John Cheever: cartas de amor no correspondido
John Cheever ingresó en el mundo de la literatura por la puerta de atrás. Ser expulsado de la escuela dejó en él una marca tan profunda que la única manera de sobreponerse a esa experiencia fue a través de la escritura. Emprendió un viaje turbulento (su vida es una de las más complejas que haya experimentado literato alguno), no exento de belleza, pero repleto de momentos amargos, que culminó con la publicación de The Stories of John Cheever en 1978, su colección de cuentos completos, que al año siguiente ganaría el Pulitzer y lo situaría como un gigante de la literatura norteamericana y universal.
Como un niño que destruye un juguete para saber cómo funciona, Cheever destripó los suburbios para observar con microscopio el funcionamiento de la sociedad norteamericana. Y lo que encontró ahí fue dolor, sufrimiento, anhelos incumplidos, que transformó en gran literatura. Encontró una mina que por más que explotó jamás agotó. De 1943 a 1973, tres décadas nada menos, se dedicó a explorar cada rincón del alma humana que habitaba en las orillas de las grandes ciudades. Mientras otros autores se dedicaban a narrar la urbe, Cheever se enfocó en las vidas minúsculas de los ciudadanos de las afueras. Una clase que en apariencia no tenía ningún atractivo pero que sirvió como fuente inagotable para construir una obra sólida.
En seis aclamados libros, Cheveer destripó a hombres y mujeres por igual. Los diseccionó sin contemplaciones. Mientras su vida misma era un caos. Alcohólico y homosexual de clóset vivió atormentando la totalidad de su vida. Sin embargo, su caos fue funcional a tal grado que le permitió trabajar en una obra cuentística que abarca más de mil páginas. Además de cuatro novelas que si bien tuvieron un recibimiento crítico respetable, no le alcanzaron para ingresar en el panteón de las letras norteamericanas como un novelista señero. Pero esto no fue una de sus preocupaciones, pues su energía y su talento estuvo siempre al servicio del relato. El género que le granjeó el mote de “El Chejov de los suburbios”. Una distinción que ningún otro cuentista gringo ha conquistado.
Si bien John Cheever tuvo contratiempos económicos como muchos escritores de su tiempo, encontró la estabilidad como uno de los cuentistas de planta de The New Yorker, lo que le permitía pagar las cuentas sin tener que preocuparse demasiado y poderse dedicar en cuerpo y alma al relato. Pero no era una persona exenta de inseguridades. Para no acarrear a su familia la misma pobreza moral que inundaba sus libros, mantuvo en secreto su latente homosexualidad durante muchos años. Jamás se separó de su mujer. Fue hasta la publicación de sus célebres diarios y sobre todo de su epistolario que saldría a la luz su inclinación sexual. Misma que sería aceptada a posteriori por su hijo, Benjamin Cheever, pero nunca por su esposa Mary.
“Guardar una carta es como intentar conservar un beso”, decía Cheever. Pero su hijo se dio a la tarea de no destruirlas y publicarlas en 1988, lo que supuso un escándalo por todo lo alto por las minuciosas descripciones que hacía Cheever del miembro de algunos de sus ocasionales amantes. Si bien las infidelidades del autor también se daban con algunas mujeres, fue un shock para su hijo, quien se encargó de escribir el prólogo, descubrir hasta que punto su padre llevaba una doble vida. Pero la obra de Cheever sería imposible sin esta contradicción, porque comprendía a fondo el mecanismo que hacía funcionar a sus criaturas. Si había un hombre dividido por excelencia era él.
Cheever, era un hombre con muchos defectos, a decir de su familia, pero tenía una virtud gigante. Desde el principio de su carrera adquirió una maestría a la hora de construir relatos. Su malicia y su habilidad le permitieron componer piezas magistrales, que no fueron pocas, además. En The Stories of John Cheever, existen al menos doce relatos que compiten con lo mejor de la cuentística de todos los tiempos. No sólo gringa, internacional. Su estilo no era nada nuevo bajo el sol, aunque sí experimentó un poco, como en el relato “Personajes que no figurarán en mi siguiente libro”, pero en sí estaba apegado al modelo norteamericano de cuento. Aquel que pondera que toda historia debe tener un planteamiento, un nudo y un desenlace. Siguiendo a los grandes maestros de su país, él se convirtió también en uno de ellos.
Uno de sus relatos más celebres fue “El nadador”, que sería llevado al cine en 1968 y protagonizado por Burt Lancaster. Narra la historia de un hombre que ha dejado de encontrarle sentido a la existencia y que un día en una fiesta en casa de unos vecinos decide volver a la suya nadando por todas las piscinas de cuanta casa le queda de camino. Cronista de los suburbios, sus textos amén de un ejemplo de impecable estructura cuetística, son declaraciones de admiración secreta de todos los personajes que pueblan sus historias. Como su mismo relato, se trata de “Cartas de amor no correspondido”. Que era como se sentía Cheever todo el tiempo en relación a su existencia y a su soterrada homosexualidad.