misma florería para comprar otro ramo de margaritas amarillas y blancas. Pensaba en diálogos, su propia Flor Reyna extorsionadora, cosechando ramilletes, cortando tallos de alhelíes y sosteniendo flores entre sus labios delgados, que se curvaban en una mueca. A las siete y cuarto Flor Reyna se anunció por el interfón. Eusebio contó los cincuenta y seis escalones que separaban el río asfáltico de su puerta e imaginó el ritmo con que ella los subiría. Abrió la puerta y escuchó la voz ronca de su protagonista, dándole las buenas noches, con la cabeza un poco húmeda por el chubasco que acababa de empezar.
—Éstas las cortaron hace cuatro o cinco días —dijo Flor después de examinar las margaritas recién puestas.
—¿Qué sabes de floricultura?
—Lo suficiente como para escribir novelas.
Eusebio pensó en su protagonista. Deseaba a la mujer de su historia, la que tenía la voz de Flor Reyna, la verdadera. Sin que ella opusiera resistencia, aspiro el olor resinoso de su cabello, y bajo la lengua sintió la misma textura que en los pétalos del primer ramo. Aquella Flor Reyna era similar a su personaje, una variante exótica de sensualidad precisa. No vio a la lánguida adolescente, sino que distinguió los labios voluptuosos, una risa fascinante. Flor Reyna dejó que se atascara de su sabor, le dijo que ella también debía saber a tierra húmeda, a neblina en las madrugadas, pero eso era algo que él no tendría el privilegio de conocer en su cuerpo; tenía que irse con el manuscrito, le quedaba un trayecto muy largo y al día siguiente vería a Hernán. Eusebio trató de prestar atención a lo que acababa de escuchar para después transcribirlo en sus apuntes de la Moleskine, pero tenía en la lengua la textura de Flor Reyna, y sólo alcanzó a contar mentalmente los mismos escalones que ella descendió con rapidez.
Eusebio caminó por el apartamento seguro de haber contado ciento veinte pasos, ciento veintidós, ciento veintitrés, comenzó a toser, ciento treinta y dos, ciento treinta y siete, se dejó caer en el sofá de la sala y tosió muy fuerte una, dos, tres veces. A la cuarta escupió varios pétalos de margaritas.