Tierra Adentro
Ilustración: Rodrigo Ponce.

A Robert Enke, arquero suicida del Hannover.

Nos elevamos con la gracia de una bailarina de ballet. Nos elevamos con la furia de cien mil mongoles en toque a degüello. Nos elevamos con la determinación de un alpinista que acaricia las nubes dispuestas para foto. Tú, el hombre del dorsal en la espalda. Yo, el hombre que cada mañana, al despertar, tiembla como un niño. En la imagen que aparecerá en los periódicos, podremos verte una vez más en pleno vuelo, la mano extendida como la de un pordiosero, los dedos que rozan el cuero. Podrán adivinarme una vez más: la sombra que planea a tu lado, la sombra que se arrastra, la sombra que se humilla: todo lo que sube cae y se enfanga en un domingo lluvioso, una tarde de aguacero, un minuto antes del final. Un final que ruge, un final que pega alaridos desquiciados, que es el principio de todo una vez más. Un final que no garantiza nada, menos el descanso, mucho menos el verdadero final.

Nos elevamos con la flexibilidad de un sauce ante el asombro de cronistas y charlatanes que hablarán de tu magia un minuto entero. Nunca de la sombra que soy, un lastre en tu vuelo de gloria del que no puedes caer. La caída es mi especialidad. La caída en el barro de una tarde lluviosa de domingo, una tarde en que la épica nos pertenece. Bueno, te pertenece. Yo soy el experto en desmoronamientos. El peso infame cuando planeas como un hombre pájaro. Soy el hombre gusano. Pero aunque nadie pueda creerlo, los dos nos elevamos para rozar la leyenda y salvar una vez más a este equipo de mierda del descenso.

Escucha la ovación. La noche tiene un sol artificial que tarda en esconderse. Mientras haya luz, podrás insultar al defensa que permitió al hijo puta de la estrella del equipo rival, que anuncia lociones y desodorantes, golpear el cuero como los dioses. Y mientras te duchas en el vestidor rodeado del respeto de todos, yo, en el rincón de los uniformes sucios, sabré que fue suerte, que nos lanzamos desesperados para detener esa otra caída.

La noche tiene un sol artificial que poco a poco se diluye. Yo vivo en esa oscuridad: nuestra casa vacía. La mujer vacía que nos mira con desprecio cuando traspasamos el umbral y dejamos los cánticos de los obreros y desempleados en el Ferrari que exigiste en el contrato. Irás apagándote para darme mi lugar, en medio del silencio de una casa y una mujer que sólo yo conozco.

Tú no tienes tiempo para el silencio.

Mi reino es el del día siguiente. El de las sábanas revueltas y ella con su cuerpo de bisturí enredado en la cobija después de una noche de leprosos. Mi reino es el de los ojos abiertos que observan el techo después de una noche en la que no pudiste dormir. El de esta caída constante. El del miedo a levantarme y encarar la licuadora, la tostadora, la cafetera. Ella entreabre los ojos y me ve como si no estuviera ahí. Luego entierra el rostro en la almohada. Es otro de tus trofeos. La peor de mis jueces. Su frivolidad se ensaña con mi desamparo, mi terror al reloj que anuncia un Ferrari en una cochera. Un Ferrari en una calle suburbial. Un Ferrari entrando a un complejo deportivo, rodeado de cámaras, micrófonos y grabadoras. Siempre me ha parecido que hablas como un verdadero imbécil. Pero a los obreros y empleados de gobierno y profesores y empresarios y desempleados y asesinos y ladrones y secuestradores eso, eso, puta madre, les importa un carajo.

Pero aún nos encontramos en mi reino. En el reino del silencio. En el del desayuno equilibrado con la sección de deportes a un lado. Te tragas la crónica empalagosa y retórica. Dejo de tener hambre. Ella le pide a una indígena zapoteca una ensalada de frutas. Ella tiene una sesión de fotos en alguna parte. Ella tiene una sesión de gimnasio en alguna parte. Ella tiene una prueba de vestuario en alguna parte. Ella se irá a coger con algún modelo a alguna parte. Ella tiene que meterse coca para no comer en alguna parte. La observo desde ninguna parte. Porque mi reino no está en ninguna parte. Te quejas de las escasas menciones de tu nombre en la crónica. Ella responde al celular sin escucharte. Ella dice cosas como: adorado, cariño, I love you, chau. Tú la ves cansado de verla. ¿Te acuerdas de la boda? La viví como un sueño, tú, como la cima de algo. No supe de qué. No sé de qué. Te escucho asqueado de la forma en que te aferras a una posibilidad inexistente. Ella te ve con conmiseración. Ella piensa cosas como: patético, loser, perdedor. Yo no existo. Mi reino no existe. Mi miedo no existe. Para ella.

Ella se levanta de la mesa. La observo y creo recordar cuando estuve a punto de enamorarme. Pero te eligió, siempre te eligen, y empataron sus escaparates. Ella se aleja como si nunca fuera a regresar. Siempre tengo la sensación de que no va a regresar de ninguna parte. Le dedicas una mirada de soslayo mientras envidias el elogio a todo color que nunca es para ti. Mucho menos para mí. Tampoco existo para ellos.

Tomamos una ducha. Me arrastras a tomar una ducha que no quiero. Me gustaría regresar a la cama, a las sábanas de lino perfumadas, a la soledad de la cama. Y aspirar el calor que su cuerpo ha dejado, el aroma que su cuerpo ha dejado, el recuerdo tibio. Porque hay una memoria que has cancelado con tu vigor de atleta. Frente al espejo, sopesas una figura que ya anuncia ciertas fatalidades: un pellejo flácido, algo de grasa en la cintura, unas piernas menos flexibles. Sólo nosotros lo notamos. Sólo nosotros, en la intimidad del baño, lo sabemos. Es nuestro secreto. Pero yo quisiera regresar a la cama y volverme feto un rato. Arropado por la soledad sin un secreto entristecido. Arropado por la negación de lo que somos. Yo quisiera volver al lecho y que ella no sea una sombra resentida, sino unos brazos y unas piernas. No esas piernas torneadas e infinitas, vitrina de zapatos o vestidos en revistas que no leemos. Unas piernas con celulitis, con várices, de muslos abruptos, temblorosas, cómplices, modestas, de camisones largos, más gemelas de nuestras piernas que han perdido ese resorte poderoso: un aliento de dragón, una fanfarria inagotable. Volábamos hacia los álbumes, los diarios, los patrocinadores. Pero comencé a sentir esa noche indeleble en el alma. Este frío. ¿No los sientes? Vamos a la cama para dejar de temblar un rato. Para ser un oficinista gordo celebrando su cumpleaños en un teibol con un grupo de compañeros que se masturba fantaseando con mujeres como la nuestra. Vámonos al bar con un primo y un hermano y un sobrino, a ver cómo nuestro equipo lucha para salvarse del descenso. A verlo perder con la fidelidad de los resignados, a verlo ganar con la esperanza de mierda que nos distraiga de esta vida tan así. Vámonos a no tomarnos tan en serio a cualquier parte, carajo.

Ilustración: Rodrigo Ponce.

Ilustración: Rodrigo Ponce.

Pero me arrastras a la ducha. Me arrastras al Ferrari. Me arrastras a las calles que nos ven pasar envidiosas. Metes las marchas con violencia, como si quisieras arrancarle al asfalto la tibieza de la primavera que nos abandona. Ha habido otras ciudades. Hemos perdido la cuenta. Todas nos vieron pasar en un Ferrari. Atravesamos cientos de ciudades en un Ferrari y nunca nos detuvimos en ninguna.

Todas las ciudades son el mismo estadio y el mismo departamento de lujo. Al principio ella te pidió… luego te dijo que también tenía una carrera. Luego dejaron de decirse cualquier cosa. Dejó de hablarme y comenzó a verte desde ninguna parte. Los tres comenzamos a observarnos desde ninguna parte y nació esa sensación de estafa. Ella dejó de tener amigas y comenzó a tener esposas de desconocidos. Tú dejaste de tener amigos y comenzaste a tener mercenarios que a la siguiente temporada estaban en otra ciudad. ¿Y yo? Me hice sombra. Una sombra que planea esperando el momento de caer. Mientras tanto me arrastras por esta ciudad de panaderos y cantineros y contadores e ingenieros que cada dos semanas llenan el estadio. ¿Valdrá la pena un momento tan efímero? Tal vez fuera de él no hay nada.

También están los micrófonos agolpados en la entrada al pequeño estadio de esta ciudad sin maquillaje ni tacones, chata. Asomamos la cabeza por la ventanilla y sin dejar de rodar contestamos las preguntas con las mismas palabras de hace años. Pero siempre hay un listillo, un buscador de desgracias, un husmeador de miserias. Aceleras y desapareces tras el portón del estadio. No me engañas. Sé muy bien que la respuesta a esa pregunta la has aplazado. Que la respuesta a esa pregunta nació antes de que naciera la pregunta misma. Ahora sólo se trata de formulismo y carroña. No me engañas. No hay defensa. Nuestra casa es una pecera habitada por tres anguilas multicolores. La caída tampoco es pretexto. Empezó el mismo día en que apuntamos hacia la cumbre. Apenas un esbozo.

Ilustración: Rodrigo Ponce.

Ilustración: Rodrigo Ponce.

En los vestidores nos embozamos en el traje de faena. Son pocos los que bromean contigo: lo más parecido a una estrella en un equipo de jugadores rutilantes, de obreros del taquete. A ellos tampoco puedes engañarlos. No se engaña a la gente ante la que te desnudas dos veces al día. La mayoría son buenos muchachos, agradecidos de estar en ese equipo. Si los salvas del descenso (comentaristas, analistas y diletantes aumentan la presión), y si no los traspasan para capitalizar el club, endeudado en parte a causa de nuestra ficha, se sentirán felices de permanecer un año más en primera.

Al día siguiente del juego solemos distender los músculos, trotar con desgana, un punto intermedio entre dos intenciones, una indefinición deliciosa. Tocamos la pelota, visitamos al médico para el recuento de daños, al masajista, al fisioterapeuta que trata viejas lesiones. De vez en cuando, observo las gradas vacías y evoco el rugido. ¿No sientes el frío del clamor? ¿En qué piensas? Cuando abrazas el cuero y lo regresas con un movimiento ensayado, de jugador de boliche, a los pies del segundo entrenador. Cuando te recuestas a la derecha, a la izquierda, a la derecha, a la izquierda. ¿En qué piensas? Yo no puedo dejar de pensar en el rugido. El rugido que encierra veinte mil palabras inconexas que forman una sola. Una sola palabra que nunca hemos podido descifrar. Como si todos estos años hubiéramos perseguido falazmente su significado. ¿En qué piensas? ¿En la pregunta que te hizo el reportero? ¿En la respuesta? Una respuesta que no puede simplificarse. Tu vocabulario de rueda de prensa no alcanza a desentrañar el silencio que te abruma, al que aplazas con cada salida a alguna ciudad con un estadio que te insulta enardecido. Yo no puedo concentrarme en otra cosa que no sea alejar el miedo, mantenerlo a raya. ¿Te confieso algo ahora que la charla del entrenador señala las torpezas de este equipo comparsa? Tu incapacidad para responder es mi pequeño triunfo. El triunfo de mi silencio sobre el barullo de los dos o tres chiflados que esperan a la salida del entrenamiento para pedirte un autógrafo. Yo no he olvidado la primera foto que nos tomamos con un admirador. Demasiado rápido llegó esta obsesión de no poder llenar una foto y una firma malbaratada. Salimos desencajados, movidos, estábamos ahí pero no estábamos. Como si al momento de sacarla, algo nos distrajera, algo que estaba en ninguna parte.

El entrenamiento ha terminado.

Ella todavía no regresa a casa. La indígena zapoteca se marcha en cuanto llegamos. Una sombra sin lugar ni fecha de nacimiento. ¿A dónde se irá cada tarde, cuando el sol se oculta tras los cerros? Unos cerros artificiales en los que viven las sirvientas. Desde la ventana observo su cuerpo encogido caminar a la parada del camión. El crepúsculo lo baña de penumbra, parece un garabato. En la parada, ausculta la lejanía. Es una parada para sirvientas porque en este fraccionamiento todos tienen un coche o dos coches o tres coches. Dejo la ventana. Quieres revisar tu Twitter. Basura de admiradores. Insultos de fanáticos. Amenazas. Publicidad. Tu representante, que se encuentra en otra ciudad, te anuncia el interés de un equipo de Catar. ¿Es un país?, te preguntas. ¿Existe? Tu representante puede inventar geografías de ser necesario. Ponemos música. Vamos a la sala. Tomamos el mando del Xbox. Jugamos Star Trek, jugamos Marvel Ultimate Alliance, jugamos Borderlands. Matamos muchos zombies. Con saña. Cientos de zombies. Tienes un mensaje en el celular. Es ella. El mensaje dice: “Terminará  tarde la sesión, cena sin mí. Besos”.

Abrimos el refrigerador. No tengo hambre. Nos quedamos parados en medio de la cocina. Todas las cocinas de los últimos años se parecen. Tienen esos tonos metálicos que invitan a no usarlas. Extraes el celular de tu bolsillo. No lo hagas. No marques esta vez. Vayamos a la cama, pongamos una película de acción y durmámonos a la mitad. Sé que no quieres estar en casa cuando regrese. Te contesta. Se ponen de acuerdo. Cenaremos en su casa. Nos detendremos en el restaurante de sushi y pediremos para llevar. Nos reconocerá el mesero. Nos solicitará un autógrafo. Tal vez, puede que no. Puede que te desee suerte para el sábado. Puede que no. Llegaremos al departamento lujoso a las afueras de la ciudad. Te recibirá en un camisón vaporoso, con encajes, transparente. Te tenderás en la cama. Te dará un masaje mientras te miente sobre el partido de ayer. No lo vio. Igual dirá que estuviste fabuloso. Luego te mamará la verga. Mientras la montas, te mirarás en el espejo y encontrarás mis ojos. Te dará vértigo. Sentirás apenas el frío, la oscuridad como una ola devastadora que quiere romper el cristal. Dejarás de observarte en el espejo y te concentrarás en tu miembro entrando y saliendo de la mujer. Eyacularás. Te tomará unos segundos recuperar el aliento. Cruzarán algunas palabras. Nos preguntará sobre el partido del sábado. Crucial. De reojo, volverás a mirar al espejo y en mis pupilas reconocerás la ola creciente. Querré decirle a la mujer que aún no descifro la palabra que pronuncia el rugido. Pero no le pagas para eso. Dirás que vamos a ganar. Te dirá que contigo de portero no podemos perder. Sabrás que es hora de llenar el cheque y abandonar el departamento precioso, de peluches y lladrós y retratos pop art. En el celular descubriremos una llamada perdida de ella. No sentiremos culpa. Sólo un atisbo de tristeza, una punzada que podrás confundir con el hambre que ahora sí tenemos.

Ilustración: Rodrigo Ponce.

Ilustración: Rodrigo Ponce.

Ella apaga la tele de la habitación en cuanto entramos a la casa. Luego el silencio. Vamos al cuarto. Su cuerpo es un bulto delicado, apenas una estela, un enigma vacío sobre la cama. Me acerco a su lado. El derecho. De entre la maraña de cabellos surge su nariz rectilínea, un poco más larga que la mayoría de las narices. Tiene los ojos cerrados con esa tensión de quien no duerme. Intento besarla. Tal vez encuentre ahí la palabra, perdida en su comisura perfecta. Ella esquiva mis labios simulando un movimiento del sueño que no es sueño: una extrañeza. Con el movimiento se desprende de su piel un olor que se confunde con el olor de la puta de lujo que acabamos de tirarnos. Te diriges al baño, orinas, te limpias el pene que huele a coño y a Channel. Te lavas los dientes. Enfrentas de nuevo el espejo, idéntico al del departamento de la mujer cuyo coño huele a Channel. Idéntico al del hotel donde nos hospedaremos dentro de unos días. Detrás de esos ojos cafés se agazapan innumerables palabras que hemos pronunciado a lo largo de estos años. Y reconoces, después de mucho rato, cuando la espuma de la pasta de dientes ha pintado tu boca como la de un payaso, que jamás podrás entender esa otra palabra, la que pronuncia el rugido. Y cedes al miedo, que no huele a Channel. Su olor es el de la tierra húmeda y profunda.

 

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Ficha de hacienda equivalente a 1 mecate de "chapeo" (corte de maleza) expedida en la Hacienda Dziuché a finales del siglo XIX. Imagen recuperada de Wikimedia Commons. Collage realizado por Mildreth Reyes.
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