Fragmentos de un diario encontrado
‘’Es imposible acabar con las hormigas […]’’[1]
Domingo 2 de febrero
Hoy al amanecer olvidé tu nombre. Estábamos sentados frente al agua en la oscuridad. El aire caliente nos golpeaba por todos lados y en un segundo el cielo se aclaró.
— Me voy.
Sabes que pienso que a veces mi cabeza no se sostiene, y mi mano derecha a veces no reconoce a la izquierda. Nos sentamos ahí, mi respiración era un escándalo, ni el sonido de aquella ave la ocultó. Por un momento hasta dudé de lo que escuchaba. El sudor ardiente recorría mi nariz, quemando la piel. Estoy tan pesada que no podré salir de aquí. ¿Sientes la estática entre el cuerpo y el aire? El lago negro. Las hormigas extendiéndose por debajo de la tierra. El zumbido de estos bichos. Ocupamos el mismo espacio pero ellos lo atraviesan. Estamos detenidos como una cuerda en tensión, suspendidos, probablemente como siempre lo hemos estado pero ahora de verdad lo siento.
Dijiste que te ibas, lamento que mi respiración en crisis no te haya obligado a partir antes. La hierba bajo mis muslos se sintió aún más fría y la sombra de tu perfil partió el horizonte. Hiciste un movimiento, reconocí tus orejas anchas y tu cabello largo. Olías como a naranja. Me dio pavor tocar tu mano. Yo no quería llegar a este lugar pero insististe en marcar el camino. Seguro los mosquitos se durmieron al vernos aquí inmóviles.
Mi respiración se hace más fuerte, pero no me molesta, alimento ese sonido tragando más aire y aventándolo por la boca, cada vez más aire, cada vez más rápido. He notado que si echo la cabeza para atrás el sonido puede llegar lejos. ¿Sientes ese espacio en la garganta? Me lo imagino como un túnel rasposo, con baches, no sé cómo. Cuando pasa el aire por ahí, se queda en los rincones y sale un sonido sin brillo, mira no te miento, pruébalo. Entonces se enciende el pecho. El sonido le responde a los bichos de afuera. No hay pausas. Lo atraviesa todo, un chillido que vibra, escúchalo. Pon la lengua en el paladar, suelta el estómago, mueve la boca, no dejes de tragar y escupir aire. Échate a correr.
‘’Ancho rostro de mejillas blancas, rostro de tiza perforado por unos ojos como agujero negro.’’[2]
Miércoles 5 de febrero
¿Te acuerdas de la noche que decidí seguirte? Caminabas muy rápido.
—¿Tienes un cigarro?
— ¿Qué si quiero o tengo?
— ¿Quieres?
Nos arrastramos a tu casa. En la cama, antes de cerrar mis ojos te dije que quería dormir adentro de tu boca. Que me tejieras una hamaca para que en la madrugada, cuando alcanzara dimensiones minúsculas pudiera escalar desde tu pecho hasta tu barba. Reconociendo el camino cuesta arriba utilizando las cuerdas hechas de vellos rojos, aferrándome a ellas hasta estar ahí dentro, quedarme dormida en tu saliva para que en la mañana, cuando fueras a lavarte los dientes, me escupieras en el lavabo (primer intento para despertarme). Una vez ahí, me quedaría tendida hasta que tuvieras que abrir la llave para dejar caer gotas de agua sobre mi cuerpo.
Creo que así pasó, así lo recuerdo.
Al medio día vi correr ríos morados en esos pies tuyos blancos.
— Tus pies son horribles.
Te reíste porque ya lo sabías. Torcidos, gigantes, lampiños. Volví a ver ese lugar donde dormí: tu cara. No tenía sentido, alguien sin conocerte eligió tus pies al azar. Por la tarde noté que los usabas para facilitar tus tareas, recoger ropa, patear basura, matar el tiempo cuando estás apunto de dormir estirándolos, viéndolos desde arriba, volando la mirada sobre tu lánguido cuerpo hasta hacer los dedos bailar. Los miré una vez más a mi lado. Recorrí un camino oscuro entre tu cara y tus pies. Supe que eventualmente al ponerte los zapatos dejaría de ver tus pies y los olvidaría. También tu cara, cuando te fueras y no te viera más.
‘‘Esa hora del desierto en la que el dromedario deviene mil dromedarios que ríen burlonamente en el cielo.’’[3]
Sábado 8 de febrero.
Cuando abrí la puerta la ventana se azotó y el vidrio se rompió, cayeron los pedazos a la calle, no importaba. Todo el día mantuve una tendencia a la cama, a las sábanas. Al fin estaba ahí, en la orilla. Caí boca abajo, doblé mi cuello hacia la derecha, mi columna exprimiéndose. Pasó un tiempo, no sé cuánto. El viento nunca dejará de entrar con la ventana rota. Los sonidos de afuera, la gente caminando, conversaciones al salir de la escuela, el humo de la comida, los coches, las motos, las coladeras, los tacones, la música, los perros. Mis párpados pesaban como si sostuvieran algo. Me atreví a cerrar los ojos y sentí dolor, pero supuse que me acostumbraría. Aparecieron las manchas moradas, amarillas, grises, del atardecer, del amanecer.
Estoy agotada, sobra decirlo. Ahora escucho más los pasos que todo lo demás, ¿son pasos? No podría asegurarlo. Intenté recordar lo del día pero no pude imaginar, no me sentí triste. Me quedé inmóvil dejando perder mi cuerpo que se escurría hasta llegar al piso. Ahí encontré que mis pulgares crecían hasta hacerse enormes. En el sueño, ya sabes, lo de siempre, volaba, veía el balcón llenarse de arena y el sol salir por el oriente. Nada se repitió, al estar en movimiento era imposible volver a los mismo lugares, los olvidaba al pasar. Por un momento vi mi mano levantada frente a la ventana, los dedos moviéndose buscando una comprobación de realidad. Al segundo ya estaba en otra ventana al cruzar la calle. La tendencia al otro lado. El tiempo se hizo doble, tal vez así lo entienda todo mejor, tal vez aprenda otro idioma y me encuentre en la mañana recitando. Las sábanas calientes, un lago de saliva sobre la tela.
[1] […] puesto que forman un rizoma animal que aunque se destruya en su mayor parte, no cesa de reconstruirse.’’ Gilles Deleuze, Félix Guattari. (2004). Mil mesetas, España: PRE-TEXTOS. Página 15.