Tierra Adentro

No parece fácil concluir qué es lo que define la masculinidad, un misterio que escapa a cualquier categorización y que se arraiga en la tradición de los usos y las costumbres, rol que ha trascendido hasta volverse pilar incuestionable y base del sistema social domi­nante. La pareja, semilla del núcleo social básico, la familia, cons­truye, a partir de los roles de género y de un intrincado y complejo sistema cultural, una serie de reglas y patrones de conducta que habrán de seguirse de manera rigurosa y dentro de distintos con­textos, en los que la vinculación afectiva idealiza el deber ser, que, al verse dañado, pone en evidencia la vulnerabilidad de ese com­plejo constructo conocido como “familia”.

La necesidad de supervivencia se ostenta como el más pode­roso disolvente de los lazos afectivos y familiares en tres filmes que, además de estar comunicados por un eje temático definido, parecen hallar similitudes en estilo, forma y representación. To­mando como punto de partida el filme sueco Fuerza mayor (Tu­rist, 2014), de Ruben Östlund, y tratando de elucidar puntos de convergencia con los filmes El planeta más solitario (The Loneliest Planet, 2011), de Julia Loktev, y El resplandor (The Shining, 1980), de Stanley Kubrick, se hace evidente que se trata de cintas en las que se trastocan los fundamentos de la existencia de la familia y la pareja, en donde un impulso experimentado por el hombre en una situación de emergencia, sea política, ambiental o psicológi­ca, desestabiliza la armonía y confort propios de una moralidad basada en el arquetipo.

Aquí es pertinente distinguir entre lo que llamamos “instinto” e “impulso”. El instinto, como fue concebido por Sigmund Freud, se afinca en un ámbito estrictamente biológico, proveniente de la etiología (el estudio del comportamiento de los animales) y que posteriormente Lacan definió como el conocimiento que la naturaleza exige de lo vivo para que se satisfagan sus necesida­des, mientras que el “impulso” hace referencia a la lucha entre los deseos y la naturaleza, que, según Lacan, nace de la necesidad. Partiendo de este punto, ¿qué es lo que lleva a los protagonistas masculinos de estos filmes a romper el mito protector de la mas­culinidad? ¿Instinto o necesidad?

El impulso desconoce y niega la convención, el miedo traiciona el afecto y la desesperación destroza todo vínculo y pone al hu­mano al descubierto, exponiendo una crudeza que nuestra codi­ficación moral etiqueta como “vil” o “despreciable”, pero siempre abocada a la supervivencia, no de un grupo vinculado por el afec­to, sino del individuo. En Fuerza mayor, Ruben Östlund, con un estilo fílmico de sofisticado rigor formalista, presenta una situa­ción temible por su palpable cercanía: una familia que vacaciona en los Alpes suizos se encuentra plácidamente tomando el al­muerzo a la vista de una imponente montaña blanca cuando una avalancha comienza ofreciéndoles lo que parece ser un espectá­culo y que conforme se va acercando siembra la incertidumbre, que se va convirtiendo en terror. La cabeza de familia, al ver el peligro inminente, toma su celular y sus guantes de la mesa y huye despavorido, mientras su familia es devorada por una gélida niebla blanca. Cuando la nieve se disipa, la madre y sus dos hijos permanecen quietos, al tiempo que el padre regresa, ya pasados un par de minutos, sin asomo de vergüenza. Una falsa alarma de lo que terminaría por convertirse en una catástrofe íntima.

Esta catástrofe se detona a raíz de un catalizador que en Fuerza mayor es meteorológico, y que en otros filmes tiene un detonan­te distinto pero resultado muy similar. En El planeta más solitario (2011), de la cineasta Julia Loktev, el catalizador es de cariz so­cial y político, mientras que en el clásico del género de horror El resplandor (1980), de Stanley Kubrick, viene de los abismos de la patología mental, aparentemente empujados por lo paranormal, pero escalofriantemente reales. En los tres filmes hallamos una marcada distancia de lo doméstico. El turismo y el espacio permi­ten la exposición a factores que difícilmente se encontrarían en un entorno dominado por la rutina, ya sea de una pareja o de una fa­milia. La naturaleza, representada por el espacio físico, toma una predominancia clara sobre los vínculos afectivos en las tres obras, sean los majestuosos Alpes, el gélido hotel Overlook o el altiplano de las montañas del Cáucaso, donde parece experimentarse una angustia agorafóbica por debajo de lo que inicialmente se percibe como asombro. Los tres filmes son conscientes de la importancia de sus espacios: majestuosos pero fríos, hermosos pero enigmáti­cos; atracciones turísticas que parecen reivindicar su neutralidad al rechazar a sus visitantes, mediante la erosión de sus relaciones, devolviéndolos a un estado primitivo en el que la supervivencia se convierte en ley suprema.

La cineasta francesa Julia Loktev presenta en El planeta más solitario a Nica y Alex, interpretados por Hani Fustenberg y Gael García Bernal, una pareja comprometida que se embarca en una expedición a las montañas del Cáucaso, atravesando una espe­cie de ritual previo al matrimonio. Después de días de caminar sobre vastos espacios de una naturaleza bucólica, la pareja, junto con su guía, se desvía y, en un descanso, encuentran un par de sujetos armados que los amenaza. En un momento, Alex pone a Nica frente a él, protegiéndose; después de unos cuantos segun­dos adopta su postura de macho protector, colocándose entre el arma y su pareja. Después del incidente se da una ruptura del núcleo afectivo tan silente como la que se aprecia en Fuerza ma­yor; la crisis de la pareja hace implosión, no de manera explícita como en los filmes de Östlund y Kubrick, pero en la que la diso­lución de la pareja se define por la distancia y todo aquello que no se expresa.

Un momento basta para perder la confianza y experimentar una aguda soledad, como la de Ebba en Fuerza Mayor o la funes­ta ansiedad de Wendy en El resplandor, que se hacen patentes en el lenguaje corporal de Nica. Aquí las mujeres quedan expuestas y vulnerables ante un impulso masculino pero no adoptan un rol pasivo; buscan reivindicar su papel en una dinámica nueva, ya sea preservando a la familia o buscando confort y seguridad en una relación nueva. Las políticas de género de estos filmes las ubican en roles tradicionales: desorientadas y confundidas ante esta innegable crisis: el derrumbe del mito de la masculinidad.

Este mito de la masculinidad se asocia a valores y atributos generalmente vinculados a la figura paterna, anclada en la pro­tección. Cuando ese ideal se pervierte, la incertidumbre y el mie­do invaden y amenazan la estabilidad de la institución familiar, produciendo una angustia terrible que culmina en el horror do­méstico. En El resplandor, del cineasta estadounidense Stanley Ku­brick, la familia integrada por Jack Torrance se ve amenazada por una abstracta psicosis que ataca al padre de familia, cuando los espectros del gélido hotel Overlook lo convencen de asesinar a su esposa, Wendy, y a su hijo Danny (Danny Lloyd). Lo que empuja a Torrance desobedece las convenciones de conducta asociadas a la figura del macho protector, como la patética cobardía de Tomas, el patriarca de Fuerza Mayor, y el fugaz, pero contundente miedo de Alex, de El planeta más solitario, pero, a diferencia de ellos, Jack Torrance permanece atrapado en ese impulso destructivo, en el que su sentido de preservación parece estar inducido por las inclemencias de un espacio físico con características específicas que demanda la muerte de la familia en pos de una prerrogativa paranormal. Así como en Fuerza mayor los hijos de Ebba y Tomas perciben la reacción del padre como una traición, Danny parece nunca confiar en su padre, sabiendo que en cualquier momento esa traición se materializará hasta llegar al deseo homicida. En apariencia, su poder premonitorio le permite adelantarse a la dicotomía “instinto/necesidad” que Jack habrá de experimentar como una crisis.

Mientras que en otras películas como Escenas de un matrimo­nio (1973), del sueco Ingmar Bergman, ¿Quién le teme a Vriginia Woolf ? (1966), del recientemente finado Mike Nichols, o Perdida (2014), del estadounidense David Fincher, se diseccionan los me­canismos de oscuras y complejas dinámicas de pareja en el ámbi­to doméstico con una tónica similar, los filmes de Östlund, Loktev y Kubrick llevan esta disección a situaciones límite y en géne­ros evidentemente diáfanos. Östlund presenta esta crisis como una comedia negra de refinado patetismo; Loktev, como un im­penetrable filme adherido a nociones estructuralistas, y Kubrick como un hiperestilizado y rimbombante filme de horror; pero la visión de los tres directores tiene similitudes a nivel formal, particularmente en la elegante y austera composición del cuadro cinematográfico, rebosantes en extraña simetría.

Hacia el final, cada una de las cintas elige una resolución dis­tinta que se encamina a resarcir y reconstruir la figura protecto­ra desde un lugar diferente. No existe, entonces, disolución total, pero el insondable efecto de la duda habrá de impedir su perpetui­dad. De la misma manera que la duda y la crisis son álgidos pun­tos narrativos en cada una de las películas, el perdón y el castigo, tácitos o implícitos, apuntan al restablecimiento de los vínculos que habían sido previamente dañados. Se convierten entonces en acciones conciliadoras, restaurando el orden social y afectivo. Pero esa reconciliación no parece ser menos instintiva o necesaria que el impulso destructivo. Creer que un hombre, sea un padre o una pareja, no debe abandonar su rol protector, se hace una con­vención necesaria para la supervivencia, pero la naturaleza niega, silente y poderosa, nuestra necesidad de sobrevivir.