Maneras de valer verga
Si algo significó la aparición de El pobrecito señor X, de Ricardo Castillo, fue la apertura total del llamado Lenguaje Poético a diversos registros del habla y de la actitud moral que se alejaban del formalismo esencialista y de la figura del intelectual a ultranza, diseñados para las letras del siglo xx mexicano. El pobrecito señor X rompió el pacto de civilidad asumido por los poetas mexicanos que impedía dinamitar el lenguaje literario, aséptico y trascendentalista, para arrojarse a un habla localizada y cargada de un uso cotidiano, la lengua del tapatío clasemediero (working class) de mediados de los setenta, con su combinación de atavismos lingüísticos y dislates propios de una ciudad de provincia del territorio mexicano. La elevación del habla local a figura poética permitió dejar registro de algunos temas que no rozaban la poesía de esos años: la vocación mexicana por el desmadre y la desmesura; el ámbito de lo íntimo en una familia nuclear con sus contradicciones y su asfixia heteropatriarcal; la intromisión de la cultura de masas como el rock y el cómic en el ocio cotidiano de los jóvenes; una sexualidad despersonalizada que pedía ser saciada. En este último sentido, la poética de Castillo es una celebración al cuerpo, propio y ajeno, como forma de ritual poético. Desde el inicio muestra una descarnada sexualidad y una cruda reflexión sobre los usos del cuerpo en un entorno pauperizado de clase media trabajadora, donde la sexualidad es un privilegio que se conquista (a madrazos o a labia o a puños de dinero), y no una parte integral de la vida, llegando así hasta los esfuerzos posteriores por diseñar una poética que se conjugue con una exploración de la corporalidad como vehículo de expresión poética. Todos estos registros conjuran para hacer de El pobrecito señor X un manual del fracasado, del nacido para perder, pero también una figura de rechazo al triunfalismo del poeta adánico que siempre acierta, que siempre inaugura grandes mundos.
Dotado de una recalcitrante ternura, enraizado en las prácticas diarias de todos aquellos que se saben al margen de los procesos modernizadores del gran capital, el discurso que Castillo enarbola frente al dominio de lo que ya en esos años tenía su buena cuota de abandonados, el mercado, la mejor manera de salir bien librado es la antisolemnidad del relajo. En esa risa desmadrosa se aprecia uno de los rasgos que lo hace más disfrutable y que permite releerlo con tanta pasión: es un libro que pone en crisis a las formas sancionadas de la masculinidad, y no desde la disidencia sexual, como en el caso de un Abigael Bohórquez, sino de las prácticas de la masculinidad imperante que demuestran, bajo el perfil ácido de la parodia de Castillo, su inoperancia y su frivolidad. Jugar bien al futbol, conquistar a la chica con las proezas adecuadas, salvar al mundo (así sea por medio de la poesía), ser el héroe de la película que llamamos vida. Todos esos modos de ser varón (tapatío de Santa Tere, por mayor ventura) que tenían su eficacia en el reconocimiento de una hombría sancionada por todos y que no permitía variaciones; esos rasgos van a ser puestos a prueba por la manera, siempre en fuga, en que Castillo los arrostra: el humor y la desafiante ternura. Porque en el fondo, y tiene todo el derecho al bronce, «no existen tristes que sean pendejos».