Tierra Adentro

I

Era la mañana de año nuevo. Todo permanecía en una quietud imperturbable cuando Lucía llegó a la casa de su padre. No se sorprendió cuando le avisaron lo del incendio de la noche anterior. Se detuvo ante el umbral y miró detenidamente hacia dentro; no quedaba más que una mezcla maloliente de ceniza y escombros carbonizados. Entonces trató de imaginar el fuego avanzando por cada rincón de la que había sido su casa durante más de treinta años. Casi todos los techos y varios muros habían caído y sin dar un paso dentro se podía mirar hasta el fondo; sólo quedaba un enorme cascarón. Hizo un recorrido imaginario y ese recorrido no era sino un recuento interminable de objetos acumulados. Y cada cosa recordada encerraba una larga historia de abandono y tristeza.

La casa de Pablo, su padre, había sido a la vez tantas casas distintas y siempre la misma. La casa de su infancia y la que acababa de arder en llamas. Cuando era niña había un sinfín de puertas y ventanas que se azotaban con el viento; vio los cristales rotos y a su madre en chancletas tratando de atrancarlas en vano con trozos de cartón. Lucía, ¿ya limpiaste los vidrios?, le gritaba su madre desde lejos. Años después el eco de muchas voces todavía habitaba ahí. Más y más cosas se iban añadiendo, se sobreponían unas a otras del mismo modo en que llegaron a la casa y la ocuparon hasta invadir el último rincón, y entonces reaparecieron una vez más los montones que un día antes sobrepoblaban la casa. Recorrerla se volvía interminable porque interminables eran las cosas que había dentro y que aún imaginadas le estorbaban el camino. Andaba a paso lento por los recuerdos.

Ahí estaba nuevamente la maleza seca que había crecido por todas partes el último verano. De los escondrijos surgió poco a poco el ruido de insectos invisibles y el trino de pájaros de distintos tamaños y colores que habían habitado el techo y los tejabanes. Todo se unía en un mismo rumor creciente.

Al fondo estaba su padre sentado en una silla medio desvencijada, en un cuarto humedecido por la lluvia de todos los veranos de su vida, donde alguna vez había sido la cocina y que ya no era nada porque ahí dentro las fronteras se habían desdibujado hacía mucho tiempo. Era un cuarto pequeño y de techo bajo, alumbrado por una bombilla que desde su centro pintaba las paredes de una tenue luz amarilla. Pablo, en su inmovilidad cotidiana, era uno de tantos bultos que vivían silenciosamente en la casa.

La finca de los Centeno fue construida por el abuelo con adobe muchos años atrás siguiendo un plan de necesidades simples.

 

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En aquel tiempo los terrenos eran baratos y el abuelo compró uno enorme donde construía las habitaciones conforme nacían sus hijos. Cada cuarto era como un parche asimétrico. Pablo era el único hijo varón, el menor de nueve hermanos y el único que optó por una profesión no redituable: la escultura. Ejercía más extravagancias de las esperadas para su oficio. En su adolescencia también había pintado, y conservaba algunos cuadros y bocetos esparcidos por la casa sin ningún cuidado, expuestos sin piedad a los rayos del sol y albergando telarañas. Todas sus hermanas se casaron y sólo volvían los domingos a visitar a su padre, pero en cuanto él murió suspendieron las visitas permanentemente. Del paso de las mujeres conservaban una amplia galería de macetas que a los pocos años de ausencia femenina sucumbieron a los insectos, al descuido, a la sequía y, finalmente, a los juegos de los hijos de Pablo. Al fondo de la casa estaba el corral donde se criaban gallinas y un borrego que no sobrevivieron mucho después de la muerte del abuelo. Las gallinas murieron y el borrego fue vendido casi de inmediato. Lucía se acordaba vagamente de aquellos días; su memoria empezaba con los días que vinieron después.

Cuando Pablo supo que Ariana, su novia, estaba embarazada, la llevó a vivir a la casa de su padre después de una atropellada ceremonia. Nació una niña y el abuelo la llevó a bautizar.

Él decidió llamarla Lucía. El abuelo murió una mañana de marzo. Los hermanos menores de Lucía, Joaquín y Rodrigo, eran pequeños todavía y nunca sabrían de las gallinas, del borrego y de su andar doloroso.

Ariana nunca se adaptó a su nueva casa que, construida sin premeditación, se definía por una serie de incomodidades irreparables. Pablo, que viviría ahí toda su vida, no parecía percibirlo siquiera; ella, en cambio, trató de transformarla hasta el último día que la habitó, pero no importaban los remiendos y reparaciones, la casa parecía obedecer sólo a sus propios designios oscuros. Era como si ella misma se hubiera negado a pertenecerles.

Como muchas de la época, la casa estaba distribuida alrededor de un patio sin portales. Cuando hacía viento las puertas y ventanas temblaban y se azotaban, con la lluvia todo se inundaba, en verano no había freno para los mosquitos, todo estaba siempre lleno de polvo, en las noches entraban y salían alimañas y gatos a su antojo. No obstante, estaba llena de triques, como les decía Ariana, quien diario batallaba por sacarlos a la basura.

Los demás no comprendían su enojo; Lucía y sus hermanos no reparaban en las cajas desbordadas, la ropa que nadie usaba, los costales en cada rincón, el universo de cazuelas, muebles desvencijados y el sinfín de cosas que no tenían ni función ni dueño. Ariana separaba los triques a diario y los llevaba a la basura, pero siempre reaparecían porque Pablo los traía de regreso. De inmediato detectaba cuando algo faltaba, como si aun en su ausencia él supiera lo que sucedía en la casa.

Pablo volvía siempre con algún objeto del exterior tomado de sabe Dios dónde. Nadie entendió nunca ese tránsito de cosas ajenas. Quizá en un principio todo obedecía a un proyecto escultórico, pero nada llegó a su destino. Se trataba de objetos elegidos cuidadosamente: muñecas viejas, trozos de maniquíes, ropa de mujer, zapatos; más tarde no pudo conformarse con estos pequeños fetiches y llegaba a casa anunciándose con el estruendo de lo que traía cayéndosele de entre las manos y chocando con las puertas de la entrada.

Algunas cosas hacían suponer que aquella acumulación codiciosa se mezclaba con una evidente intención mercantil, porque las esculturas no daban para comer y con el sueldo de Ariana apenas sobrevivían. El aluminio de un sinfín de latas brillaba esparcido por el techo de la casa, el escondite que Pablo eligió y que nadie ignoraba, y aunque él nunca lo dijo parecía obvio que lo juntaba para después venderlo en algún depósito de chatarra; pero las latas aplastadas nunca salieron de la casa, tampoco las botellas de vidrio ni el cartón que se mojó y luego se secó para volverse a mojar con la lluvia de cada verano. Las latas perdieron sus colores y se dispersaron por todos los techos como un mosaico de espejos que se derretían interminablemente bajo el sol.

Para Lucía, de siete años, cada montón de telebrejos se volvía enigmático. Le gustaban las tardes en que se quedaba sola en casa porque podía entrar a la habitación de sus padres y hurgar entre esos baúles y objetos un poco mágicos y, después de ponerse los tacones de Ariana, demasiado grandes para ella, y de haber admirado las piedras de bisutería que su madre guardaba como verdaderas joyas, asomarse a la habitación donde Pablo tenía su taller, inundado de piezas sin terminar. Había ahí muchos volúmenes sin forma definida. Por entonces ganaba algún dinero restaurando estatuas de santos, vírgenes y cristos de los templos. Los resanaba y retocaba con óleo. Era un mundo de bultos informes y estatuas mutiladas, a los que el silencio y la penumbra proporcionaba un halo de santuario. En el umbral, Lucía observaba todo sin atreverse a entrar.

Al atardecer surgían sombras de cada bulto, de cada mueble y estatua que se confundían entre sí sobre el suelo y las paredes. Conforme iba cayendo la tarde parecían despertar y moverse. Todo danzaba con su sombra. El viento entraba libre por el patio y hacía crujir puertas y ventanas: la casa cobraba vida.

 

II

Durante años el bullicio fue parte esencial de la casa. Todas las tardes llegaban amigos de Pablo y algunos se quedaban por varios días. Entre ellos estaba un español cantante de ópera muy desafinado que no tenía casa y acampaba en su coche; un director de teatro retirado que vestía siempre de traje, a la moda de los veinte, fumaba pipa y tenía la cara sembrada de verrugas; un sacerdote desertor; una bailadora fracasada que gritaba mucho y siempre llevaba flores en el cabello; un buscador de tesoros que, según él, fueron enterrados por todas partes durante la Revolución y cargaba un detector de metales, por lo que dejó la casa de Pablo minada de hoyos; un torero viejo que conservaba la figura y el andar como escondiendo una espada en la espalda y tenía un ojo estrábico y la pierna derecha tiesa, producto de una cornada; un pintor famélico y callado; y el gitano, un guitarrista de flamenco eternamente ebrio que siempre se robaba algo y lo regresaba el sábado siguiente con toda naturalidad, mañas que Pablo le justificaba porque, decía, había vivido en un campamento de gitanos en España y ahí adquirió el hábito. Fugitivos todos.

Los fines de semana la casa era un verdadero fandango porque coincidían todos y de un momento a otro podía surgir un simulacro de tablao; alguno cavaba enardecido un agujero para hallar un tesoro; otro salía, borracho, a bañarse a la fuente de la plaza principal para recuperar la compostura. Jugaban ajedrez o dominó; fumaban, bebían y hablaban sin parar. Cuando llegaba el primero Lucía corría a esconderse detrás de la hoja de una puerta o de una cortina porque a pesar de que les temía le gustaba presenciar el espectáculo.

Bastaba su presencia para que la algarabía entrara en la casa y se instalara durante días. Ariana los atendía con resignación y miraba con incredulidad a Pablo. Entre ellos sufría una exaltación sobrenatural; de un momento a otro, como un muñeco al que le han dado cuerda, adquiría una alegría y energía sobrehu- manas. Definitivamente era otro hombre y no el escultor soli- tario el que presidía aquellas reuniones. Cuando se marchaban, Pablo se quedaba sentado, inmóvil. Una metamorfosis operaba en él y en la casa, que parecía obedecerlo.

A la mañana siguiente quedaban un montón de botellas vacías esparcidas por toda la casa; Ariana las recogía una a una, reprendiendo a su marido por algún nuevo destrozo que se sumaba a la larga lista de reparaciones que él prometía hacer pero nunca iniciaba.

Toda la semana había alguien en tertulia con Pablo. Se iban unos y llegaban otros; para el domingo se marchaban, como si hubieran cumplido una cuota. Cuando toda la pandilla se había ido el silencio ocupaba la casa dramáticamente.

Entonces el tiempo empezaba a transcurrir cada vez más lentamente, las tardes de domingo se volvían infinitas y el lunes no parecía anunciarse siquiera. Sin saberlo, los Centeno compartían el desasosiego ante el peligro de la eternidad. El descanso de Dios dejaba a todos en el desamparo.

Desde que tenía memoria, Lucía recordaba la extraña transformación que se llevaba a cabo en su padre cuando se quedaba solo. En verano recargaba una silla de madera en el patio y se quedaba ahí hasta la madrugada, solo, inmóvil, con la mirada fija en un mismo punto invisible, sumido en un silencio impenetrable. En invierno trasladaba la silla a la cocina y escuchaba las mismas arias de ópera una y otra vez, obsesivamente.

Con los años, poco a poco, en un lento éxodo fueron desapareciendo los amigos de Pablo, cada uno por sus razones o porque eran parte de una época que debía terminar. Primero dejaron de ir entre semana y hacían sus juergas casi exclusivamente los sábados en la noche; algunos iban a comer los domingos, cada vez menos, hasta que años después ya nadie lo visitaba.

Entonces siguieron otros abandonos. Ariana esperó a que sus hijos crecieran para irse, como si le hubiera puesto fecha de caducidad a su matrimonio. Ahí comenzó la acumulación desbordante.

La partida de Ariana marcó una época para los Centeno y su casa. Sin ella no hubo nadie que detuviera a Pablo, quien empezó a llegar a casa con más cosas del exterior, mientras sus hijos se preguntaban de dónde sacaba la fuerza para cargar semejantes objetos. En pocos meses los montones de telebrejos no se imitaban a las esquinas y a los cuartos del fondo, sino que salieron de sus rincones y se esparcieron por toda la casa; a ellos se unían los que Pablo continuaba trayendo y que inundaban todo estrepitosamente. Cada día Lucía y sus hermanos iban descubriendo lo que Pablo había guardado por años. Cuando uno encontraba algo compartía su hallazgo con los demás y entre los tres llevaban a cabo el reconocimiento. Compartirlo era la única manera de desahogar el asombro y la perturbación. Poco a poco emergieron como de un río subterráneo todos los juguetes rotos con los que jugaron de niños, la ropa vieja que llevaban a la basura, sus libros de la primaria mutilados por el tiempo, el cabello que él mismo se recortaba, los zapatos viejos, los frascos y botellas de todo lo que se había usado. Todo. Naturalmente, emprendieron la batalla que antes había sido de su madre, pero estaban destinados a perderla. Les llevó varios años de fracasos constantes entenderlo; cuando se dieron por vencidos hicieron trincheras en sus habitaciones, los únicos espacios que Pablo no podía llenar de sus telebrejos que ya ocupaban todo como un ejército enemigo.

 

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Un mundo ajeno los invadía, un mundo formado por olas furiosas de objetos extraños que parecían observarlos perversamente desde su quietud. Sin importar cuánto tiempo hubieran estado ahí no les serían familiares nunca. Un mundo nuevo se formaba dentro de la casa, ese mundo que se protegía del de afuera con la ignorancia y la negación del exterior.

Nada podía salir de la casa. Sin importar el sigilo con que intentaran deshacerse de algún objeto, Pablo los descubría. Era el ogro guardián de su propia colección. Vigilaba vehementemente la puerta por el temor a que en su ausencia lo despojaran de algo. Cada vez permanecía más tiempo en la casa. En aquella época hacía dos paseos al día, uno por la mañana y otro por la noche para buscar curiosidades en los basureros y su zona de recolección se reducía cada vez más, hasta llegar el día en que sólo salía de la casa para hurgar en el contenedor de la esquina más próxima.

Lo primero que abarrotó hasta el tope fue su taller, que se volvió inaccesible incluso para él. Se quedaron ahí, sepultados, sus trabajos de escultura, todos sus materiales e instrumentos, muchos casetes, libros, las fotos familiares, una guitarra. Así continuó la ocupación. Perdió su propia habitación y con ella toda su ropa y zapatos. Tuvo que usar siempre el mismo traje, que con el tiempo se volvió andrajos y del que parecía enorgullecerse.

El mínimo trayecto dentro de la casa implicaba sortear una nueva emboscada que los objetos recién llegados les tendían para pasar de un lugar a otro. Los más difícil era entrar, porque Pablo dejaba sus nuevas adquisiciones en el zaguán y nadie sabía si él mismo les asignaba un lugar después o la misma marea de basura se agitaba mezclando todo azarosamente.

Pasaron años antes de que Pablo dejara de esperar que Ariana volviera. Un caluroso domingo por la tarde, sumido en una profunda cavilación, Pablo entendió que nadie más vendría y dejó de mirar la puerta, se quitó la llave que le colgaba del cuello para no volver a usarla. Esa tarde de domingo se extendió hasta reventar y el lunes no llegó nunca más. Ariana y los miembros de su pandilla de juventud se llevaron el tiempo con los rasgueos perdidos de la guitarra, con el humo extinto de los cigarros, con las botellas de vino agotadas, con las tazas vacías de café, con el bullicio que se apagaba. Ya nada volvería a moverse en la casa. Todo sucedía pesadamente ahí dentro, donde ya era sólo un mismo largo día en el que se fundían todas las tardes de domingo y todos los domingos del mundo.

 

III

Cada estación se instalaba poderosamente en la casa. En primavera el sol calentaba los techos y el piso del patio. Para Lucía el calor de mayo siempre sería el recuerdo de su madre en bata y sandalias, perturbada, mirando a todas partes como buscando una salida. El sol destiñó la casa: el rojo intenso del patio era un recuerdo lejano y de la pintura de las paredes quedaron sólo costras de la capa anterior.

El verano hubiera parecido una continuación de la primavera de no ser por las lluvias. La familia corría para poner cubetas abajo de las goteras que estaban por todas partes. El ruido de las gotas sonaba estridente contra el fondo de plástico. Lucía se angustiaba con aquel golpeteo, como si anunciara una inminente inundación.

Cada verano Lucía y sus hermanos veían morir y renacer las mismas plantas en la tierra del corral: lavanda, manto de la virgen, sávila y muchas otras cuyo nombre o clasificación ignoraban. Ahí seguían los cordones en los que años atrás Ariana colgaba la ropa, las enredaderas fueron trepando por ellos y rápidamente llegaron a los techos, luego tomaron cauce por las antenas hasta bajar al patio, pegándose a los muros, invadiendo todo a su antojo. Cuando pasaban las lluvias todas se secaban y el otoño era el color ámbar de la hierba seca al atardecer.

Quizá porque los canales estuvieron tapados mucho tiempo el muro de la fachada se humedeció. Un verano particularmente lluvioso salieron entre las grietas pequeñas ramas que tapizaban la pared; Joaquín fue el primero en descubrirlo y sus hermanos acudieron a mirar el extraño espectáculo, pero las ramas se secaron en pocos días y lo olvidaron. Con el tiempo, las grietas se separaban cada vez más pero la pared no caía: un encino crecía lenta y silenciosamente en el interior del muro, que fue cediendo paso al tronco como abriendo sus fauces, hasta que un día una enorme enramada salió triunfante por el techo, coronando la casa. La familia y los vecinos la contemplaron con estupor efímero. Arriba, entre las ramas anidaban pájaros y revoloteaban colibríes totalmente ajenos al mundo sórdido en el que vivían los Centeno.

El tiempo, las lluvias y el salitre iban dejando fuertes estragos en la casa. Nadie resanaba las paredes y en los huecos anidaron muchos insectos, salían arañas de todos los rincones. Los tres se esforzaban por matarlas sin aspavientos para mantener oculta su existencia ante los otros como una forma de protección, fabricando un equilibrio en el silencio. Como tantas otras cosas, con los años dejaron de intentar mantenerlas fuera. Era

el reino de los grillos, las arañas, los zancudos, las abejas, las avispas, los ratones; parecía que todos sabían qué caminos tomar para no toparse unos con otros: cohabitaban.

El invierno se llevaba todo eso y traía el viento frío que entraba y salía a voluntad por el patio, dejándolos a la intemperie. Se llevaba el zumbido de las abejas y el trino de los pájaros, y a cambio traía las estrellas cayendo a trozos en la densa oscuridad del patio.

 

IV

No era natural irse de la casa. Los diez años que habían pasado desde la partida de Ariana se manifestaban en cada uno de los bultos que Pablo traía cada día para sumarse a los obstáculos que impedían habitarla normalmente. Para Lucía y sus hermanos cada acto cotidiano se convertía en un pequeño triunfo que los encadenaba más a la casa. A pesar de todo, con pretextos inverosímiles, Joaquín y Rodrigo se fueron casi al mismo tiempo; tenían veinticuatro y veintiséis años. Cuando sus hijos dejaron sus habitaciones, Pablo no tardó en tomarlas también. Lucía se quedó acorralada en un espacio diminuto dentro de una casa enorme. La cantidad de cacharros aumentaba y parecía que la casa crecía con ellos, pero el espacio seguía reduciéndose.

En unos cuantos meses Pablo envejeció estrepitosamente. Se le notaban sus más de sesenta años. Dejaba que los gatos se comieran lo que Lucía le dejaba en la mesa, dormía poco y no se bañaba. Estaba demacrado y sus arrugas se acentuaron, andaba en andrajos y encorvado con varios suéteres cubiertos por un abrigo sucio a cuestas porque siempre tenía frío sin importar la estación del año. Se dejó crecer la barba, mal repartida por las mejillas y el mentón. Siempre sucio, callado y gruñón, se asemejaba cada vez más a un vagabundo.

 

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Lucía evitaba mirar a su padre a la cara. Le producía una mezcla de dolor y furia, no le dejaba más salida que evitarlo. Se rehuían uno al otro. Hacía mucho que no era su objeto de estudio, había entendido que nunca podría interpretar sus actos; todo a su alrededor le producía el cansancio resignado de las cosas que no tienen explicación. Aceptó ser parte de un presagio que se iba cumpliendo y que involucraba todo, la casa, la partida de Ariana, sus hermanos y el fuego. Todo se acomodaba alrededor de Pablo y sus obsesiones.

Cada objeto que entraba en ese mundo fabricado por él contribuía a encerrarlo irreversiblemente. Dejó de arreglar estatuas para los templos, ya no salía a dar paseos rutinarios y hacía muchos años que tampoco fabricaba sus propias esculturas. Cuando se quedó solo con Lucía hacía años que ya no podía decirse escultor y no parecía importarle. Sobrevivía al día con pequeñas obsesiones, sacaba punta a todos sus lápices dándose tiempo de sentir el paso de la navaja cortando la madera. Antes de dormir daba cuerda ritualmente a todos sus relojes y casi todo el día se la pasaba en la búsqueda de un objeto perdido. Lucía no reparaba en las cosas por las que le preguntaba, respondía con el fastidio de lo repetido todos los días. Con cada cosa perdida el carácter de Pablo se extraviaba cada vez más dentro de aquel mundo de revoltijos. Esa obsesión por encontrar algo desconcertaba a Lucía, la desesperaba, porque en la búsqueda Pablo sembraba el caos a su paso, era Poseidón agitando las mareas de su casa. Pasaba días o semanas buscándolo incansablemente, hasta que gritaba desde lejos «¡Eureka!», y la paz regresaba por uno o dos días hasta que se le perdía otra cosa. En las tardes escuchaba siempre el mismo casete viejo y remendado porque la música le proporcionaba la sensación de regresar al mismo momento una y otra vez. Hacía años que escuchaba las mismas canciones y vivía el mismo día. Repetía la cinta y mientras giraba hacia atrás era como si regresara las manecillas de un reloj universal y así no dejaba avanzar al tiempo; pero sus rastros estaban en el polvo cada vez más espeso que sepultaba todas sus cosas.

 

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No parecía posible un deterioro mayor de la casa; sin embargo, los focos se fundían y ni ella ni Pablo los cambiaban. Algunas partes de la casa quedaban a oscuras por la noche, pero ambos conocían los estrechos pasillos entre los cacharros y las cajas para andar a ciegas sin tropezarse y el resto quedaba en la penumbra. Todo estaba derruido.

Los niños del barrio inventaban historias sobre él y le temían. En ocasiones se subían a escondidas a su azotea para espiarlo y cuando Pablo los descubría les gritaba y los amenazaba furioso con un palo, exigiendo que se bajaran de su techo. En una ocasión Lucía lo encontró tirado en el patio, sangrando: uno de esos chiquillos le había tirado una piedra que le pegó en la frente. Desde entonces nunca volvieron a subir a su techo, temerosos de haberlo matado, pues Pablo no salió nunca más a la calle.

En ese patio y las habitaciones estaban muchas de las cosas que los vecinos habían desechado y ellos lo sabían, a veces se asomaban para mirar, en las pocas oportunidades en que se abría la puerta, cuando Joaquín o Rodrigo iban a ver a su padre para llevarle comida. Lucía resistió lo suficiente, pero finalmente se fue; ideó una elaborada estrategia y salió del país a estudiar por un tiempo y al regresar ya no volvió a vivir con su padre. Se quedó solo y rompió su último eslabón con el exterior cuando se descompuso la radio en la que de vez en cuando escuchaba las noticias. Durante la tarde subía a la azotea y miraba atentamente el ocaso. Al caer la noche bajaba al patio y se sentaba en su vieja silla. No hacía nada, no se movía, se sumía en una mudez impenetrable. Una soledad antigua y preservada, la soledad de todos los hombres dibujada en su silueta, apenas visible en la penumbra.

 

V

No era la primera vez que había fuego en la casa: Pablo poseía un instinto incendiario. A veces quemaba muebles en el corral para mirar las llamas. Empezó con cosas pequeñas y después muebles y cosas más grandes. Todos recordaban una calurosa noche de abril, poco después de que Ariana se fuera. Al llegar a casa, Lucía y sus hermanos encontraron a Pablo recogiendo escombros en la puerta, les costó trabajo descubrirlo en la oscuridad y entender lo que pasaba. Les contó lo del incendio: las primeras habitaciones  habían ardido por completo mientras ellos se aburrían en una cena familiar. Sucedió en su ausencia, según dijo, aunque todos sospecharon. Cuando llegó, los bomberos ya lo habían sofocado; nadie lo vio, pero todos lo imaginaron. Era probable que el árbol en la pared hubiera contribuido a que el fuego se extendiera rápidamente. El olor a quemado duró varios días; Lucía y sus hermanos miraban sin ver. A la mañana siguiente Pablo emprendió el rescate de triques. Iba y venía con las manos manchadas de carbón y sus hijos lo miraban, ya inmunes al asombro. Se miraban sin hablar porque bastaban las miradas para hablar entre ellos, hasta que Joaquín comenzó a tararear una canción, Rodrigo se le unió y Lucía les siguió instintivamente. Cantando vencían al monstruo. Pronto renunciaron a esos espacios, muy dentro de ellos agradecían que el fuego hubiera consumido tantas cosas que ya nadie tenía la energía de sacar. Clausuraron esa parte con láminas clavadas a la pared y trazaron una nueva ruta dentro de la casa y con ella una nueva forma de habitarla. Lucía supo siempre que la casa terminaría calcinada y desde entonces el fuego vivía en todos ellos de distintas maneras.

Esa noche de fin de año Lucía visitó a su padre, respetuosa de las fechas y las ceremonias. Estuvo con él muy poco tiempo, se marchó antes de las campanadas. Rumbo a la puerta encendió un cigarro y dio varias bocanadas antes de salir, en el camino fue dejando rastros de cenizas, algunas se desprendieron todavía encendidas y cayeron al suelo, Lucía miró el recorrido breve de ese incendio diminuto y recordó las veces que había imaginado la casa de Pablo y todo lo que contenía ardiendo y consumiéndose.

Esa noche había un fuerte viento helado. Se acercaba la medianoche y Pablo estaba en su silla de siempre, escuchando el mismo casete cerca de la grabadora, tomando té caliente en un pocillo y alumbrado por una vela. Los fuegos artificiales estallaron en el cielo anunciando el año nuevo a la vez que el cantante llegaba a los agudos más dramáticos de la pieza. El cielo se encendía y parecía que el estruendo de la pólvora se estrellaba violento contra la puerta, tratando de entrar en su casa. Afuera, una familia encendía luces de bengala y las chispas saltaban juguetonas a su alrededor. Uno de ellos lanzó al aire su bengala todavía encendida, que se perdió a lo lejos. Esa noche Ariana soñó con un incendio, entre las imágenes veladas por el humo se levantaba una enorme llama y no lograba reconocer qué sitio se calcinaba en el centro de ese fósforo gigante. Las últimas chispas de pólvora desprendidas del alambre chamuscado bastaron: una se aferró a un bulto de cartones en el patio, el viento avivó las llamas y tomaron cauce entre la tela y la madera que empezaba a crujir. Siguió implacable con las puertas, las viguetas, las paredes… Era una bestia hambrienta y furiosa que crecía conforme se alimentaba de lo que encontraba a su paso. Pronto era una enorme flama incontrolable que se aproximaba con la lenta furia de un tigre de bengala caminando sereno antes de dar el salto definitivo hacia su presa. Pablo ya había rebobinado el casete una vez más y observaba el movimiento perenne de la flama de la vela, hipnotizado por las tonalidades cambiantes del amarillo y el rojo que se fundían en el oro con que ese fuego y el otro se unían y llegaban hasta Pablo, quien ni siquiera se levantó de la silla desde la que había contemplado todo.