Tierra Adentro
Ilustración realizada por Mariana Martínez

 Se ruega ser conciso y seleccionar los datos,

convertir paisajes en direcciones

 y recuerdos confusos en fechas concretas.

 De todos los amores basta con el conyugal,

los hijos: sólo los nacidos. […]

 Escribe como si jamás hubieras dialogado contigo mismo

y hubieras impuesto entre tú y tú la debida distancia.

“Escribiendo el currículum” Wislawa Szymborska

 

Hace un tiempo un amigo mío me llamó por teléfono para contarme que había recibido una distinción literaria en Estados Unidos. No cabía de la emoción. Una mención honorífica, la publicación de un libro al que había dedicado varios años de trabajo, la distribución de sus textos en otro país. El panorama era excelente. Cuando le dio la noticia a su familia, su mamá añadió satisfecha y epigramática: “tu papá se ganó algo de dinero con dos cachitos de la lotería, yo me saqué una televisión en una rifa la semana pasada. A todos nos está yendo bien con los premios este año”. Él no pudo sino imaginarse la semblanza de sus padres con esos datos. Arturo Martínez (Rayones, 1958), suertudo de la lotería, jubilado, mantiene una colección de tazas del mundo. Magda Zúñiga (Sabinas Hidalgo, 1962), ganadora de rifas, ama de casa, especialista en flan napolitano. ¿Quién dijo que atraer la buena suerte no podía concebirse como otra forma de talento?

La semblanza, sea de quien sea, pertenece a ese género de la escritura afanado en hacer sonar cualquier cosa más importante de lo que es en realidad. Como el currículum vitae, corresponde a un oficio selectivo. Lees “se ganó tal premio”, faltaría añadirle “aunque todavía no se lo han pagado”. Lees “escribió fulano libro”, pero se oculta “aunque sigue atorado en el proceso editorial desde hace catorce meses”. Lees “estudió tal carrera”, mas nadie precisa “porque abandonó otras dos que le resultaron muy difíciles”. Quizá por la fatiga de vernos obligados a contenernos en un párrafo selfie, mostrando nuestro mejor ángulo, terminamos escribiendo lacrimosas autobiografías donde sí hay decepciones, lamentos y corajes. Todo eso que les falta a las semblanzas.

Como observar a una persona constreñida en cinco líneas me provoca una sensación de claustrofobia, he desarrollado una manía morbosa por enterarme de los otros oficios de mis conocidos; lo que nadie revela en sus cartas de presentación, pero late en su pasado. Animador de un grupo de rock católico, princesa de fiestas infantiles, profesor de chachachá: aunque practicantes de estos quehaceres, mis colegas prefieren mostrarse ante el mundo como traductores, especialistas en letras clásicas, doctores en filosofía. Mi interlocutor favorito dice que mentir en el currículum, incluso por omisión, no significa engañar sino comenzar a ser la persona que quieres. Más que una constatación, es un proyecto.

Me gusta pensar en todos los trabajos más allá de los certificados: ¿cómo serían nuestras semblanzas laborales si refiriéramos pormenorizadamente aquello por lo que hemos cobrado y no necesariamente lo que podemos comprobar1? Aunque rehúyo a la lectura de las biografías de mis autores predilectos, entiendo a los que se entusiasman al saber que Francisco Tario, además de magnífico narrador, fue portero del Club Asturias. Paradójicamente, sentimos que en la discrepancia y el absurdo se dibuja un retrato más fiel de un ser humano.

Hay quienes tratan, a mi parecer catastróficamente, de inyectar algo de vida a las semblanzas. Después del nombre, ciudad y año de nacimiento, ofrecen un apunte misceláneo: “paseante errabundo, estudió en la universidad de la calle” o “le gustan los gatos, el café, el olor del asfalto después de una tarde lluviosa2”. Conforman características que, más que preferencias íntimas, en esta época casi podrían constituir obligaciones morales. Aunque alejados del aspecto laboral, esos datos siguen inscritos en una voluntad netamente gremial, la expectativa de ser para los otros. Si en una presentación ante un auditorio es vergonzoso que el moderador lea una semblanza no actualizada3, más incómodo resulta escuchar las autocalificaciones de este tipo en voz de otro, un acto de desdoblamiento tan singular que podría considerarse en el mundo del espectáculo como digno y logrado ejemplo de ventriloquía.

Por eso sospecho que el gran problema de las semblanzas radica en que actualmente son escritas por quien las protagoniza. Apreciadas sólo en su calidad de espejos están condenadas a la indiferencia. Les falta la mirada ajena que no le tema a la observación puntual e imaginativa. Pienso, por ejemplo, en la que Borges hace de Snorri Sturluson en su ensayo sobre las kenningar: “famoso como historiador, como arqueólogo, como constructor de unas termas, como genealogista, como presidente de una asamblea, como poeta, como doble traidor, como decapitado y como fantasma”. La semblanza de invención histórica rehúye a los reflejos y, por ello, capta una imagen particularmente nítida. ¿Acaso no son eso las Vidas imaginarias de Marcel Schwob? Semblanzas transformadas en literatura: a la vez poema, cuento, biografía, mito, murmuración. Ya lo muestra su índice de relatos inclasificables: “Empédocles, supuesto dios; Heróstratos, incendiario; Clodia, matrona impúdica; Frate Dolcino, hereje; William Phips, pescador de tesoros; El mayor Stede Bonnet, pirata por capricho”. Calificar a un ser humano con dos palabras pasa de ser un ejercicio reduccionista a uno de síntesis, labor cercana a la poesía.

Me pregunto si acaso nadie está capacitado para autonombrarse, si sólo los ojos ajenos son competentes en regalar ese apelativo preciso de quien fue doble traidor, fantasma o supuesto dios. ¿Cómo nos relataríamos a nosotros mismos si hiciéramos de ese simulacro de desconocimiento una oportunidad creativa? No sé si nos es posible disociarnos a tal grado de simular una mirada después de la muerte, el deslinde absoluto. Quizá resulte necesario ver como solían hacerlo los ojos de la antigüedad, sin discriminar realidad de la ficción; con una mirada precientífica que no sólo registraba datos, sino transmitía la sensación global de una persona sublimada: “Semíramis, reina de Asiria, construyó una muralla y al morir ascendió al cielo en forma de paloma”. Ojalá, por mera justicia poética, alguien se atreviera a convertir a nuestros políticos en bestias o monstruos mitológicos en sus propias biografías.

Me reconforta pensar que incluso géneros de la vigilancia y el papeleo como la semblanza y el currículum pueden albergar un poco de imaginación. Aunque a nosotros nos esté vedado contemplar nuestra vida con una mirada global, fabricar antisemblanzas es un sano deporte, muy necesario para aligerar el peso de los mármoles, las estatuas y las estelas pomposas con las que nos tenemos que presentar ante el mundo. Errores, fracasos, malas decisiones. Después de leer cualquier retrato, uno debería de reconstruir lo no dicho como si tuviésemos ante nosotros el negativo de una fotografía. En tiempos en los que no hacemos otra cosa más que lanzarnos cartas de amor a nosotros mismos en forma de imágenes obsesivamente arregladas que circulan por la red, con instituciones voraces que exigen dedicar la vida a una sobreproducción enfermiza, parece necesario reconciliarnos con nuestro tedio y nuestro silencio; dejar a un lado la compulsión por la semblanza que parece colarse en todo espacio como una intrusa: redes sociales, primeras citas, cartas de presentación. A veces somos más un signo de interrogación que un enunciado declarativo. En un mundo obsesionado por las opiniones, se diluyen los territorios destinados a las dudas. Presiento que cuando menos nos importa ser alguien y suspendemos ese pacto diabólico que nos compromete a moldearnos una máscara a cada instante, nace el radiante germen de nuestra vida imaginaria en curso.

  1. Yo, por ejemplo, tendría que dar santo y seña de aquel día en que cobré por bailar dentro de una botarga, evidenciar mis habilidades como técnico en carpintería, referir ciertas distinciones en concursos de bailes tropicales y jocosos, así como todo aquello que este pie de página no podría ni siquiera soportar.
  2. El único que me ha gustado, por puro derroche de honestidad ha sido: “no le gusta bailar, pero le gustaría que le gustara”. Otras que recuerdo con cariño fueron una serie de burlas irónicas en una revista que, más que retratos, eran fabulosos chistes sobre esta bella ciencia de hacer semblanzas ridículas.
  3. Ya me pasó en aquel bochornoso día en que fui presentada como estudiante de un posgrado en artes que había abandonado apenas una semana atrás. Resulta imprescindible acuñar un término en español para esa sensación de pudor que nos produce ver un reflejo propio no solicitado, cual recuerdo lanzado por Facebook como flecha. Es una palabra necesaria, pues el sintagma “asco hacia uno mismo” resulta sumamente largo e ineficaz para captar ese relámpago que hiere nuestro decoro.