Tierra Adentro

Christian Boltanski escribe: «la memoria es posible siempre y cuando sea dicha». Lo anoto en mi libreta negra. Pienso en la muerte y su reverso: el olvido.

La madre de un amigo falleció hace unos días. El primer locutorio que usé en mi vida fue para llamarlo. Él es la única persona con quien todavía me escribo cartas. Me enteré por otro amigo a quien le pidió que por favor me avisara, diciéndole que no tenía ganas de escribirme. Pudo habérmelo dicho a través de un mensaje breve, pero ni en ello renunció a nuestro acuerdo de comunicarnos sólo a través de correos. Yo rompí el acuerdo. Llamé hasta un móvil de México desde una cabinita en la que había una luz blanca que se apagaba y encendía intermitentemente; desde ahí quise convencernos de que el mundo no era tan malo, que esas putadas pasan, que lo único seguro es que al final alguien va a apagar la luz por nosotros.

Durante los primeros días que pasé en Barcelona le mentí a mi familia cada que hablaba con ellos: les contaba que todo iba bien, que las noches eran cortas y que no había pesar sino espera (me acordaba de ese viejo anuncio del Atleti en que el narrador escribe una carta a su familia diciéndoles que le va tan bien que cada semana cambia de trabajo, mientras lo vemos haciendo de todo: empujando reses en una carnicería, barriendo un bar, formado afuera de un despacho; para al final decirles que los domingos va al estadio, que se hizo socio del mejor equipo de por acá, que lo ganan todo). Mi hermana era la única que sabía que, aunque entusiasmado, lo pasaba mal por la distancia. Un par de semanas después, al volver de un concierto hablé deprisa con La Flaca. Vestida de negro me avisó que la cuñada de mi hermana había fallecido. Colgué y, en esa madrugada, mirando a través de la ventana que daba hacia la Plaça de Lesseps, me puse a llorar en silencio. Quería escribirle a mi hermana para contarle lo pequeño que me sentía de no poder estar con ella. Pensé entonces que los duelos a la distancia suspenden el tiempo, dimensionándonos nuestro mapa de afectos.

La madre de mi amigo falleció de cáncer. La cuñada de mi hermana también. Mi padre tampoco pudo vencer a ese puto inquilino. El misterio de la enfermedad de nuestra época es proporcional a su crueldad al momento de hacer efectivo y doloroso el paso del tiempo.

Supe que estaba por mudarme el día en que fui a despedirme de mi abuelo. Fue un día antes de volar, desayuné con él, le conté lo que vendría, pero no pude despedirme como hubiera querido. Cuando lo abracé, pensé que probablemente esa sería la última ocasión en que podría hacerlo. Hasta la fecha miro aterrado la pantalla de mi teléfono cada que suena, no vaya a ser que la vida me alcance.

«No creo que sea casualidad —escribe Álvaro Enrigue— que, en México, para referirnos a la muerte de alguien digamos que “colgó los tenis”, que “salió con los tenis por delante”». Ignoro qué relación guarda una frase así, mortuoria, con esa postal urbana a la que nos adecuamos: el cableado de las ciudades desde el que cuelgan zapatos amarrados entre sí por los cordones. Siluetas negras que empañan los atardeceres. En México, además, convivimos con la muerte, nos habituamos a ella desde niños. Nuestra obra literaria más importante de los últimos cien años es la del murmullo polifónico de los muertos, para los que el deambular por el mundo que les han arrebatado es como andar por un cruce de caminos en tierra de nadie, en mitad del páramo. La única forma de narrar la muerte es a fragmentos.

En Iluminaciones [0], Hugo Alfredo Hinojosa sitúa a un par de hermanos en el helado intento por huir de un campo de exterminio. La narradora dice con la sintaxis alterada de la obra que «no a la gente no la cocinan la vuelven olvido», para terminar diciendo: «espero que Tadeusz no me haya olvidado si no quién va a recoger mis cenizas de entre la nieve». El olvido es la última y más radical forma de la muerte. Su reverso perfecto: el silencio.

Hace días que reproduzco constantemente en mi iPod «Someone Great» de LCD Soundsystem.

Ese lugar común, según el cual las veces en que más salvajemente se aúlla con alguien es al reconocer —en los otros— que la vida se acaba. La muerte chiquita. Vencer el miedo a la muerte muriendo de a poco. Animales ateridos sobre una cama. Eso somos, animales temerosos de pensar que afuera anidan las sombras.

La única vez en que estuve rodeado por un número considerable de mexicanos en Barcelona fue el día en que caminamos juntos de Canaletas a la Catedral. No sé cuántos seríamos, pero nunca me he sentido tan acompañado como aquella vez al escuchar el murmullo de un acento reconocible. Durante el trayecto cada tanto contábamos: uno, dos, tres, cuatro… y así hasta el cuarenta y tres.

Pienso que esa noche caminamos juntos para decirles al otro lado del mundo —aunque fuera de manera simbólica— que no estaban solos; pero, sobre todo, para reconocer entre nosotros que tampoco lo estábamos, que había otros con quienes acompañarnos en el dolor y la rabia.

En Caixa Forum vi al final de ese invierno que parecía no acabar nunca la exposición Tres narrativas, en la que se incluía la pieza Archives de l’année 1987 du Journal ‘El Caso’ de Christian Boltanski, una instalación compuesta por una serie de fotografías provenientes de aquel diario, expuestas en una sala en la que, a media luz, se intercalaban rostros, cuerpos y espacios abandonados. Los cientos de fotografías que la componen remiten a una realidad macabra poblada por los secuestros, los asesinatos o las desapariciones. En el folleto de la exposición se lee: «su presencia masiva reivindica el recuerdo de cada una de ellas, aunque, paradójicamente, las inscribe en un desolador anonimato». La muerte se hace medianamente visible, se muestra bajo una luz baja, lúgubre.

De todas las fotografías que ahí había aquellas que más me impresionaron fueron las que estaban compuestas por espacios vacíos: casas, lugares de trabajo, talleres que sin decirlo estaban ligados a los sucesos lamentables que los hacían protagonistas. En Untitled (Resin Corridor) de Rachel Whiteread, otra de las piezas expuestas, bloques de resina evidencian el vacío situado bajo los tablones del suelo; de acuerdo a la exposición, con ellos se busca hacer visible «el recuerdo de quienes lo han transitado en el pasado». ¿Qué vidas, qué muertes, esconden los espacios que habitamos? ¿Quién se ha sentado, por ejemplo, en esa mesa en que diario desayunamos o escribimos? Pienso que, en última instancia, la muerte es el recurso más efectivo para dejar espacios que habitar, para no cruzarnos en el pasillo hacia el baño con los cuerpos perdidos que deambulan por un sitio que ya no es el suyo, por mucho que el ruido de la noche quiera convencernos de lo contrario, que todavía hay pasos que resuenan en el sueño eterno e impenetrable.

Como escribe Alan Pauls: el pasado es un bloque, no se puede dividir. Eso, el pasado es un bloque, es una ausencia, es —como parece decir Doris Salcedo— un mueble en que la ausencia se materializa en el concreto que imposibilita su uso, que evidencia la pérdida, esa «aurea de dolor impresa en las superficies». O bien, una jaula abierta y vacía, como la de Susana Solano en Senza Uccelli, el marco idóneo para nuestros miedos.

Más de uno de nosotros comentó la ironía que era salir afectado de la exposición y encontrarse en el lobby o en los pasillos con una ristra de niños acudiendo a la alegre exposición de Pixar. No sé si haya vida después de la muerte; pero tengo seguro que la hay durante ésta. Aunque se muera la persona a quien más creemos querer —nuestra madre o padre o hermana— y creamos que con ello se detiene el mundo, la realidad es que afuera la vida sigue andando, y que entre los muros, si prestamos atención, podremos seguir escuchando las voces de los niños para los que la muerte es tan sólo un quiebre que, acaso, no existe.

Ahuyentamos a la muerte a base de nombrarla. Como cuando alguien querido se va: cada tanto lo referimos para pensar que sigue alrededor nuestro. Como cuando su partida nos deja –en mitad de una charla, o en un teléfono a la madrugada, o acaso escribiendo cartas que no llegan a nada– en mitad de un largo adiós.

Durante años no pude escuchar la alegre canción con que abría el noticiario de mi padre, frente al cual estuvo veintiséis años hasta que se retiró en el programa de aniversario antes de ir a encerrarse al hospital en que semanas después fallecería. La canción, ahora, me hace sentir extrañamente vivo: «hoy puede ser un gran día, donde todo está por descubrir, si lo empleas como el último que te toca vivir».

«En la vida los olvidos no suelen durar» escribió Gil de Biedma.

A mi amigo sólo pude decirle esa tarde desde el locutorio en el Carrer de Ramón y Cajal que así iba a ser: que cada día, sin esperarlo, cualquier cosa haría que el recuerdo asaltara la realidad. Una canción, una imagen, un olor. Como «La joven de Aughrim», la canción que trae el recuerdo de Michael Fury en «Los muertos» de James Joyce. Fabián Casas escribe sobre el cuento, y sobre el filme Birth de Jonathan Glazer que «parece que es en las bajas temperaturas del inconsciente donde se conservan mejor los recuerdos capitales».

Al final de la llamada bromeamos, dijimos que era cosa de sobrevivir de a poco para vencer esas tardes como desiertos. Que había que vencer al duelo «partido a partido», como decía su admirado Cholo Simeone. Recuerdo su apagada risa a través del teléfono. Espero haberlo hecho sonreír a la distancia aunque fuera un instante.