Tierra Adentro

La idea del fin del mundo ha generado toda una industria que incluye literatura, películas que aluden al tema e incluso parques de diversiones. El escritor Ignacio Padilla indaga en la pulsión consumista detrás de este escenario apocalíptico.

La Historia es bastante elocuente a la hora de explicarnos por qué no han prosperado los milenarismos luminosos y apacibles: la esperanza —menos aún la que implica a toda la humanidad—, no estimula la energía pánica, la cual incluye la ira, el deseo y la venganza. La riqueza y el éxito del pensamiento apocalíptico radica en el anuncio de violencias crepusculares y cataclismos sin cuenta, acaso también la sensación de que sólo unos cuantos podrán salvarse por la fe mientras contemplan desde un palco, con sonrisa vindicativa, cómo los otros sufren horrores indecibles y merecidos. En otros momentos he señalado cómo la industria del Fin del Mundo y la explotación indiscriminada del combustible apocalíptico han prosperado sobre las bases del terror morboso y sobre la esperanza de la selectividad en la pureza de la fe.

Los datos del 2012 según los mayas, sometidos a una cirugía que los ha esperpentizado, no están a salvo de estas tendencias. Llama sin embargo la atención que este nuevo milenarismo carezca del cariz político que hasta hace una década le acompañaba irremediablemente. El 2012 es hoy, todavía y más que nunca, un negocio y un espectáculo. Hasta ahora, ningún figurón beligerante ha recurrido, como suele suceder, al discurso apocalíptico para justificar atentados, decisiones financieras o guerras. Ni siquiera los indignados europeos, tampoco así los revolucionarios árabes ni las víctimas de la crisis económica mundial han acudido hasta ahora, como podría esperarse, al milenarismo maya. Lo han hecho, en cambio, los saltimbanquis, la gente común con ansias de dejar de serlo y los productores cinematográficos.

Con el Apocalipsis del 2012, el mundo entero compra boletos para asistir sin mojarse a la tormenta del Fin del Mundo antes como ficción esotérica que como acontecimiento real. Desde antiguo, la catástrofe apocalíptica ha cargado, entre muchas otras cosas, esta vocación de espectacularidad que ahora adquiere un papel central en un triquitraque ante todo imaginativo e indoloro. No es extraño que los estadios deportivos, escenario habitual de la abotargada épica posmoderna, hayan sido también asociados con dolorosas catástrofes colectivas. En un estadio congregó Camus a los fugitivos de la peste y Pinochet a las víctimas del golpe de estado de 1973; en otro estadio debieron ser acumulados y reconocidos los muertos del terremoto que en 1985 asoló a la ciudad de México; fue en el estadio deportivo de Nueva Orleans donde se refugiaron las víctimas del huracán Catrina; y es en un estadio donde se congregan los radiados y agonizantes sobrevivientes del Apocalipsis nuclear de The Day After, paradigma cinematográfico de los horrores de la Guerra Fría. Hoy, ese estadio es el mundo entero, un foro que nos recuerda que también el infierno, en opinión de Dante Alighieri, tiene la forma de un anfiteatro, y que sólo algunos elegidos, como el propio poeta florentino, podrán gozar el privilegio de contemplar el sufrimiento ajeno para salir después a mirar las estrellas.

El Efecto Barnum prospera en estos tiempos como consecuencia de una pulsión apocalíptica más bien lúdica, no por ello menos intensa y fructífera. En las década de los años noventa, ciertas agencias de viajes especializadas en peregrinajes hicieron su agosto con la venta de boletos sólo de ida al Valle de Armagedón, donde los Elegidos podrían esperar en primera fila su arrebatamiento, contemplar en su ascenso la Parusía en vivo y a todo color y, sobre todo, deleitarse desde lo Alto con las primicias de la Batalla Final. Lo mismo viene ocurriendo ahora con los viajes al sureste mexicano y a Mesoamérica, en eso que hoy se denomina Turismo Apocalíptico. Desde hace tiempo, el Valle de Megido se promueve también como un estadio, un estadio que ahora, en el 2012, se transforma en parque de diversiones: hoy, en un terreno de 125 acres junto al Mar de Galilea y el Valle de Armagedón, se construye un Parque de Atracciones del Apocalipsis. El proyecto ha costado cincuenta millones de dólares y se desarrolla bajo el auspicio conjunto del gobierno israelí con grupos evangélicos estadounidenses. De acuerdo con el vocero de estos últimos, el proyecto es apoyado nada menos que por treinta millones de adeptos. El Galilee World Heritage Park[1] no está nada lejos de la Iglesia de Armagedón, la más antigua de la cristiandad, que fue desenterrada hace un par de años. Desde luego, asistir a este circo del Fin del Mundo no está al alcance de cualquiera. Pero no nos preocupemos: aquellos que no gozamos de las bendiciones de fortuna tendremos nuestro propio Fin del Mundo en el espectáculo Paradise, un show itinerante de luz y sonido que recorre el planeta desde hace algunos meses con el patronazgo de algún vivo empresario avalado por cientos de miles de devotos del horror apocalíptico.

Que en esta ocasión hayan sido los novelistas y los productores de espectáculos los más beneficiados con el 2012, ilumina facetas notables del ser ultramoderno: el desencanto generacional ante la política y la pérdida radical de la fe en los cambios revolucionarios, la consagración del carnaval y la ficción como evasiones antes que como acicates de la actividad cotidiana, la edulcoración de lo terrible, la consagración de una espiritualidad móvil y líquida con su correspondiente impulso del saber inventado y su confusión entre lo real y lo ficticio. Los vaticinios, las imágenes y los llamados a la conversión y a la Guerra Santa que hasta hace poco escuchábamos en labios de los telepredicadores y los gobernantes, son ahora capitalizados por los constructores de ficciones más desaforadas. Nunca como ahora el Apocalipsis fue el Juego del Apocalipsis. Novelas como El resurgir de la Atlántida o la Última profecía maya conviven con nuevos títulos de viejos maestros que, como Stephen King, se suman al ocus pocus apocalíptico. Aun los libros de supuesta divulgación y los documentales científicos adquieren un carácter fantasioso y ocultista cuando se trata del 2012. El apocalipsis maya, enriquecido con tradiciones de todas las latitudes, se escribe como una novela; los autores y los testigos tienen siempre algo de personajes de ficción, y sus declaraciones no son menos rimbombantes. “Los mayas —explica Daniel Pinchbeck, autor de 2012: The Return of Quetzalcoatl— eran algo así como científicos chamánicos y estaban obsesionados con la sincronía del tiempo y la conciencia. Durante unos mil años se remontaron a las civilizaciones anteriores para tratar de elaborar un modelo que indicase cuándo se producirían estas importantes transformaciones.”

No es menos frecuente en la parafernalia del espectáculo 2012 el efecto contrario, esto es, la incorporación de auténticos datos científicos al universo de la ficción. La película 2012, superproducción de 2009, imbrica la huida del héroe por espectaculares derrumbamientos e inundaciones con explicaciones científicas bastante rigurosas sobre la actividad solar y el cambio climático. Nada se dice en este filme sobre los mayas, pero los argumentos utilizados para explicar el Fin del Mundo —la turbulencia cósmica, la hiperactividad de Yellowstone, el calentamiento global, el agujero en la capa de ozono y la intensa actividad solar— son todos aspectos científicos que han sido catapultados por el descubrimiento del calendario maya, un huevo que tiene ya demasiada gente ocupada en empollarlo. El científico que en este filme representa y esgrime todos estos argumentos padece, desde luego, la maldición de Casandra, que es también la de Noé: nadie cree en sus profecías. O casi nadie. La película en cuestión tiene un añadido que es casi un matiz: como en la película Meteoro o en el delirio de los muertos de Heaven’s Gate, también aquí hay una nave, un arca de salvación. La presencia de este vehículo, así como de algunos otros sucedáneos suyos en la realidad, requieren comentario, pues alejan al 2012 del milenarismo cristiano clásico y lo aproximan a un milenarismo veterotestamentario alternativo y más esperanzador: el Arca de Noé, según la cual, por contraste con el Apocalipsis sanjuanista, las estirpes destinadas a mil años de soledad sí que podrían tener una segunda oportunidad sobre la tierra.

 


[1] La referencia al Galilee World Heritage Park proviene de los programas y registros textuales que History Channel dedicó hace años al tema apocalíptico. Curiosamente, no existe hoy ninguna referencia al progreso que este parque de atracciones habría tenido desde entonces.

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