Tierra Adentro
Ilustración realizada por Axel Rangel
Ilustración realizada por Axel Rangel

Mario Calvino se embarcó en 1909 desde San Remo, en la región de Liguria, hasta la península de Yucatán, en México, para ocupar un puesto en el Ministerio de Agricultura. Era ingeniero agrónomo y viajó con Evelina Mameli, profesora de Botánica en la Universidad de Pavía, quien lo acompañó desde el noroeste de Italia. En 1917, durante la Revolución mexicana, se mudaron a Cuba y fijaron su residencia en Santiago de las Vegas, suburbio de La Habana. En vísperas del retorno, un lunes 15 de octubre de 1923 nació Italo, con un nombre que escogió su madre para recordarle sus orígenes. Los Calvino regresaron a la patria un par de años después y el pequeño Italo pasó su infancia en la Villa Meridiana, junto al campo de San Giovanni Battista, donde su padre cultivaba toronja y aguacate en San Remo.

Primero se matriculó en la Facultad de Agronomía de la Universidad de Turín, aunque finalmente estudió Letras y se tituló con una tesis sobre Joseph Conrad. Se enroló en la Resistencia con las brigadas “Garibaldi” y combatió durante algunos meses en la zona de los Alpes Marítimos. Formó parte del Partido Comunista. Participó en la atmósfera intelectual de Turín y Milán. Su primer cuento lo leyó Cesare Pavese y se publicó en la revista Aretusa, en diciembre de 1945. Escribió el resto de su vida. Fue un ermitaño en París de 1967 a 1980. 

En la escritura de Italo Calvino, la proclividad por el realismo y la seducción de lo fantástico convergen en un punto donde la invención literaria sirve de ambiente para la reflexión filosófica. Sus fábulas proponen alegorías en cuyo centro orbita la experiencia humana como un evento indisoluble. En 1960 compiló la trilogía de novelas Nuestros antepasados El vizconde demediado (1952), El barón rampante (1957) y El caballero inexistente (1959)—, un ciclo fundamental en la obra del escritor, cuyo origen se puede rastrear al momento cuando la editorial Einaudi le encargara la colección de Cuentos populares italianos (1959) a principios de la década.            

En la nota a la edición de Nuestros antepasados, Italo Calvino apunta: “Yo antes hacía relatos ‘neorrealistas’, como se decía entonces. Es decir, historias que le habían ocurrido a otros, no a mí, o que me imaginaba habían ocurrido o podían ocurrir, y esos otros eran gente, como se dice, ‘del pueblo’, pero siempre algo raros, en cualquier caso personas curiosas”. Escribía rápido, con base en frasecitas breves. Lo que le importaba reflejar era cierto impulso, cierta actitud: “He querido hacer una trilogía de experiencias sobre cómo realizarse en cuanto seres humanos”.

Italo Calvino se dedicó a escribir El vizconde demediado en 1951 como un pasatiempo privado. Tenía en mente la imagen de un personaje partido en dos y pensó que el tema del sujeto demediado era significativo, de índole contemporánea: “[…] todos nos sentimos, de algún modo, incompletos, todos realizamos una parte de nosotros mismos y no la otra”. Para lograrlo escribió una trama simétrica, con un ritmo de relato fantástico y de aventuras, pero también con una performance en la que ética-política y moral coinciden con un relato sorpresivo, cuya función teatral finalmente es sacudir las emociones humanas.

Medardo de Terralba regresa de la contienda en la llanura de Bohemia dividido en dos mitades exactamente igual de insoportables, una buena y otra mala; regresa vivo y demediado por la bala de un cañón. En esta moral fabulada a partir del relato fantástico, el vizconde de Terralba le asegura a su enamorada que cada encuentro de dos seres en el mundo es un desgarrarse: “Oh, Pamela, eso es lo bueno de estar partido por la mitad: el comprender en cada persona y cosa del mundo la pena que cada uno y cada una siente por estar incompleto. […] No solo yo, Pamela, soy un ser partido por la mitad y separado, también lo eres tú y todos”.

La editorial Einaudi publicó El barón rampante en junio de 1957. Italo Calvino tenía entonces treinta y tres años. En otra edición de 1965, con un anagrama como pseudónimo, Tonio Cavilla escribió: “El autor de este libro no ha hecho sino desarrollar tan sencilla imagen y llevarla hasta sus últimas consecuencias: la vida entera del protagonista transcurre en los árboles, una vida nada monótona, antes bien, llena de aventuras, y nada eremita, aunque entre él y sus semejantes mantenga siempre esa mínima pero infranqueable distancia”. Esa sencilla imagen narrada hasta el absurdo la leyeron tanto Italo como Tonio: “Un chico se encarama a un árbol, trepa por sus ramas, pasa de una planta a otra, decide no bajar nunca más”.

El barón Cosimo Piovasco di Rondò se sentó por última vez a la mesa familiar en el comedor de la villa de Ombrosa un 15 de junio de 1767. Tenía doce años la tarde en que subió hasta la rama más gruesa de un árbol, las piernas colgantes, los brazos cruzados, el tricornio calado sobre la frente, y le anunció a su padre que no bajaría nunca más. Desde luego, el barón rampante cumplió su palabra. Como descendiente directo de Alice Liddell o Peter Pan o Mowgli o Tarzán, el humorismo poético y fantástico de Cosimo abreva del relato de la infancia y de la memoria, particularmente de la nostalgia, para producir divertimento literario, sorpresa y alienación, y abordar un tema narrativo hasta sus límites.

En noviembre de 1959 aparece El caballero inexistente para completar un ciclo de novelas que propone una genealogía de antepasados del hombre contemporáneo. En una carta que dirigió al crítico Walter Pedullà por su reseña de la novela en el semanario Mondo Nuovo, Italo Calvino escribe: “El caballero inexistente es una historia sobre los distintos grados de existencia del hombre, sobre las relaciones entre existencia y conciencia, entre sujeto y objeto, sobre nuestra posibilidad de realizarnos y de establecer contacto con las cosas…”.

A salvo de la alegoría política, las fábulas de Italo Calvino pretenden observar y representar las condiciones de la otredad hoy, su alienación y melancolía, el miedo al vacío, la (in)existencia o la muerte, esa aspiración a una humanidad total. “Si escribo cuentos fantásticos, es porque me gusta dotar a mis historias de una carga de energía, de acción, de optimismo, para lo cual no encuentro inspiración en la realidad contemporánea”.

Tac-tac, tac-tac repicaban los cascos del caballo de Carlomagno en las murallas de París mientras pasaba revista a su tropa, se detenía ante cada oficial y se volvía a mirarlo: “¿Y quién sois vos, paladín de Francia?”. “¡Salomón de Bretaña, sire!”, le contestaba el soldado levantándose la celada del yelmo, y luego añadía alguna noticia, “cinco mil caballeros, tres mil quinientos infantes, mil ochocientos de servicio, cinco años de campaña”. Era costumbre que los caballeros descubrieran su nombre y su rostro, tac-tac, tac-tac, hasta que llegó ante un caballero de armadura totalmente blanca: “¡Yo soy Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, caballero de Selimpia Citerior y Fez!”.

El caballero blanco no se levantó la celada porque sencillamente adentro de su armadura no había nada. “¿Cómo es que no mostráis la cara a vuestro rey?”, le increpó Carlomagno, y Agilulfo de los Guildivernos le contestó: “Porque yo no existo, sire”. Después de vacilar un momento, con una mano firme pero lenta, se levantó la visera. El yelmo estaba vacío. Dentro de la armadura blanda de iridiscente cimera no estaba nadie. “¿Y cómo os las arregláis para prestar servicio, si no existís?”, preguntó el rey de los francos, “¡Con fuerza de voluntad y fe en nuestra santa causa!”, dijo Agilulfo, el caballero inexistente.

Con el ciclo de novelas Nuestros antepasados, Italo Calvino fabula tres grados de acercamiento a la realidad: en El caballero inexistente, la conquista del ser; en El vizconde demediado, la aspiración a sentirse completo por encima de las mutilaciones impuestas por la sociedad; en El barón rampante, un camino hacia una plenitud no individualista alcanzable a través de la fidelidad a una autodeterminación individual. Para Calvino, su genealogía de personajes heráldicos representa y preconfigura a los sujetos contemporáneos, en la que en cada rostro hay algún rasgo, un gesto o una marca de las personas que están a nuestro alrededor.

Dos años después de que se publicara en Turín la trilogía Nuestros antepasados, Italo Calvino partió hacia París, primero para una estancia breve, luego por varios años más. Volvió a Cuba en enero de 1964 para visitar la casona de Santiago de las Vegas en la que nació. Le había contado a su madre que un ciclón la destruyó en 1926, apenas al año siguiente que ellos partieron de la Isla. “Nací tan en San Remo, que nací en América”. Declaradamente turinés, escribió muchas palabras entre Roma y Milán. Por último, llegó a la ciudad más temida por Marco Polo, aquella de la que no volvería y cuyo único secreto es que solo conoce partidas, pero no llegadas.

Eran las 3:30 horas en Siena cuando volaron todos los pájaros del mundo sobre el cielo de la Toscana el 19 de septiembre de 1985.

Un cuervo bajó lentamente en círculos por la campiña.            

Italo murió en Italia.