El problema con los palpígrados
De acuerdo con mi mujer no hay ningún problema con ellos, después de todo son ciegos y no salen del sótano. Para ella el verdadero problema son las latrodectus. Entiendo su preocupación, no en balde se me han escapado ciento cincuenta ninfas del terrario y si una sola de ellas consigue entrar en los ductos de aire muy pronto la estación será suya. Le explico a mi mujer que la solución es simple: fumigar. Aunque eso implicaría mover los especímenes clasificados y los racks y los frascos con los cultivos y los reactivos, y esa es la parte que no nos gusta. Sería tirar meses de trabajo, aunque también estamos seguros de que recuperaremos casi todo en pocas semanas, incluyendo nuevos ejemplares. La biodiversidad de este sitio es impresionante. Claro que no es una fauna tradicional, y hay quien dice que ni siquiera es “normal”, pero salvo el tamaño, bastante mayor, no hay diferencia con la que podría encontrarse en, digamos, un jardín.
Estudio faunístico-ecológico, distribución en la zona, hábitat, aspectos sistemáticos-taxonómicos, y especialmente material gráfico: fotografía y video. Esas son algunas de las cosas de las que nos hemos hecho cargo desde nuestra llegada. No ha sido lo único, nuestras investigaciones incluyen exámenes toxicológicos y culinarios, que han servido para determinar las propiedades alimenticias. Pero eso es otro cantar.
A mí lo que me preocupa son los palpígrados. Los encuentro malignos, con su color blanquecino transparente, su cabeza sin ojos y esa silenciosa espera que no presagia nada bueno.
Fue Emily, mi hija, quien los encontró. A sus catorce años ha desarrollado una capacidad increíble para la entomología, y de todos los miembros de la familia es ella quien ha descubierto más especies. Por ejemplo los trigonotárbidos. También ha sido quien mejor ha desarrollado algunas recetas.
Reconozco que la creatividad y avidez que muestra Emily para la cocina o la investigación me pasma en ocasiones. Fue precisamente mientras limpiaba una esquina del sótano que pensaba destinar al cebado de licosas como descubrió a los palpígrados. Eran cuatro, del tamaño de un pepino. Incluso ella que suele ser tan temeraria sintió rechazo. En circunstancias normales no me hubiera dicho nada, los habría incluido en su zoológico secreto y tal vez más tarde me los presentaría servidos en un plato, irreconocibles y jugosos, pero salió corriendo, y gritando, a buscarme. Tienes que ver esto, tienes que verlo.
Discutimos un poco: Emily decía que eran oonópidos, que suelen ser domésticos. Yo insistía en el detalle de los fémures traseros: si se tratara de oonópidos serían más gruesos, parecidos a los de un caelifera. Mi mujer guardaba silencio, nunca se ha sentido particularmente atraída por los arácnidos, lo suyo son los coleópteros. Al final Emily terminó convencida, no tuvo argumentos contra la falta de ojos y el color blanquecino que suelen presentar las especies cavernarias, pero tampoco conseguía explicarse qué demonios hacían en nuestra casa. Estuve de acuerdo, los palpígrados se caracterizan por aparecer en espacios subterráneos; pero le recordé que la faunística es siempre inexacta y que retrata más los métodos del entomólogo que la realidad tal cual es. Además señalé que éramos afortunados al tener la oportunidad de contar con nuestros propios palpígrados, ya que hasta la fecha sólo se han registrado ochenta especies en el mundo y nadie ha sido capaz de elaborar un estudio completo sobre ellos.
Eso fue lo que dijimos, pero desde entonces a nadie se le ha ocurrido sacarlos de su rincón para examinarlos. De vez en cuando alguno de nosotros baja al sótano y los observa, hay algo en sus movimientos que resulta hipnótico, pero también repulsivo, así que hemos decidido cerrar con llave la puerta del sótano e ignorar su existencia mientras no se nos ocurra qué hacer con ellos. Fingimos cuidar un tesoro entomológico, pero estoy seguro que todos, al igual que yo, se sienten perturbados con su presencia.
Franganillo, mi hijo menor, se muestra particularmente interesado en ellos. Es curioso, porque a diferencia de su hermana, el interés que había mostrado por los artrópodos y los arácnidos era nulo. Tampoco había mostrado interés por la cocina, la fotografía, la taxonomía o cualquier otra cosa de las que acostumbramos hacer aquí. Muy extraña su apatía. Hasta que aparecieron los palpígrados. Ahora veo un brillo en sus ojos que me desconcierta, por las mañanas lo he encontrado en la biblioteca tomando apuntes que luego esconde concienzudamente. Después, por las tardes, en lugar de dormir se encierra en uno de los talleres. Ignoro lo que hace ahí dentro. No es el único que de un tiempo para acá se porta raro: en ocasiones mi mujer canta una tonadilla sobre una niña coja; cuando eso pasa no me reconoce, aunque la tome por los hombros, la mire directo a la cara y la llame por su nombre. Emily parece la misma de siempre, pero basta mirar cómo enrojecen sus mejillas, su frente y sus antebrazos; basta advertir la forma en que guarda silencio para saberlo: hay algo en ella que no va bien.
Mi mujer y yo hemos dedicado los últimos años a la cocina, ha sido lo mejor. Al principio, cuando recién llegamos, éramos unos entomólogos apasionados y todo eso. Nada importaba más que la búsqueda de la verdad. Supongo que fue así durante unos años. Era fascinante usar el equipo y las instalaciones: laboratorios, bibliotecas, cuartos de especialidades.
Después preparábamos los informes, las gráficas, las fotografías, editábamos los videos, era un proceso complicado y poníamos todo nuestro empeño en él. Una vez cada dos meses, cuando llegaba el momento de llevar el paquete con los informes y las muestras a la oficina de correos, experimentábamos una pérdida. Luego pasó el tiempo y vino la rutina , el hastío, el aburrimiento, la depresión. En algún momento dejamos de enviar los informes, pero nadie pareció notarlo; mes con mes seguía llegando nuestro cheque y el boletín del Instituto Nacional de Entomología, en donde nunca se publicó una sola nota sobre nuestro trabajo.
Fue gracias a Emily que descubrimos en la cocina otro tipo de laboratorio. Una tarde nos sorprendió a la hora de comer sirviendo trogidae entomatado. Así se solucionaron dos problemas: principalmente el alimenticio, pero sobre todo nos ayudó a recuperar el entusiasmo. Todo un mundo de posibilidades se abrió ante nosotros. Volvimos a estudiar con renovado interés las especies locales, a criarlas, registrarlas y clasificarlas, a experimentar con ellas. Descubrimos que las lycosa son riquísimas; que la carne de los laxosceles tiene gusto dulce, a pesar de su aspecto grosero; que las clubionidae, por ejemplo, ni asadas ni en salsa, porque sus patas son demasiado peludas, además de que apenas tienen carne y son un amasijo de nervios y cartílago, en cuanto al abdomen es demasiado pequeño y con un saborcito amargo que no le hemos podido quitar con nada.
Me pregunto si con los palpígrados podría suceder algo similar. Es decir, que tras su desagradable figura haya un sabor exquisito, que su carne contenga los nutrientes ideales, alguna proteína desconocida; y estoy seguro de que no soy el único que ha pensado en ello. Aunque ni siquiera Emily se atrevería a admitirlo. No es una idea agradable, la piel se me eriza sólo de recordar sus silenciosos y casi inmóviles cuerpos. Pepinos blancos, blandos, de superficie aceitosa; su cabeza sin ojos, de mustios colmillos, sus patas pequeñas y afiladas; pero sobre todo su aspecto de larva, de criatura inacabada.
Imposible imaginarlos como alimento. Pienso también en mi familia, en su extraño comportamiento de las últimas semanas; y claro, en las ciento cincuenta ninfas de latrodectus que se escaparon y que podrían infestar los ductos de aire acondicionado en cualquier momento. Nuestra estación en medio del Gran Bosque, nuestro refugio del mundo, nuestro hogar, se encuentra bajo amenaza.
Hoy mismo comenzaremos los preparativos para fumigar la casa y bajar al pueblo, donde tendremos que pasar algunos días. Será difícil, lo sabemos, sobre todo para Franganillo. Pero regresaremos con la mirada decidida y anhelante; recogeremos los cadáveres, limpiaremos la estación, calibraremos el equipo y, tras asegurarnos de que no quedan latrodectus, pero sobre todo palpígrados, reemprenderemos nuestra vida con el entusiasmo de un planeta entero.