Tierra Adentro

Juan Martínez escribía poesía en lo que tuviera a la mano: pedazos de papel, servilletas, envolturas. Si a la fecha hay tres libros firmados por él, es gracias al empeño de sus amigos y familiares. Martínez tenía un conocido desapego hacia su propio trabajo marcado por un aura mística.

 

Su nombre es Juan Martínez y escribió poemas. También se interesó por la pintura. Dibujaba obsesivamente, según cuentan, servilletas con constelaciones infinitas de pequeños círculos de colores. Fue el modelo para el famoso personaje sin rostro del cuadro de David Alfaro Siqueiros Nuestra imagen actual. En éste con el torso desnudo y los brazos extendidos, podemos ver las palmas de sus manos abiertas con tensión. Martínez nació en Tequila, Jalisco en 1933. Fue hermano menor de José Luis Martínez, destacado académico y ensayista. Pero Juan prefirió el anonimato. Vivió en Guadalajara —donde murió en el 2007—, Tijuana y el Distrito Federal en distintos períodos. Ahí habitó en las calles ariscas de esa ciudad fronteriza como un vagabundo. Fue un Diógenes mexicano que logró hacer al igual que el “cínico” griego de la pobreza una virtud.

Su casa no fue un barril, pero al parecer hizo de una cueva su lugar de residencia. Juan José Arreola y Leonora Carrington reconocieron su talento, como lo hicieron también sus amigos Alberto Blanco, Sergio Mondragón o algunos otros como Juan Vicente Anaya que impidieron que desapareciera de los registros de la literatura de México. Sin embargo el carácter despreocupado de Juan Martínez lo hizo rehusarse a pertenecer a cualquier tipo de agrupación literaria. Publicó a pesar de él mismo en algunas revistas como la apreciable El Corno Emplumado. Su trabajo, su arte, su pintura, sus esculturas se extraviaron y quedan solamente como anécdotas de una creatividad inquieta. Sus libros fueron publicaciones de tirajes breves y por lo mismo inhallables. Aunque como dijo el poeta peruano Emilio Adolfo Westphalen —con quien por cierto Juan Martínez comparte cierto paisaje surrealista—, la poesía suele transitar por “vías soterradas” para luego desde ahí emerger con naturalidad y sin prisa.

Existen dos ediciones del libro En el valle sagrado, título que reúne la totalidad de su poesía conocida. El primero fue publicado por la UAM en los años ochenta. El segundo, un tomo más exhaustivo en cuanto al material recopilado apareció en el año 2008 dentro de la colección “Letras inmortales de Jalisco”, de la Secretaría de Cultura del Gobierno de ese estado. La edición viene acompañada por una introducción de Sergio Mondragón y un texto de Alberto Blanco que informa sobre el procedimiento constructivo de una de las últimas series de poemas de Juan Martínez, “A las puertas del paraíso”. Las anotaciones de Mondragón oscilan entre la anécdota biográfica y la aproximación “teórica” a la obra del poeta de Tequila. Los dos textos tienen como mérito la transparente admiración por un trabajo a todas luces excéntrico dentro del panorama de la poesía mexicana.

Octavio Paz no consideró a Martínez para incluirlo en Poesía en movimiento pues lo creía simplemente “loco”. Pero valoraciones personales a un lado, los poemas de Martínez son francamente atrayentes y poseen un número importante de recursos que logran desplegar emociones diversas, a veces sutiles y casi siempre agitadas. Por lo mismo los poemas describen trayectorias, errancias, vagabundeos, comparables acaso con los paseos reales que el poeta practicaba en su vida cotidiana. Osip Mandelstam reconoció leyendo a Dante que esa poesía no podría existir sin haber desgastado muchas suelas de zapatos. El ritmo de las líneas de los tercetos, según Mandelstam, describía los golpes de los pasos del poeta italiano.

Los poemas de Juan Martínez, como decía, describen trayectorias en distintos planos. En uno exterior, las líneas próximas al versículo se reducen poco a poco conforme los años pasan. Al principio, En las palabras del viento, la primera plaquette que publicó y que incluía dos poemas, uno con el mismo título y otro nombrado Los neumatismos, pueden leerse líneas como ésta: “[…] y los andamios de mi cerebro como jaula de pájaros se encontraban de engaño, […]”. Donde puede apreciarse la extensión y algo más importante, una voz, cierta apropiación sintáctica, el pronunciamiento de un yo, rasgos que permanecerán a lo largo de la obra de Martínez.

Aunque permítame el lector una sugerencia más. Pensemos en las diferencias de la línea anterior en relación con la siguiente: “[…] sino en todas estas cosas que tocamos a diario con nuestra mirada; […]”. Observando estos dos versos es posible notar una característica más de la poética de Juan Martínez, la exigencia de integrar en un solo flujo imágenes extraordinarias, muchas veces tendientes a las pesquisas del surrealismo, junto a otras de carácter más descriptivo, “común”. Este procedimiento de tejido produce parte del efecto hechizante que genera la lectura de los poemas de Martínez, confi-gura su tono, ese estado ni de vigilia ni de sueño que transita obstinadamente las páginas de En el valle sagrado.

La mención de la poesía de Saint John Perse y de La tierra baldía de T.S. Eliot por parte de Mondragón como una influencia de Martínez, es en este sentido acertada, pues en los dos casos —el del poeta francés y el del poeta norteamericano—, una lucidez, o mejor dicho una proyección reflexiva, mental, se interrumpe muchas veces por una pulsión en ocasiones lírica, donde la vida se hace presente y cancela todo razonamiento como sucede en estas líneas de “En torno al fuego y su imagen en el corazón” de Martínez:

Afirmar desde una penumbra gris en la inteligencia del ser que por su natural trascendencia ubica dentro de una nostalgia, todo un mar polifónico adentro, ahuyentando de su tierno gemir ese latido de insondable resonancia en el corazón del fuego, es tanto como adquirir potestad en la paciencia del morir; luego ese crujir de la vida calcinada al relumbre de recuerdos anófeles… que por el viento vagaban tiernamente, afuera, donde cantando una estación de fiesta nos miraba.

El poema es exigente y pide a que quien lo lee un detenimiento distinto al que solemos estar acostumbrados. Y aunque la poesía no se explica podemos reconocer la coexistencia de espacios que Juan Martínez quiso vincular: el del tiempo presente y el del tiempo pasado, es decir, el de la memoria y el de la vida en tiempo real, pero además está el espacio de la intimidad o la subjetividad, y el del mundo exterior.

La poesía, la literatura, es una de las experiencias del hombre que más nos ha permitido indagar en nuestro interior. Martínez lo sabía y por eso el sueño y la noche constituyen uno de los pozos fundamentales de extracción de su material poético. Lo mismo sucede con la naturaleza, un semillero infinito de formas a las cuales Martínez estuvo alerta.

En la “Introducción” de Ángel de fuego (Rainer Maria Rilke y los ángeles no pueden olvidársenos), el poeta jalisciense esboza lo más próximo a una poética explícita: “[…] el pensamiento girando flotante en el deseo, y repitiéndose la conclusión, el amor exhausto coronándose de Gracia bajo las clarividencias de la palabra. […]”. Esa “Introducción” es uno de sus “poemas” más eficientes, más enérgico y lindo, y que por su extensión me es imposible citar completo. Aunque en prosa, el ritmo se establece con la separación de comas sabiamente dispuestas. Ahí, la “existencia” en el útero, una forma más del misterio del sueño y de la noche, es el lugar ideal desde el cual es posible el poema:

En la preeminencia de mí con extensión prenatal, formado mi mundo desde los espacios siderales, analizando la consecuencia de todos mis esfuerzos, dada la posición, no obstante la tenacidad del color, la objetiva aunque abstracta manifestación de las formas, eran, sin menoscabar mi sortilegio, docta inclinación a mis actuales consideraciones.

Así comienza el texto y luego se desboca en imágenes del “misterio”: “[…] y sobre las rocas de musgo verde oliva, lagartijas ensanchando su capacidad calorimétrica en las emanaciones clorofílicas […]”. La “Introducción” termina así:

Afuera el sol brillante entre estación y tiempo, entre tiempo y espacio, y el intacto regocijo de los pájaros bebiendo de las fuentes junto a la abeja y la libélula, y el afán curioso de la vespertina hormiga silenciando sus misterios debajo de la tierra, ritmo habitable de los elegidos al encontrarse con el mundo, trama admirable en el encanto de la magia.

Lo que supone que el poeta es justamente un “elegido” capaz de hablar de todo eso que se intuye. Ángel de fuego, como bien apuntaron Blanco y Mondragón, posee un aliento “místico” que intenta no describir el mundo si no revelarlo:

Acciones subterráneas en la raíces del planeta, / formas, aromas, colores, en silencio trasmutando implícitas tareas / universos interpretando a perfección sinfonías siderales / protones y neutrones en místico lenguaje, tejiendo delicados filamentos.

El poema tiene veintidós fragmentos y es probablemente el más ambicioso de todos los de Martínez. No existe hasta donde conozco en la poesía mexicana nada parecido. No se trata de una poesía religiosa, es otra cosa. Es una poesía que desde la materia busca la unidad con la totalidad. En “Om”, dice: “[…] Rugido del océano / Trueno / Ruido de circulitos de plata / Sonido combinado del Universo / Tono de toda la creación.” Esta búsqueda se continuó pero cada vez más cargada de silencio, como dije al inicio, las líneas como versículos se fueron reduciendo y hacia final dela vida de Martínez, sus poemas se acercaron cada vez más al haikú, y también a las concepciones del budismo zen. El “barroquismo” de las imágenes iniciales, el surrealismo, se despejaron. El vocabulario se hizo más simple y preciso.

En 1997, dictado a su sobrino Rodrigo Martínez Baracs, Juan Martínez se deshizo de “Cerebro circular. Semen”, su último poema conocido. Al final, estaba la semilla, es decir, el comienzo: “[…] Hermosa mañana / forma musical / la amistad constituyendo / elipsis perfecta en la mujer / la energía entrando en órbita […]”, para entonces rematar, casi con un balbuceo: “[…] En los centros de energía / la circunvolución entra en acción.”

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