Maremoto
El momento en que tomó el maletín para marcharse al trabajo coincidió con la llamada. Se acercó al teléfono, volvió a mirar el reloj en la pared: eran las ocho con cincuenta. Jamás recibía llamadas por la mañana; supuso que sería una equivocación o una emergencia. Dudó, pero levantó el auricular:
—Qué bueno que te encuentro —la voz de la mujer le era conocida, estaba seguro, aunque no pudo ubicarla.
—¿Quién habla?
—Soy Marisa, quería avisarte que vendí el departamento.
—Por favor dame un segundo.
Sabía que iba a tomarle algo de tiempo. Acercó una silla y dejó el maletín en el suelo. Antes de volver a la línea se aflojó un poco la corbata.
—¿Que hiciste qué?
—Quiero irme de viaje un tiempo, vendí el departamento.
La noticia lo tomó por sorpresa. Habían pasado dos o tres años desde la última vez que hablaron. “Quiero irme de aquí”, dijo Marisa aquella noche, justo cuando volvían a casa de una fiesta. No era la primera vez. Ocurrió con el veganismo, cierto día dijo: “Qué asco me da la carne” y acto seguido se deshizo de todo lo que había en el refrigerador; tiempo después le pareció que el budismo la llamaba y empezó a estudiar sus vidas pasadas con ayuda de un monje. “Quiero irme de aquí. Viajar, recorrer Europa como mochilera”, le dijo aquella noche. Así, sin más, como ahora. Él fingió entenderla, imaginando que, como en las ocasiones anteriores, aquello terminaría por aburrirla y volvería a casa en algunos días. No intentó detenerla, no preguntó qué pasaría después. Pero Marisa no volvió. Los abogados se encargaron del resto.
—¿A dónde te vas? —preguntó.
—No sé.
—¿Y por qué me llamas?
—Por el dinero. Dame tu número de cuenta para depositarte tu parte.
“Es un lugar hermoso, seguramente tendrán una buena vida aquí”, había dicho la vendedora. Él asintió y firmó los papeles. Marisa sonreía. La mujer les entregó las llaves y se fue. El camión de mudanza llegó esa misma tarde. Marisa supervisó obsesivamente dónde tenían que ir los sillones, dónde colgar el espejo comprado en el viaje de luna de miel a Los Cabos; eligió el color de las cortinas, los diseños, qué flores irían en el jarrón sobre la mesa. Siempre tomando en cuenta el feng-shui, su última afición. Aquella primera noche en el departamento hicieron el amor con las luces encendidas. Al terminar la vio cubrirse el pecho con la sábana, presionándola bajo los brazos, arrastrándola en tanto caminaba a la cocina. Le gustaba hacerlo así, como si estuvieran en una película. “¿Quieres algo?”. “Nada”, dijo él, todavía con la respiración agitada, inmóvil pero con la sensación de estar en una balsa mecida por la corriente. “Nada”, dijo, y era cierto.
—¿Sigues ahí?
—Aquí estoy. Espera, tengo que hacer algo.
Colocó el auricular sobre la mesa, caminó hasta el televisor —recorriendo con la vista los pocos muebles del lugar— y lo encendió.
—Ahora sí, ¿qué pasó?
—Dame tu número de cuenta, por favor, ¿te dejo mi número y me lo mandas en estos días?
—¿Por qué vendiste el departamento? —presionó el auricular con el hombro y comenzó a tronarse los dedos.
—Porque ya no quiero vivir aquí, ya te lo dije.
—¿A dónde irás?
—No sé, no importa mucho.
En la televisión un tipo vestido de traje hablaba sobre los exorbitantes gastos de un político. Alzó la vista hacia el reloj: otra vez llegaría tarde al trabajo.
—No te entiendo. No sé nada de ti en años y ahora me llamas porque te vas y me ofreces dinero.
—No te lo ofrezco, es tuyo, es la parte que te corresponde.
Se quedó callado un momento, luego preguntó:
—¿Se van los dos?
Después de algunos segundos, Marisa dijo:
—Nos divorciamos.
—Lo lamento.
—No importa.
—Aunque no importe lo lamento.
Hubo un silencio del otro lado de la línea. Él trató de escuchar el noticiero.
—¿Cuándo fue?
Marisa suspiró. En el noticiero hacían bromas sobre el clima de la semana y las posibilidades de lluvia.
—Si tiene algo que ver con el departamento merezco saberlo.
—¿Por qué tendría que ver? ¿Siempre tienes que hacerlo todo tan difícil?
—No está de más saber, ¿por qué no quieres contarme?
Silencio.
—¿Marisa?
—A veces, aunque uno se esfuerce, las cosas no marchan. Y yo no marcho, no aquí. Por eso me voy. Es todo.
Recordaba el primer desacuerdo, o lo que él veía ahora como el primer desacuerdo. El día que llegaron a Los Cabos Marisa insistió en que dejaran el hotel y se hospedaran en una cabaña. “Será más romántico”, dijo. Jamás pudo recuperar el dinero de las reservaciones.
—Tú me conoces, a veces me canso —continuó ella—. ¿Recuerdas nuestro último año juntos?
—Sí.
—¿Recuerdas cómo peleábamos?
—Sí.
—¿Recuerdas los ataques de ansiedad? ¿Recuerdas cómo te dejé los brazos aquella vez que…
—Sí —la interrumpió, repitiendo la afirmación varias veces.
Dejó el teléfono sobre la mesa, caminó hasta el baño y se arregló la corbata y el cabello frente al espejo. Luego apagó el televisor y tomó el maletín. Marisa todavía estaba del otro lado de la línea.
—Que te vaya bien, Marisa —dijo, y colgó el teléfono.
Días después recibió un paquete en el correo, muy temprano. “Marisa Sánchez”, leyó. Firmó de recibido y lo dejó sobre la mesa. Era largo y delgado, pesaba. Caminó hasta la cocina por un poco de agua, luego regresó a la sala y se quedó mirándolo. No tenía intención de abrirlo, no iba a abrirlo, no le daría esa satisfacción.
Encendió el televisor: un maremoto había azotado las costas de Indonesia aquella madrugada y había cientos de muertos. Vio un montón de gaviotas sobrevolando cuerpos desconocidos, lejanos, anónimos rostros azules. Imaginó las advertencias, la población negándose a abandonar sus hogares; lo entendió perfectamente: la pequeña e insignificante naturaleza humana luchando contra esa otra mucho más real, implacable. “Lo han perdido todo”, pensó, y quiso llorar, pero las lágrimas no llegaron.