Tierra Adentro
Ilustración realizada por Mildreth Reyes

Antes que nada me es necesario hacer una aclaración inicial: soy homosexual, crecí en un ambiente rural del norte de México a finales del siglo XX, hijo de jornaleros, estudié Historia en la universidad pública de mi estado (toda mi vida académica ha sido en instituciones públicas); opto por la enunciación en primera persona para señalar que soy yo quien afirma —y líbreseme de caer en tentación de una falaz objetiva voz pasiva—. Cierto es que las posturas y concepciones del mundo, aunque se corresponden con la historia personal no necesariamente siguen lineamientos lógicos, sin embargo esas posturas y concepciones del mundo son las que nos llevan a elegir ciertos temas o ciertos tratamientos a la hora de abordarlos. Estas aclaraciones las hago para señalar que mi postura política está cargada a la izquierda y que creo y lucho por la liberación de las poblaciones históricamente oprimidas y minorizadas; también para indicar que sé que esa postura me puede llevar hacia algunos sesgos —como cualquiera los tiene, sea su postura política—, a los cuales estoy atento y atenúo cuando aparecen.

La imparcialidad (aun siendo deseable) es algo que no está al alcance de los seres humanos con inevitables antecedentes, necesidades, creencias y deseos. Es peligroso para un investigador imaginar tan siquiera que podría alcanzar la absoluta neutralidad, pues entonces se deja de ser vigilante sobre las preferencias personales y sus influencias; y entonces de verdad que se es víctima de los dictados del prejuicio.

Escribió Stephen Jay Gould (1941-2002) en la introducción de La falsa medida del hombre (2017), la primera obra que leí de él y que por mi formación y postura me llevó a ponderar su labor intelectual y a buscar el resto de su trabajo. En esa obra Gould desmantela la idea del determinismo biológico de la inteligencia y cómo el estudio de la inteligencia sirvió para justificar el racismo.

La obra de Gould es extensa, no se limita a la a su labor principal como paleontólogo, ciencia de la cual fue profesor en Harvard, se extiende a la difusión de la ciencia y a una prolífica actividad intelectual en la que reflexionó sobre el papel de la ciencia en la sociedad y su relación con ámbitos del quehacer humano —como la religión (véase Ciencia versus religión. Un falso conflicto, 2007) y con las humanidades (véase Érase una vez el zorro y el erizo, 2012)—.   En su área de especialización es reconocido por plantear, junto a Niles Eldredge, la teoría del equilibrio puntuado —según la cual las especies después de una rápida especiación se mantienen estables por la mayor parte de su historia geológica (véase La estructura de la teoría de la evolución, 2004)—. En la creación de su obra y a su alcance contribuyo su dominio del ensayo como género literario en el que el humor hace su aparición no pocas veces, lo que hace sus libros fáciles de comprender y de leer; de lo cual él mismo era consciente y así lo planteó en Érase una vez el zorro y el erizo (2012):

 

 Y el famoso lema «le style c’est l’homme même» («el estilo hace al hombre») no surgió de uno de los principales literatos, sino del mejor de los naturalistas de Francia del siglo XVIII, que también fue un gran escritor: Georges Leclerc Buffon […]

 

Ahí mismo, unos párrafos más adelante, Gould manifiesta uno de los problemas que algunos de sus colegas tienen al respecto:

 

Pero los científicos creen que sólo la calidad de los datos y la lógica de la presentación contienen vigor persuasivo, y simplemente no reconocen el poder cabal de la prosa (y por ello pueden ser influidos de manera invisible por él), incluso en apoyo de un caso dudoso.

 

Y remata señalando la fuerza que puede tener una buena prosa, cuestionando de paso una de las figuras del pensamiento del siglo XX:

 

[…] Sigmund Freud obtuvo prominencia como fuerza social suprema debido a sus dotes literarias sin parangón, y seguramente no por su teoría absurda y sin fundamento de la psique humana.

           

Un autor con una amplia cultura que recurre a dichos y fábulas para construir sus ensayos, así, por ejemplo, en Érase una vez el zorro y el erizo, analiza el origen de la fábula que contrasta el modo de actuar de ambos animales desde la Antigüedad greco-latina hasta el Renacimiento, para volverlo el eje argumentativo en torno al cual desarrolla la futilidad del enfrentamiento entre las ciencias y las humanidades. En ese mismo libro da una explicación de su método de escritura:

 

  Como ensayista que soy en el fondo, hace tiempo que creo que las mejores discusiones, de hecho las únicas efectivas, de generalidades profundas empiezan con bocaditos intrigantes que captan el interés de una persona y después conducen de manera natural a una cuestión más amplia ejemplificada por medio de ellos. Uno no puede atacar simplemente «la naturaleza de la verdad» de frente, con una generalidad completa y abstracta, sin despertar aburrimiento o ira por la arrogancia del autor.

 

Lo cual como lector se le agradece. Pero, a diferencia del juicio que Gould lanza contra Freud, sus planteamientos no son “teoría absurda y sin fundamento”. Se trata de postulados complejos, pero a través de los cuales es posible vivir en una sociedad más abierta y en la que las diferencias no sean causa de exclusión. Se puede observar en el planteamiento de los ministerios separados para la ciencia y la religión, en el que ni una ni otra tienen que interferir con el quehacer particular de cada una —asunto que ha sido de preocupación en los Estados Unidos, sobre todo a partir del surgimiento de movimientos como el del “creacionismo científico”—.

Esas preocupaciones quedaron más claramente manifiestas en el libro que publicó en 1981: The mismeasure of Man (La falsa medida del hombre), en el que demostró cómo los prejuicios raciales propiciaron que la ciencia se utilizara para justificar la discriminación racial. En esta obra Gould hace una historia del determinismo biológico, las teorías y prácticas científicas que para ello se utilizaron durante el siglo XIX y el XX, cómo desde el supuesto objetivismo científico se justificaron los prejuicios raciales.

No hay que perder de vista el momento en el que publicó la obra, es el mismo año en el que Ronald Reagan tomó protesta como presidente de los Estados Unidos, quien implementó las políticas neoliberales en su país y ponderaba una vuelta a los valores tradicionales —y que pasó por el crecimiento del fundamentalismo cristiano—. Las políticas de la Casa Blanca en ese periodo se caracterizaron por cargarse a la derecha, por ejemplo, sabida es la tibia respuesta que tuvo acerca de la epidemia de VIH/SIDA que fue declarada en ese periodo y que propició su avance porque era percibida como un problema de homosexuales —se le llegó a llamar “gay plague”, la plaga gay—. La reducción del gasto público impulsada por Regan, que ya lo había hecho en California cuando fue gobernador, afectó sobre todo a las poblaciones más desfavorecidas, que también eran poblaciones racializadas, a las cuales muchos teóricos que abogan por el neoliberalismo culpan de su situación —para muestra The Bell Curve (1994) de Richard J. Herrstein y Charles Murray, obra a la Gould en su introducción ampliada hace una dura crítica—. Fue en ese ambiente en el que se publicó por primera vez La falsa medida del hombre, en cuya introducción escribió:

 

Las razones de la repetición son sociopolíticas y no hay que buscarlas lejos: los resurgimientos del determinismo biológico se correlacionan con episodios de retroceso político, en especial con las campañas para reducir el gasto del Estado en los programas sociales, o a veces con el temor de las clases dominantes, cuando los  grupos desfavorecidos siembran seria intranquilidad social o incluso amenazan con usurpar el poder. ¿Qué argumento contra el cambio social podría ser más deprimentemente eficaz que la tesis de que los órdenes establecidos, con unos grupos en la cima y otros abajo, existen como exacto reflejo de las capacidades intelectuales, innatas e inalterables, de las personas así clasificadas?

 

El determinismo biológico ha sido una herramienta del poder para perpetuarse y justificar el status quo. A lo largo de los siete capítulos que constituyen la obra Gould demuestra cómo esa justificación se ha dado. En su análisis el estudio de la inteligencia tiene un papel destacado, sobre todo a través de las pruebas de cociente intelectual (CI), mediante las cuales se validó el determinismo biológico de poblaciones racializadas y no cómo el producto de circunstancias sociales específicas:

 

 ¿Por qué esforzarse, y gastar, en aumentar el inelevable CI de razas o grupos sociales situados en el fondo de la escala económica; no es mejor aceptar sencillamente los  desgraciados dictados de la naturaleza y ahorrar un montón de fondos federales (¡así nos será más fácil mantener bajos los impuestos de los ricos!)? ¿Por qué molestarnos por la infrarrepresentación de los grupos desfavorecidos en los puestos honrosos y remunerativos si tal ausencia señala la menor capacidad o la inmoralidad general, biológicamente impuesta, de la mayor parte de los miembros del grupo rechazado y no el legado ni la realidad vigente de los prejuicios sociales? (Los grupos estigmatizados pueden ser razas, clases, sexos, propensiones de conducta, religiones u orígenes nacionales. El determinismo biológico es una teoría general y quienes son objeto del actual menosprecio actúan como subrogados de todos los demás sometidos a similares prejuicios en distintos tiempos y lugares. En este sentido, las peticiones de solidaridad entre los grupos degradados no deben ser descartadas como mera retórica política, sino antes aplaudidas como reacciones adecuadas a las razones comunes del maltrato).

 

La crítica de Gould tiene su origen en la emancipación de las poblaciones minorizadas, porque estas busquen su unión y se enfrenten al sistema que las oprime. El análisis y la crítica que hace en La falsa medida del hombre no es condenatoria, ya que explora y considera la situación de los científicos que validaron el determinismo biológico, las condiciones socio-históricas que los atravesaban y que los llevaron a esa justificación. La ciencia es la labor de los científicos que por mucho que se dediquen a la ciencia no dejan de ser seres humanos:

 

No me propongo afirmar que los deterministas biológicos fueron malos científicos, y ni siquiera que siempre se equivocaron. Lo que pienso es, más bien, que la ciencia debe entenderse como un fenómeno social, como una empresa valiente, humana, y no como la obra de unos robots programados para recoger información pura. Además, considero que esta concepción es un estímulo para la ciencia, y no un sombrío epitafio para una noble esperanza sacrificada en el altar de las limitaciones humanas.

 

La ciencia es hija de su tiempo y como tal está atravesada por la concepción del mundo de quienes la hacen. Planteamiento que si hiciera alguien dedicado a las humanidades haría que mucha gente pusiera el grito en el cielo, pero fue dicho por un científico, un científico destacado en su área. Y Gould antes de amilanarse por ese planteamiento, de rasgarse las vestiduras por la objetividad inalcanzable, celebra ese hecho, la ciencia es hecha por seres humanos particulares, a quienes mueven sus propios intereses y es en esos intereses en donde radica el desarrollo mismo del conocimiento científico.

 

Puesto que debe ser obra de las personas, la ciencia es una actividad que se inserta en la vida social. Su progreso depende del pálpito, de la visión y de la intuición. Muchas  de las transformaciones que sufre con el tiempo no corresponden a un acercamiento progresivo a la verdad absoluta, sino a la modificación de los contextos culturales que tanta influencia ejercen sobre ella. Los hechos no son fragmentos de información  puros e impolutos; también la cultura influye en lo que vemos y en cómo lo vemos. Las teorías más creativas suelen ser visiones imaginativas proyectadas sobre los hechos; también la imaginación deriva de fuentes en gran medida culturales.

 

De ahí la importancia de reconocer cuáles son las motivaciones propias y los prejuicios que lo puedan atravesar. Ese reconocimiento puede ser un importante motor no sólo para el desarrollo científico, sino que la misma ciencia puede tener repercusiones sociales positivas:

La ciencia no puede escapar a su singular dialéctica. A pesar de estar inserta en un contexto cultural, puede ser un factor poderoso para poner en entredicho, e incluso para derribar, las premisas en las que éste se sustenta. La ciencia puede aportar información para reducir el desequilibrio entre los datos y su repercusión social. Los científicos pueden esforzarse por identificar las ideas que tienen sus pares acerca de la cultura y preguntarse por el tipo de respuestas que podrían formularse partiendo de premisas diferentes. Los científicos pueden proponer teorías creativas que sorprendan a sus colegas y los obliguen a revisar la validez de unos procedimientos hasta entonces incuestionados.

 

El avance científico da muchas muestras de lo anterior, así mismo de la forma en la que los prejuicios entran en juego a la hora de hacer ciencia —a fin de cuentas sobre eso gira La falsa medida del hombre—. Los movimientos sociales repercuten en las personas que hacen ciencia y por consiguiente repercuten en la ciencia misma.

 […] la historia de las concepciones científicas acerca de la raza constituye un espejo de los movimientos sociales. Es un espejo que refleja tanto en los buenos tiempos como en los malos, en los períodos de creencia en la igualdad como en las eras de racismo desenfrenado. El ocaso de la vieja eugenesia norteamericana se debió menos a los progresos del conocimiento genético que al uso particular que hizo Hitler de los argumentos con que entonces solían justificarse la esterilización y la purificación  racial.

La labor científica no se da ex nihil, se da en sociedades determinadas con historias y culturas particulares que marcan la forma en la que se hace la ciencia. Así lo demuestra Gould,  tomando el caso del test desarrollado por el pedagogo francés Alfred Binet (1857-1911) —que terminó siendo el famoso test de coeficiente intelectual (CI)—, quien lo creó como una herramienta para detectar las carencias de los niños y, a partir de ahí, implementar mejoras en los programas de estudio y en los casos particulares para evitar el rezago escolar. Henry Herbert Goddard, un eugenista estadounidense, tradujo el test al inglés y lo llevó a su país. Lewis Terman, por su parte adaptó la prueba y comenzó a utilizarlo para medir la inteligencia nata y lo que era una prueba para mejorar las condiciones escolares, pasó a ser una prueba para medir la inteligencia. La década de 1910 se utilizó en el ejército y validó los prejuicios raciales, obviando que la prueba exigía conocimiento de la lengua inglesa y la cultura estadounidense hegemónica, en lo que estaban en desventaja los inmigrantes y los hombres negros que se unían al ejército.

Esas pruebas sirvieron para justificar los movimientos eugenistas, los cuales en 1924 lograron impulsar la Inmigration Restriction Act, que restringía a cuotas muy bajas la inmigración de países del mediterráneo europeo y del este de Europa porque, según las pruebas, eran poblaciones poco inteligentes.

 

 Los cupos siguieron en vigor, y la inmigración procedente del sur y el este de Europa se redujo a un mínimo. Durante toda la década de 1930, los refugiados judíos, previendo el holocausto, trataron de emigrar a los Estados Unidos, pero fueron rechazados. Los cupos establecidos, así como la persistente propaganda eugenista, les  impidieron la entrada incluso en los años en que los cupos exagerados asignados a las naciones del oeste y el norte de Europa no llegaban a cubrirse. Chace (1977) ha calculado que esos cupos impidieron la entrada de 6.000.000 de europeos del sur, del  centro y del este entre 1924 y el desencadenamiento de la segunda guerra mundial (suponiendo que la inmigración hubiese continuado con la tasa anterior a 1924). Sabemos lo que les sucedió a muchos de los que deseaban marcharse de su país pero no tenían a dónde ir. Los caminos de la destrucción suelen ser indirectos, pero las ideas pueden resultar medios tan eficaces como los cañones y las bombas.

 

Una perspectiva desalentadora de lo que la ciencia construida desde los prejuicios puede producir. Sin embargo, la conclusión de Gould apunta en sentido opuesto, en la posibilidad de construir conocimiento científico reconociendo la forma en la que la cultura ha configurado la propia visión y cómo ésta afecta el campo de estudio —se trate de ciencias naturales o sociales e incluso en la labor artística—. Así plantea que el reconocimiento de la alteridad, de las diferencias nos enriquece:

 

 ¿Cuál, si no el estudio directo, justo y profundo de la diversidad cultural, que además constituye, al margen de sus virtudes relativas a la educación moral, la materia más fascinante del mundo? Ésta es la auténtica cuestión. La cuestión que subyace en nuestro valioso movimiento moderno en defensa del pluralismo en el estudio de la literatura y la historia, en defensa del conocimiento de la cultura y la obra de las minorías y de los grupos despreciados, convertidos en invisibles por el saber tradicional.

 

La falsa medida del hombre es un libro que analiza cómo la medida del ser humano fue el hombre blanco (de origen europeo, protestante) y esa medida se utilizó para establecer en una escala los diferentes grupos humanos. Es un análisis y una crítica de cómo la ciencia fue construida para justificar ese prejuicio y para validar ese status quo. Una obra que apunta la falacia del determinismo biológico —que a pesar de todo sigue siendo validado en nuestro tiempo—. A veinte años de su muerte su legado sigue vivo, no sólo su posición crítica hacia sus colegas y al quehacer científico, su divulgación y sus teorías, pero sobre todo su llamado al reconocimiento de quienes son diferentes a nosotros:

Aprendemos sobre la diversidad no sólo para aceptarla, sino también para comprender.

Cierro con las mismas palabras con las que Gould abre y cierra su libro, con una cita de Charles Darwin:

  Si la miseria de nuestros pobres no es causada por las leyes de la naturaleza sino por nuestras instituciones, cuán grande es nuestro pecado.


Autores
(Cuauhtémoc, Chihuahua, 1984) es autor de Gloria mundi. El nuevo Liber Pontificalis, ganador del Premio Nacional de Cuento Breve Julio Torri 2015.

Ilustrador
Mildreth Reyes
(Martínez de la Torre, 1999) Estudió la Licenciatura en Arte y Diseño en la Escuela Nacional de Estudios Superiores, UNAM campus Morelia. Dicha formación le ha permitido reflexionar sobre distintos aspectos de la comunicación visual. Ilustra y escribe para anclar vivencias, pensamientos y convicciones a su mente, tenerlas presentes en su propio proceso y guardarlas a través de la forma.