Tierra Adentro

Escribir poemas es tener pocas certezas. Aceptar lo indeterminado. No saber con seguridad lo que es un poema; de saberlo se llegaría a un punto muerto, el final de la carretera. Es posible, claro, guardar nociones, exigencias; cuidar que algunos elementos estén presentes en la escritura, pero tiene que quedar lugar para lo inesperado. Las poéticas que bus­can delimitar lucen desfasadas con respecto al tiempo que corre, ignoran el devenir de las sociedades y del lenguaje mismo. Se rompen la cadera y se pudren lentamente en el suelo.

Los imperativos marcan un círculo de tiza en el suelo del que escribe. Afuera está “lo que no es”, dentro “lo que sí es”. A mayor cantidad de imperativos, más pequeño será el círculo. ¿En dónde habrá más espacio para maniobrar?

Una estructura de corales. Peces amarillos rodeándola. Se mue­ven con gracia de arriba hacia abajo. Luego de observarlos por algunas horas, es posible adivinar cuáles serán sus próximos mo­vimientos. También hay peces rojos. Nadan en zigzag horizontal. Algunos brillan.

Bajando algunos kilómetros, habitan criaturas de grandes col­millos. Su apariencia es monstruosa. A diferencia de los peces que viven cerca de la superficie, su comportamiento es inespera­do (para nadie es un secreto que la luz determina la conducta de todas las especies). ¿Qué quiere decir esto acerca de la profundi­dad? ¿Qué sobre la escritura?

Lo vivo está en constante cambio. El poeta que se aleja de lo abier­to se convierte en taxidermista. Sus materiales son cadáveres.

¿Es naturaleza muerta? ¿Es decorativa? ¿Es inservible? ¿Es simi­lar a alguno de los siguientes objetos?

1. Ciruelas. 2. Flores de plástico. 3. Una concha espiral. 4. Pie­dras. 5. Un cuadro en el que un rectángulo gris y dos líneas negras representan un paisaje desolado. 6. Troncos medianos. 7. Una ca­beza de ciervo. 8. Fetos en formol.

¿Es posible que un dron haya tomado una fotografía de estos objetos cuidadosamente ordenados formando una enorme letra P sobre un terreno agreste?

La poesía no es si no es peligrosa, dice Bonnefoy. Limitarse a con­tar anécdotas, a describir estados de ánimo y a fingir que el poeta es una pira que arde arroja poemas tan peligrosos como conejos bebés. Hay que fabricar minas con el lenguaje. Elaborar estructu­ras conceptuales que luego sostengan construcciones complejas. Ensuciar las formas.

¿Traen la presencia de una ausencia? Entonces son fantasmas. Entonces gritaré cuando los vea. Sus ojos de círculo. Sus túnicas blancas. Voces. Me cierran la puerta. Me tocan los pies. Entran a mi cerebro a bailar. Cavo un hoyo en el jardín. Los guardo en una caja.

El poema no tiene que ser entendido forzosamente como un objeto monolítico, acabado, intocable. Mucho menos, creo yo, como un espacio sagrado. Me gusta pensar en él como una zona para realizar pruebas nucleares, aunque por lo general se parez­ca más a una sala de estar en la que todo está acomodado de for­ma aburrida, y el único riesgo posible es el de quedarse dormido en un sillón.

Para muchos poetas la corrección y edición del poema se tra­ta de un ejercicio de perfeccionamiento y domesticación: pulir los filos, ocultar la estructura, meter todo a la máquina de en­decasílabos, etc. La mayoría de los textos resultantes de este tipo de procesos me parece poco interesante. Tal vez se me acuse de consumidor de basura, pero prefiero siempre poemas imperfectos, ásperos, inestables. Prefiero esbozos y tachaduras. Palimpsestos.

¿Qué ocurre cuando llevamos a cabo un ejercicio de manipula­ción sobre algún poema que no es de nuestra autoría? ¿Arruina­mos o enriquecemos? ¿Destruimos o hablamos de una versión distinta a la que podríamos añadir nuestro nombre? Pound juega a ser Li Bai. Spicer a ser Lorca. Daniel Durand y Matías Heer tra­ducen al rioplatense a John Berryman. Todos ellos entendieron que el poema es potencia, posibilidad.

Un término muy utilizado en nuestros tiempos: actualización. ¿Podríamos aplicarlo a un poema? ¿Sería posible actualizar poe­mas para que recibieran dentro de sí algunos elementos que no estuvieron disponibles en el momento de su construcción?

Me comí

el polonio

que estaba

en el congelador

y que

probablemente

guardabas

para envenenarte

perdóname,

estaba delicioso

tan áspero

y frío

Alterar el poema de otro es explorar sus latencias. Poner en él una fuerza extraña.

En algunos casos, estropearlo todo.

Existe, por supuesto, la poesía fuera de la página. La poesía no escrita. Pienso en Jaap Blonk y en Arnaldo Antunes. En Ricardo Castillo. Pienso en impurezas. Poesía que en algún momento sa­lió de sus supuestos márgenes y se (re)encontró con materiales y medios que en apariencia le correspondían a otras disciplinas (experimentación visual, vuelta a la oralidad y al movimiento, apertura a los recursos tecnológicos). Los que busquen sólo be­lleza en su sentido más convencional es posible que no queden satisfechos. Los que busquen fuerza, extrañamiento y densidad tendrán más posibilidades.

Una pesadilla:

Me doy cuenta de que efectivamente la poesía se trata de una forma estática —y armoniosa— cuyo único objetivo es alcanzar lo bello y lo sublime. Entonces la mando a la mierda y declaro mi amor a la no-poesía. Gnomos de jardín eléctricos emitiendo sonidos guturales: no-poesía. Cráneos animales atados entre sí con hilos de seda: no-poesía. Estructuras metálicas gigantes que cambian de color siguiendo los patrones rítmicos ocultos en los Cantos de Pound: no-poesía. La no-poesía es al comienzo algo marginal, pero conforme pasan los años surgen miles de no-poetas que invaden las calles con sus artefactos y sus representaciones delirantes. Incluso un armadillo en un zoológico de Inglaterra hace no-poesía. Decido entonces escribir sonetos.

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