Tierra Adentro

Ricardo Garibay fue uno de los escritores más prolíficos de México. Su personalidad malhumorada construyó una figura propia. Cigarro en mano y con el ceño fruncido, Rodrigo Márquez Tizano traza un perfil del autor de La casa que arde de noche, y del mítico conductor del programa televisivo “Temas de Garibay”.

Dice Ricardo Garibay: “Es evidente que nunca he sido un pistolero, que nunca pude haberlo sido, y que hoy tampoco sería un pistolero, claro, pero también es evidente que uno de mis grandes afanes, acaso de la niñez, fue ser un gran pistolero; en mis personajes está puesto mi afán, una secreta autobiografía, que nunca viví ni cumplí, pero creo me habría gustado mucho llevar a cabo.”

Una noche, Garibay sacó un revolver en su programa de televisión. Alguien, no me acuerdo quién, tuvo que habérmelo contado: primero, porque yo no tenía edad para andar viendo a Garibay en la televisión, y porque de haberlo atrapado por casualidad, digamos, desvelándome a escondidas luego de la hora de acostarse, no le hubiera dejado a Imevisión ni por error: siempre arrebujado bajo la franela y el mute para que mi madre no reconociera la inconfundible tonadilla del Gordo Porcel y sus mininas.

De habérmelo encontrado a golpes de control remoto una madrugada, por puro azar y movido por el ocio, por desobedecer nada más, con esa petulancia tan suya, de ceja entallada y voz de estrépito, hubiera sufrido pesadillas. El humo en la oscuridad del set: la cuba sudada: ceniza en la mesa de fieltro verde: “Hola, buenas noches. Esto es “Temas de Garibay”, yo soy Ricardo…”.

La cosa era quedarse despierto el mayor tiempo posible. Garibay, el gran Yo bajo los kilos de antibrillo: Garibay como sedante: Garibay perorando sobre El cantar de los cantares, amparado el enorme dolor tras una mueca de violencia infinita: Garibay, contradictorio, aquejado por una metástasis invisible y voraz, intercambiándose el traje de escritor por el de figura mediática y burócrata y boxeador en medio de la charla: furibundo Garibay da un golpe sobre la mesa, y luego sobreviene el silencio, como no queriendo, moviéndose despacio entre los objetos que componen la habitación, iluminados por la tintura verdosa de un televisor coreano: la cosa era quedarse despierto el mayor tiempo posible y aquella mesa no era opción para resistir las horas de una época sin infomerciales, antes de que los perros comenzaran a ladrar en la madrugada o el televisor proyectara esas barras de colores tan solitarias y tan rectas.

Dice Garibay: “No soy premio Nacional de Literatura, no soy Premio Cervantes de Literatura, ni Premio Nosequé Latinoamericano de Literatura, no soy Premio Alfonso Reyes ni Premio Juan Rulfo de Literatura. Dos veces me lo negaron y dos veces el Nacional. No soy nada. Nunca me han dado nada, y los jurados, no nos podemos hacer locos, son más o menos los mismos de siempre. Son contemporáneos míos, bastardos que no me perdonan la independencia o la valentía o la altivez varonil.”

(“Pasaba frente a la puerta de vidrios: o pasaba frente a los vidrios de la puerta”) y celaba su prosa con la misma convicción que depositaba en sus advertencias y sus gestos: violencia en cada sílaba, antes de asentarse, violencia que recorre todas y cada una de las posibilidades de ser a través del espacio entre otras dos palabras; u otras veces, cimentada esa misma ira en el histrionismo involuntario: movía y disponía de las palabras con el esmero solemne, casi hierático, del místico defraudado: no como verbalización pura de la agresividad: no como una cadena sonora inviolable: no recurriendo a la animalización del otro para reconciliar el lenguaje con lo humano. Garibay defendía el amor con violencia, mataba por él, casi constantemente, vivía matándose. (“Las ramas del pirul rugían y eran azotadas por los vientos de la tarde: o era una tarde cargada de vientos que rugían azotando las ramas del pirul.”) Así y sólo así, la escritura se convierte en un acto de venganza: para narrar lo que la vida niega y para caer en cuenta de cómo se empeña en negarlo: o para recrear un mundo de antagónicos, una realidad de imposibles: o para asquearse de la autobiografía sin renunciar a ella, dolorosamente, sin remedio: ahí mismo, en la sumatoria del párrafo puesto de cabeza una dos tres todas las veces, amaba Garibay, con toda su violencia: como si el enunciado se hubiese tratado en realidad de un cristal quebrado en miles de fragmentos, uno que tuviera una sola solución acertada y otras mil equivocadas.

Amaba hasta en los silencios y amaba sobre todo en las pérdidas. Con el paso del tiempo fue cada vez más preciso en el oficio de nombrar las cosas: necesitaba ejercer el dominio del lenguaje con precisión: ¿hay otra manera de asir lo invisible? La prosa dúctil, oral o enroscada sobre sí misma, a conveniencia del oficiante y nunca del lector, temerosa de no encontrar la salida de ese laberinto de equivocaciones, una prosa colorida, que se tomaba muy en serio a sí misma, que punteaba los vacíos para volverlos casi evidentes, hasta colorearlos. Cada uno de sus libros parecía incluir un par de bocinas. El lugar común es coincidir en que era poseedor del oído más privilegiado de su generación. ¿Y eso era exactamente qué para Garibay, si nunca perteneció a ningún grupúsculo ni tampoco se forjó bajo las grutas del nepotismo? Detestaba a los cazadores de ventajas, a los subordinados del poder.

No dependía del beneplácito que le negó la clase comprometida (Revueltas: “Qué frívolo eres, Ricardo, básicamente frívolo, casi te envidio”), porque no podía con el clásico hombre de partido que se dejaba caer, extenuado, ante el precipicio que separa la conciencia de los lemas. Le daban la vuelta también los agremiados, los cofrades inexorables, las camarillas bien montadas: era forastero en esa República de las Letras donde hace falta mucha maña para tramitar un pasaporte con los sellos apropiados. Nunca consiguió el favor de Fuentes, ni el de Benítez; ni falta que le hacía: Garibay vivió de sus escritos, nunca mendigó becas ni premios. Vivía en permanente guerra contra el mundo. Sin embargo, en el fondo de su ser (hondo y colmado de sí mismo), Ricardo Garibay anheló parte de ese reconocimiento que le fue vedado: el hombre vanidoso destruye y ama al mismo tiempo lo que pertenece a las multitudes.

Esto le causaba cierto malestar, porque estaba consciente de que son los enemigos quienes sacan a relucir la peor y más auténtica fracción de nosotros mismos. Entonces trazó un camino aparte. Fue un solitario, sobre todo porque participó de la literatura de la forma menos común: como escritor y no como cortesano. No acabaría nunca la rabia del pirul.

—Es de Bellas Artes, don Ricardo, que lo quieren para una conferencia en mayo.

—Pregúnteles cuánto.

—Dicen que es para unos alumnos de prepa, que nunca pagan a los conferencistas.

—Pues respóndales que yo siempre cobro.

Dice Garibay: “La cosecha literaria del boxeo es el vacío, como miseria económica y moral, como tara mental, como desesperanza. El púgil ha de acabar convertido en bagazo de la sociedad canalla, en desecho de publicistas y los apostadores”.

Ricardo Garibay es autor de la pieza más vibrante sobre boxeo escrita en nuestro país: “Las glorias del Gran Púas”, crónica de los excesos que el excampeón mundial se permitía cuando gobernaba entre los gallo: desde las bacanales en el último piso del legendario Hotel Alexandria en Los Ángeles, hasta las furtivas escapadas a Acapulco, acompañado de güeras y gorrones; pasando por las excursiones a la Bondojo (y sus cantinas), o los eternos trayectos hacia cualquier parte, porque en cuanto se asentaba, aunque fuera por cinco minutos, a Rubén le entraban las prisas. De ahí que el autor no tuviera otra salida sino echar mano a la invención, que no hace sino engrosar la leyenda. Garibay describe con precisión imaginaria los infaustos remedios urdidos, lo mismo para sobrevivir la cruda, que para dar el peso frente a la báscula; consigue apropiarse del campeón, darle otra vida: lo hace uno de sus personajes, y como todos los personajes de Garibay, Rubén Olivares encuentra su tragedia personal en el incumplimiento de un destino que lo atrae y lo repele a partes iguales. Una tragedia redelineada como el trecho entre el hombre y los objetos que lo aguardan a cierta distancia. Ya el convenio épico no se afianza con las cosas sino con su ausencia.

El “Púas” se resiste a provocar una catarsis y parece divertirse sin que otra cosa le importe en el mundo más que gastarse el dinero duramente ganado, porque en caso de necesitar más sólo le hace falta subirse al ring a intercambiar trompadas. Al personaje no, algo se rompe cada vez que se mete entre esas doce cuerdas: ahí es donde aparece el conflicto dual que aqueja también al Negro en “Soledades” o al Guaymas, en “Oro de peso pluma”, dos cuentos que retratan la esencia del derrotado, como la gran mayoría de la literatura dedicada al boxeo, pero que logran mantener por debajo una segunda historia, casi secreta, más dolorosa e interminable.

A Garibay lo seducían esos héroes capaces de desmoronarse sin perder un ápice de su grandeza, quizá porque en ellos encontraba el espejo de sus propias pretensiones. Parecen reconstruirse desde las pavesas con facilidad pasmosa: pómulos como volcanes, carreras hundidas, managers ladrones; ninguna situación, por más adversa que parezca, es capaz de aplastarlos por completo. Lo que Garibay decide no resolver es si este rizo imperecedero consiste en una especie de castigo, o por el contrario, resulta una bendición. Que “Las glorias del Gran Púas” sea considerada la gran obra de la literatura boxística mexicana responde a su indudable calidad, pero también al hecho de que existe poco sobre el tema. Ahí también iba adelante Garibay, a quien no le importaba entrometerse en asuntos que los intelectuales tachaban de grotescos o rudimentarios. No sólo fue aficionado al boxeo sino también practicante, quizá porque estaba consciente de que el raquitismo propio de la época se empeña en hacinar el sentido de la vida en estos actos, negándole el acceso a quienes se consideran demasiado solemnes para participar en ellos.

Una vez, justo antes de cumplir los sesenta, Garibay se le acercó a Bonifaz Nuño, y con los ojos llenos de lágrimas, le dijo: “Yo nunca, en mi vida, he tenido un momento feliz”.

En un principio, cuando era apenas un muchacho carilindo que se dedicaba a alborotar los pasillos de la preparatoria con sus discursos, mucho antes de los litigios, o los puestos públicos, antes también de que se desbordara sobre su cabeza el peso de ese encono provocado casi sin querer en funcionarios serviles y mafiosos de saco de pana, antes incluso de las correrías al lado de Bonifaz y Fausto Vega, Garibay pensaba en la literatura como una calzada llena de imprevistos en donde el único superviviente podía ser aquel que revelara verdades nunca antes conocidas, de maneras que ningún otro escritor se hubiese atrevido a imaginar. El fantasma de lo original sobrevolaba las páginas de Wasserman y Rolland, que Garibay devoraba con ansias creadoras. ¿Se agotan los pensamientos cuando el gran escritor ha descargado su tinta sobre ellos? Luego llegó la obsesión por esculpir con el lenguaje: la torreta de imágenes, disparadas hacia todas direcciones, en parrafadas o perdidas entre diálogos de calle y una barnizada de autocensura (la única clase de represión que el temperamento de Garibay admitía venía desde su interior). A pesar de su preocupación formal por la claridad, Garibay sabía llevar la sugerencia hasta las últimas consecuencias: confiaba en las significaciones pero también sabía apelar a un mundo inmediato, de presencias.

Los objetos en su escritura no obedecen a ningún sistema, ni tampoco están encorsetados por la demostración de mundo teórico. A la Literatura, con mayúscula al principio, la entendió como añadidura de texturas y matices, destellos aleatorios que consiguen engranarse con algún éxito y sin obedecer por completo a la lógica, en esa inminencia inconclusa de la tradición: una enorme estructura de la que tomamos y somos tomados.

Luego finalmente se hizo escritor. Bonifaz se lo dijo, cuando recién había publicado “Par de reyes. Felicidades, ya eres escritor”. Garibay se hizo elofendido: “¿Apoco no éramos ya?” Y el poeta le contestó que no, que el escritor es ése que escribe en el momento que le da la gana exactamente lo que le viene en gana. Pero hay algo más. Tiene que ver con la repetición. Literatura es decir inútilmente una vez más y no de la mejor manera, lo que ya se dijo muchas veces.

Garibay se empezó a morir cuando notó que la vejez le colgaba sin pena de los anchos hombros, casi con saña. No podía soportarlo. Una de sus dolencias más arraigadas consistía en extrañar la juventud. Anhelaba ser inmortal y después morir.

La imagen cobra fuerza (alguien me lo contó, o yo mismo, entre sueños, puede que recuerde la aparición del ogro): Garibay, cuello de tortuga, gesto enervado, los ojillos claros inyectados de un rojo intenso (o verde: la tv era una cascada de verdes), saca una pistola en medio del set. La llevaba oculta en el bolsillo interior de un saco caqui algo gastado pero muy limpio, sin arrugas. ¿O era un kimono? Una tela floreada, brillosa, japonesa, de cuello V. Josefina Estrada enmudece: o más bien deja de mover los labios: el negro calmoso del arma anula la distancia entre el resto de los objetos: ahí las sillas, los vasos, los reflectores: ahí todo aquello que deja de estar: las cámaras: los hombres que las operan: el simulacro de velada: Garibay y Estrada: escribir es un acto de amor, leñe: las sillas verdes: los vasos verdes: los reflectores verdes: todo lo que deja de estar, un verde sin color, apagado, y sobre lo que ya echamos en falta, en transparencia, está sola el arma, igual que una hélice orbital dando vueltas alrededor del cilindro televisivo. El ogro se aclara la garganta, gesticula. Se pone el traje del exabrupto, hecho a medida: si la policía no hace nada al respecto, yo seré la policía, leñe. No funcionar es una grave forma de neurosis, no saber cómo manejar la vida es no funcionar al fin y al cabo.

La muerte es horrenda y el olvido es la entraña de la muerte. ¡Las cosas han dejado de funcionar, leñe! Quizá haya sido la última explosión de una larga cadena. Alguien tuvo que habérmelo contado porque yo no tenía idea quién era Ricardo Garibay. Pero es la imagen que permanece: el arma traza una parábola en el aire, luego vuelve a su escondite. Garibay se desinfla poco a poco y se instala en un letargo tenue, casi infantil.

Yo me envuelvo bajo las sábanas pensando en esos ojos despejados y en el arma, tan verde todo, tan oscuro luego, hasta que casi puedo advertir las pisadas de mi madre anunciando el nuevo día.

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