Tierra Adentro
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Hubo un par de años que viajaba por lo menos tres o cuatro veces al mes a lugares nuevos y exóticos. La consigna: visitar, divertirme y luego hacer una crónica al respecto. Cuando se enteraban mis amigos o mi familia soltaban un uaaau envidioso, pues ser cronista de viajes tiene un glamour similar al de un director de cine en pleno set: suena absolutamente brillante hasta que te enteras de que el tipo pasará después dos meses encerrado en una sala de edición sin ver el sol. No me quejo. Por un tiempo, fue el trabajo de mis sueños. Pero el asunto comenzó a resquebrajarse un día que fuimos a Cuba y comprendí que a mí no me pagaban por viajar en el sentido homérico de la palabra, sino por caminar algunas calles, ver los toros desde la barrera e imaginarme el resto. Poco a poco perdía sentido visitar un destino turístico, pues significaba que todos tenían ya una imagen mental del lugar, una especie de leyenda y en el mejor de los casos, mi trabajo era hacerla más hermosa o desmentirla para construir una nueva.

¿Descubrir? Nadie quiere descubrir realmente. En Cuba había que sacarle fotos a los autos viejos, a las paredes descascaradas en La Habana Vieja, a los mojitos, a los negros saxofonistas o al malecón. Lo mismo de siempre. Las mismas cosas de las que ya había cientos, miles de fotografías, postales, sitios de internet. Nadie estaba interesado en escuchar la crónica del comercio sexual en las noches de La Habana o de la desigualdad social rampante o algo más simple pero prohibido so pena de que te juzguen incapaz como cronista de viajes: cometer el pecado de decir que el sitio es un poco caro y aburrido. Nadie está listo para la verdad. Quieren que les digas por qué calles pasar, qué platillo consumir, por dónde es seguro caminar; qué venden y a qué precio. Ser turista significa viajar físicamente para comprobar a toda costa una imagen mental y casi siempre, si ésta varía, el viaje se considera un fracaso. Estaba nublado y no pudimos ver la Torre Eiffel; llovía y el mar estaba picado; nos trataron con desdén; no pudimos ir aquí y acá y allá y acá. Son frases con las que se denota un viaje frustrado, aunque yo pienso que son todas oportunidades perdidas para viajar realmente; chances para salir del sinsentido ese que llamamos viaje en este siglo.

¿Cómo podríamos hacer un viaje, realmente? Propongo esto: empezar por medirse con los pies. Empezar por los viajes que el cuerpo es capaz de hacer sin más vehículo que las propias zancadas. Entrar a la tienda, comprar agua y empezar a caminar un par de horas. Sin rumbo. Qué difícil pensarlo. Allí veríamos que esos monumentos históricos/museos/sitios arqueológicos indispensables de postal, elegidos siempre por alguien más, se diluyen ante el particular modo de andar que tienen las personas que nos regala el azar. Ninguna postal se parece a la soledad de nuestros pasos en el frío o la lluvia que nos toma por sorpresa.

Esos han sido mis mejores viajes. Y poco a poco los iré desgranando en los siguientes posts.


Autores
nació en un hospital público de Av. Toluca (ciudad de México, 1973) pero creció en la Calzada de Las Águilas, lo que supone una infancia feliz aunque cuesta arriba y llena de topes. Le da un poco de pena decir que estudió Comunicación (pero se la aguanta porque no hizo la tesis en balde). Ha escrito algunos guiones y dirigió un cortometraje premiado por IMCINE. Escribe en muchas revistas pero su comentario mensual sobre cine aparece en Chilango. Este año publicará su primera novela en una editorial catalana. En su cabeza revolotean cómics y canciones de los Flaming Lips todo el tiempo.
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