La incomunicación y el recuerdo
En una de las primeras escenas de El pasado (Le passé, 2013), el trabajo más reciente del iraní Asghar Farhadi, una mujer espera detrás de una puerta de cristal en un aeropuerto. Un hombre aparece y ella intenta comunicarse. Hace señas, habla, gesticula. Nada logra llamar la atención del recién llegado. Es una secuencia que engloba la idea detrás de la película: la incapacidad de dos personas para entenderse a pesar de la obviedad de sus problemas. Pronto descubriremos que alguna vez fueron marido y mujer; él está de visita en Francia para firmar los papeles de divorcio porque ella tiene una nueva pareja y quiere casarse de nuevo.
Después de ganar un Oscar a Mejor Película Extranjera y un Oso de Oro en el Festival de Berlín con Una separación (Jodaeiye Nader az Simin, 2011), es claro que Farhadi buscó subir la apuesta con El pasado, retomando algunos de los temas que dieron solidez a su proyecto anterior —la vida de pareja, tensión familiar— para insertarlos en una trama más ambiciosa. Farhadi se confirma como uno de los pocos directores actuales con la capacidad de llevar un melodrama a lugares inesperados, uno capaz de seguir tocando fibras sensibles.
En apariencia, Le passé es un melodrama más sobre la dinámica fracturada de una pareja, afincado en una historia que podríamos encontrar en un capítulo de Mujer, casos de la vida real o Lo que callamos las mujeres. Es el esquema usado por el director el que eleva la película, mucho más cercano al cine negro con sus detectives y femmes fatales. Así tenemos al exesposo Ahmad (Ali Mosaffa en plan melancólico) de regreso en tierras parisinas para encontrarse con la mujer que marcó su pasado, Marie (Bérénice Bejo), quien ha tenido una larga lista de fracasos sentimentales y está lista para intentarlo de nuevo con Samir (Tahar Rahim, el impresionante protagonista de Un profeta), dueño de una tintorería y padre de un pequeño de cinco años, Fouad (Elyes Aguis). El conflicto se desarrolla a partir de la mudanza de Samir y Fouad al hogar de Marie y sus dos hijas; al mismo tiempo, poco a poco se nos revela que la todavía esposa de Samir lleva meses en coma y que su estado se relaciona al nuevo amor de éste.
Los personajes de Farhadi hablan constantemente, pelean, discuten, escupen las palabras como si de antemano supieran que éstas regresarán para acosarlos y acusarlos. El recuerdo de lo dicho y del silencio es lapidario. En la paradoja contenida en el discurso de Le passé, estos seres humanos no dejan de hablar, de comunicarse, sin embargo no logran entenderse y vaya que lo intentan. Un tema que Richard Linklater abordó hace unos meses con Antes de la medianoche (Before Midnight, 2013).
Éste es un thriller que avanza con sutilezas en los diálogos, palabras sueltas que otorgan pistas para armar el rompecabezas. Desde el inicio hay una sombra creciente que terminará por cubrir a todos los personajes. Un juego del cineasta iraní con su audiencia que funcionó en Una separación, y que aquí termina por perderse gracias a la permanente suma de capas al relato hasta volverlo abrumador. Al no optar por lo sencillo, Farhadi sabotea su cinta. Uno tras otro los giros de tuerca se apilan, al grado de que Ahmad, el personaje que detona la anécdota y da perspectiva a la historia, termina por desdibujarse hacia el último tercio del filme.
Podríamos rastrear las influencias de Farhadi hasta Yasujirō Ozu, Robert Bresson, Douglas Sirk o Rainer Werner Fassbinder; no obstante, su intención de montar un melodrama usando el esquema del thriller y el film noir lo acerca más al Alfred Hitchcock de Rebecca (1940), donde también una figura femenina del pasado y los recuerdos se ciernen sobre todos los personajes hasta trastornar sus vidas.
A pesar de esa pantanosa densidad narrativa, las emociones son el punto más importante de El pasado. Para Farhadi, estrujarnos el corazón es más relevante que entregarnos una narración regida por la lógica; El pasado funciona mejor cuando sus personajes sufren y sus sentimientos quedan en carne viva. Desde la lucha de un niño pequeño por adaptarse a la vida en su nuevo hogar, hasta el conflicto de una adolescente ocasionado por el secreto que esconde. El drama vibra hasta enganchar al público: aunque no conocemos a estas personas nos interesan; aun en esa primera escena en que Ahmad y Marie no se encuentran, quisiéramos estar ahí para indicarles la dirección adecuada, colocarlos en el camino del entendimiento.
Aunque llevan años separados y un par sin verse cara a cara, Ahmad y Marie siguen sintiendo algo por el otro; su relación acabó varios calendarios atrás, el amor no. Ella es el resentimiento encarnado, no importa que haya alguien nuevo en su vida; los sentimientos por Ahmad siguen ahí y desde el viaje al aeropuerto en el automóvil del nuevo amante hay cierta intención de venganza. Incluso en algún punto de la película Ahmad la cuestiona: “¿Por qué tengo que estar en medio de toda esta mierda?… ¿Extrañas nuestras peleas, cariño?”.
Las actuaciones del elenco principal son claves. El buen trabajo con los intérpretes es un testamento del talento de Farhadi. Destaca la forma en que usa a Bérénice Bejo, quien venía de robar cámara con su sencillez y ángel en El artista (The Artist, 2011), del director galo Michel Hazanavicius. Aquí interpreta a una mujer cruel, desesperada por encontrar un poco de estabilidad en su vida, aun cuando eso significa reemplazar a un hombre con otro de la misma talla y volver a repetir el ciclo; al mismo tiempo dota a Marie de un aura compasiva, muy propia de una víctima de su propia naturaleza. Su situación actual no es sino la suma de las decisiones de su vida. La furia encerrada en su mirada basta para comprobar el resentimiento que le provocan los recuerdos del pasado y sus inútiles intentos por escapar de sus garras.
Asimismo, el director se da tiempo de tocar un tema que le afecta de manera personal como inmigrante iraní desarrollando su profesión en una patria ajena. Uno de los personajes secundarios deja entrever que el fracaso del matrimonio de Ahmad no fue enteramente culpa de Marie: nuestro protagonista se debatía de manera constante entre aceptar su nueva vida en Francia o regresar a su natal Irán. En su tierra adoptiva no puede evitar sentirse como un extranjero, incomunicado, diferente, mientras que el recuerdo de su hogar sigue fresco, como un lastre incómodo. Farhadi seguro mantiene un debate similar consigo mismo, deseoso de trabajar en Irán e imposibilitado para hacerlo por el ambiente político reinante —el mismo que llevó a su compañero Jafar Panahi a disfrutar del arresto domiciliario y una prohibición vitalicia para filmar—. Los personajes de Le passé no son los únicos que sufren por los anhelos provocados por el recuerdo.
Farhadi es un hombre interesado en la moralidad de las acciones humanas y en los problemas que ésta ocasiona. Sin embargo, como personas no tenemos control de ellos ni opciones para cambiarlos, como bien dice Ahmad: “la vida sigue sin ti y sin mí”.
Resulta curioso que al otro lado del Atlántico haya un hiperactivo joven interesado en temas similares a los de Farhadi, aunque su tratamiento es diametralmente opuesto. Para Xavier Dolan, la verdad sobre el pasado, sus muertos y sus memorias son un tabú capaz de terminar con la estabilidad de la sociedad rural canadiense en Tom en el granero (Tom á la fermé, 2013).
Tom (Dolan) acaba de perder a su novio; destrozado, viaja a la casa de éste en el campo para compartir su dolor con la familia del difunto. Al llegar a la granja, Tom descubre que la madre de su pareja, Agathe (Lise Roy), nunca descubrió la homosexualidad de su hijo —incluso lo imagina con novia—, y que el hermano del recién fallecido, el violento Francis (Pierre-Yves Cardinal), se encarga celosamente de mantener el secreto lejos de los oídos de la señora.
A diferencia de Farhadi, quien propone una reflexión sobre la vida y su validez moral, Dolan está más interesado en hacer una declaración política. Un panfleto militante contra la conservadora visión del campo y en favor de la más abierta vida citadina, personificado en el personaje del mismo director.
Hasta Tom en el granero, Dolan se había interesado en una reapropiación del melodrama confeccionado por Sirk, Fassbinder, Max Ophüls y el español Pedro Almodóvar; su comportamiento y ejecución eran propios de alguien que se cree el salvador del género, heredero de los grandes maestros. Este trabajo viene a ser un cambio en el paradigma de Dolan gracias a estar planteado como un thriller que goza de una cautivante atmósfera. A veces perturbadora, más cercana a la Rebecca hitchcockiana que a sus anteriores trabajos. Al menos, las secuencias terminan en algo que no son gritos y discusiones acaloradas.
La única forma que Tom tiene de enfrentar el recuerdo del difunto Guillaume es iniciar un torcido juego con su familia, donde los involucrados evaden la verdad de sus deseos y adoptan máscaras ajenas con el único fin de continuar con la farsa. De esta manera Tom será el mejor amigo de Guillaume y no su pareja, y a su vez reemplazará el deseo por el occiso con la violenta presencia de su homófobo hermano; la madre se dejará llevar por la presencia de una fraudulenta novia de su vástago. Es más fácil conservar la dinámica perturbada a ser francos y derribar la fachada de la granja.
Las intenciones de Dolan son loables. Aboga por una mayor igualdad sexual a todos niveles y no permite una tolerancia miedosa por conveniencia; sin embargo, los personajes no trascienden su esquema básico. Son ideas —y no personas— capaces de generar empatía. Su existencia es el vehículo que mueve el narcisismo de Dolan. Él también está interesado en romper con su pasado, pero retrocede siempre que avanza.