Tierra Adentro

Cuando Jorge Cuesta se suicidó, Xavier Villaurrutia escribió en un artículo que le era muy difícil hablar sobre su amigo muerto. Supongo que eso nos sucede a todos cuando tenemos que escribir sobre una persona a la que le teníamos tanto afecto a pesar de no frecuentarse mucho, como ahora sucede con José Emilio Pacheco.

La único que se me ocurre es pensar que llega el momento terrible en que uno debe prepararse para enterrar a sus figuras tutelares. Pues, ¿qué se puede decir que no se haya dicho ya sobre su vasta obra? A riesgo de querer decir algo nuevo, sin duda, uno acaba enumerando puros lugares comunes. Por eso, en casos como el de la obra de José Emilio, siempre he pensado que sólo se puede hablar desde una visión personal.

Todos recordaremos anécdotas que muestran la inagotable generosidad de José Emilio, de su ilimitada modestia. En particular me gustaría recordar dos momentos que me dieron muestras de ellas. El primero sucedió en una lectura que dio en la Casa del Poeta, al terminarla me acerqué a pedirle un autógrafo a mi ejemplar de su poesía Tarde o temprano (1958-2000) (FCE, 2000). Yo llevaba recién leído su librito de ensayos sobre Borges, Una invitación a su lectura (Raya en el agua, 1999) en el que me había llamado la atención un comentario sobre el vocablo “gaucho” como una forma despectiva de llamar a los de la provincia de Buenos Aires. Le dije a José Emilio que a mí me había recordado una palabra muy mexicana y también muy despectiva, “gacho”, él asintió y dijo otra serie de palabras con el mismo sentido que se usan en Cuba, Colombia y otros países de habla hispana. Y así mientras seguía firmando libros (me pidió que no me fuera de allí, que esperara a que terminara de firmar), seguíamos platicando de términos, lo que yo creí que sería una breve charla sobre una curiosidad, en realidad duró un par de horas. Me sentí adoptado, además de apabullado por su pasión con el lenguaje y esa generosidad de dar una cátedra sin habérselo propuesto.

Sin embargo, la otra fue la más sorprendente de todas. Sucedió en el verano de 2006. La policía me había golpeado por una calle de la colonia Juárez pues mis amigos y yo habíamos evitado Reforma por el plantón de López Obrador. Un par de semanas después, mi amigo Luis Antonio de Villena me escribió alarmado por el episodio, le contesté para tranquilizarlo que estaba bien, con heridas pero recuperándome. Me surgió la duda sobre por qué habían llegado las noticias hasta España así que le pregunté cómo se había enterado. Me contestó que había visto en Madrid a José Emilio y que él le había informado: “te quiere bien y está preocupado por ti”, escribió Luis Antonio. La sorpresa fue doblemente enorme: José Emilio no sólo estaba enterado de todo lo que me había pasado ¡sino que iba hasta otro continente a hablar de mí con los amigos en común! De manera que en cuanto tuve la oportunidad de agradecerle en persona no dudé en hacerlo (lo cual creo que sucedió en una Feria del Libro de Guadalajara).

No sólo hemos perdido a uno de nuestros poetas y narradores más entrañables, también a uno de nuestros periodistas culturales y acuciosos investigadores (su sección “Inventario”, firmada siempre con las discretas iniciales JEP, aportaba muchos datos fundamentales para los anales de la literatura), sino sobre todo a un espléndido traductor, ensayista y lector, pues José Emilio tradujo, por ejemplo, el De profundis de Oscar Wilde o recientemente los Cuatro cuartetos, de T. S. Eliot.

Ahora nos toca a sus lectores despedirnos de José Emilio Pacheco  y de qué otra forma hacerlo que con versos suyos:

Aquí sabemos a qué sabe la muerte. Aquí sabemos lo que sabe la muerte. La piedra le dio vida a esta muerte. La piedra se hizo lava de muerte.