Tierra Adentro

 

Sergio González Rodríguez

polígrafo

1. Escritor que trata sobre materias diferentes.
“En el siglo XVIII el género periodístico, que cultiva el ensayo sobre temas variados, tuvo tal aceptación que son característicos de estos tiempos los llamados polígrafos, como los benedictinos Jerónimo Feijoo y Martín Sarmiento”.
2. Detector empleado en la investigación policial de los delitos para registrar las respuestas corporales de una persona cuando se la interroga y detectar si miente; consiste en varios instrumentos combinados de forma que registren simultá-neamente las fluctuaciones en la presión sanguínea, el pulso y la respiración ante las preguntas que se le formulan.
“Los resultados de los polígrafos no suelen admitirse como pruebas legales en los juzgados de muchos países, excepto en los casos en que hay un acuerdo en este sentido entre las dos partes”.

Era la primavera de 2002 cuando llamaron al primer teléfono móvil que tuve en mi vida y preguntaron por mí. Era sábado y del otro lado de la línea estaba Sergio González Rodríguez.

–Me dijeron que tengo que entrevistarte porque tienes intenciones de trabajar en el periódico, te veré mañana a las seis de la tarde en la nevería Gelato y necesito que lleves una nota sobre el grafiti en la Ciudad de México.

–Oiga, pero mañana es domingo…

–Pues así es esto, mano. Tienes la libertad de simplemente no presentarte, no pasa naaadaaa.

Como pude armé mi notita y me presenté con mis hojitas dentro de una carpeta color azul. Le entregué la carpeta a Sergio y así como la recibió me la regresó. Ni gracias me dijo.

–¿Cómo vas, dándole durísimo?

Yo no entendía a qué se refería con “dándole durísimo” y me sentía ofendido porque había pasado la noche en vela haciendo mi nota sobre el grafiti y él ni siquiera había sostenido la carpeta azul por más de cinco segundos.

–¿Qué dice la vida, ya comiste, quieres un café?, pide lo que quieras que no hay tiempo.

Hacía mucho viento y las muchachas se esforzaban por mantener las faldas en su lugar. Sergio parecía suspendido en el tiempo. El clima no lo afectaba. Algunas personas se detuvieron a saludarlo.

–¿No va a leer mi nota?

–No hace falta, ha de estar mal hecha, seguramente en vez de una cabeza periodística le pusiste el título como de un ensayo estudiantil –me dijo con esa manera suya que tenía de hablar con los dientes apretados, como si estuviera encabronado contigo por lo menso que eras.

Y así me di cuenta de quién era Sergio González Rodríguez. Una suerte de adivino. Un personaje mágico. Mi notita en efecto tenía un título de dos renglones, y eso era lo menos malo de todo mi escrito. Sergio era alguien que sabía quién eras y cómo hacías lo que hacías antes de que tú mismo supieras quién eras en este mundo, no podías engañarlo, mentirle o anticiparte. Sergio me apareció esa tarde alguien que encontraba fácilmente la manera de descubrirte, alguien que hallaba la manera más humana de exponer ante ti mismo tus fallas voluntarias, tu estulticia, tu contumacia, tu flojera. Después me preguntó que qué música me gustaba.

–El heavy metal –le dije envalentonado– como si aquel señor de chamarra bonita, de piel de gamuza, camisa cara, pantalón de vestir y zapatos lustrados, con ese rostro tan serio, no fuera a entender lo que estaba diciendo.

–Ah, ¿sí? ¿Y qué bandas te gustan, mano, las que celebran la vida o las otras que son aburridérrimas?

Y con mis respuestas a esa pregunta, la mayoría erradas, me hice amigo de Sergio, así, desde el primer día que lo vi. Y sé que a todos los que tuvimos la fortuna de encontrarlo en nuestro camino les pasó igual, te tocaba el corazón en menos de 10 minutos. Nunca supe cómo era capaz de lograrlo, pero así fue, así era él. Terminamos de conversar y dijo que iba a dar su comentario sobre mi desempeño, que él sólo era un consejero del periódico, que no tenía más poder que ése.

De Sergio González Rodríguez no puede hablarse en abstracto, sólo en concreto. Mis anécdotas con él se suman a las de decenas de personas. Ayer navegaba por Facebook y dije pero ¿qué puedo aportar yo, si todos tienen un montón de vivencias con él? Y sentí alegría de que en vez de lugares comunes, de adjetivos abstractos, las personas, sus amigos, compartieran un recuerdo, una anécdota concreta que lo describía de cuerpo entero. Sergio González Rodríguez siempre fue un cuerpo completo, unido y reunido por su voluntad de persistir (en hospitales con operaciones, en iglesias con oraciones y en cantinas con conversaciones), a pesar de los numerosos intentos de “El Mal” por desmembrarlo, física, intelectual y emocionalmente. Todos tenemos distintas anécdotas con Sergio: nos obligó a vivir la vida con él, aunque fuera por un instante.

A la sala de redacción del suplemento siempre llegaba caminando rápido. Y así como llegaba se iba. Le entregaba libros a Alicia y regañaba a Beatriz por cualquier cosa. No le gustaba perder el tiempo.

–¿Cómo ves a estos pillos?

Y si no captabas de qué nota estaba hablando se reía y redundaba diciendo, “No me hagas reír más, por favor. Hay que lograr que triunfe el bien… ¡El Bien!” Nos encargaba un montón de cosas y se iba rápido, yo me quedaba con la sensación de que le aburríamos pronto todos y una vez le pregunté y tú ¿a dónde vas?

–A la vida, mano, no hay de otra.

Después nos invitaba a comer y siempre, siempre, siempre remataba diciendo: “sé feliz”. ¿Sé feliz? Y así es como Sergio se hizo mi maestro. Nunca nadie me había dicho “sé feliz” de esa manera como lo decía él, no era un simple buen deseo, una muletilla para salir del paso o una manera de hacerse el gracioso, era una provocación, un reto, una manera de lograr que tú mismo te pusieras a prueba y te hicieras las preguntas fundamentales, la pregunta fundamental: “¿Soy feliz?”. Sergio era un hombre feliz, con su nostalgia, su soledad, su temor, su paranoia (justificada) su biblioteca, su música, su capacidad de anticipar lo que la gente respondería a sus preguntas, su capacidad de saber que la mayoría de las personas estaban programadas para fallarse a sí mismas. No le gustaba, por ejemplo, asistir a bodas.

–Uno asiste todo emocionado y luego salen con sus tonterías.

A Sergio no le gustaba que las parejas se separaran, le gustaba mirar al amor ganar terreno ante la adversidad.

–Soy un pesimista sin remedio, y por eso creo en la vida, me emocionan los triunfos de El Bien.

Y eso era lo único que nos decía cuando una edición del suplemento nos quedaba… decente. “Un nuevo triunfo del bien”, decía cuando terminaba de hojear el suplemento durante las juntas editoriales. Y después “¿Qué sigue? ¿qué preparan?” Y nunca más miraba atrás.

Tampoco le gustaba decir adiós. En las reuniones con amigos pagaba la cuenta de todos, sobre todo la cuenta de los más jóvenes, o de los que sabía que estaban pasando por una temporada de apuros económicos, lo hacía con discreción, y siempre avisaba a alguien, algunas de esas veces a mí, que se iría y que no quería despedirse de nadie. Manejaba el arte de la fuga y manejaba el arte del esplendor, nunca escatimaba en lo que daba a otros. Sin embargo, si por alguna razón le daba por despedirse de alguien, no decía adiós, o hasta luego, decía “hablamos temprano”, y después desaparecía. Yo le respondía que temprano no porque tenía que dormir.

–Dormirás mucho cuando te mueras, mano, ¡ahorita es tiempo de vivir!

A Sergio le debo, además de todas las cosas que le debo, el primer refrigerador que tuve. Los llevé a él y a Beatriz a conocer el primer departamento que renté cerca del periódico.

–¿Y dónde vas a poner las cervezas?

–Pues ahí en la cocina, Serge, ¿por?

–Ja. Ja. No me hagas reír. ¿Cómo vas a traer a tus novias si no tienes ni dónde enfriar las cervezas? ¿Tú crees que así van a tomarte en serio?

Y me llevó a una tienda en ese mismo instante y Beatriz y él escogieron mi primer refri. Y aunque sea una anécdota vacía y estúpida, es el recuerdo más importante que tengo de Sergio. Más importante que todos los autores tan interesantes que me presentó, que todos los libros que me regaló, que todas las ideas que detonó en mi mente, que todas las notas que me hizo repetir una y otra vez porque hay que tomarse este trabajo muy en serio, más que todas las veces que me invitó a comer y pagó la cuenta. Ese refrigerador es lo mejor que recibí de él, no sólo porque no tenía por qué hacerlo, sino porque era una persona que podía vivir en el mundo abstracto de los hombres con ideas pero que nunca olvidaba el mundo de los hombres concretos en el que vivimos todos. Su preocupación por algo tan insignificante como que tuviera donde enfriar las cervezas reveló para mí su grandeza y sigue siendo el recuerdo que me hace llorar ahora que ya no está.

Mi angustia de su partida se aligeró ayer que me pegué a Juan, a Rafael y a Mauricio cuando levantaron la cubierta de su féretro y pude verlo, pálido pero muy bien vestido. No sé explicarlo, pero necesitaba verlo o me hubiera quedado con un vacío inmenso si simplemente hubiera desparecido. Sobre el cristal habían colocado una plumilla roja y eso me hizo sonreír porque sé cuánto le importaba la música y porque creo que le hubiera gustado hacer con la música lo que logró con las palabras, descubrir mentiras, develar verdades, iluminar, ilustrar, emocionar, indignar, conmover y conmocionar.

Sé que fui de los primeros en enterarme de tu muerte, y tal vez hubiera preferido ser de los últimos, porque tuve la dolorosa tarea de buscar a Mauricio, a Leonardo, a David, y cada vez que repetía que habías muerto sentía como si te murieras otra vez. Y me avergüenza ponerme triste porque sé que preferirías que la gente fuera a una cantina a beber, a conversar y a roquear en vez de andar lloriqueando por algo que ya no tiene remedio. ¡Vámonos a la vida!

¿Y ahora qué sigue, Sergio, ahora qué tramas? Quién sabe cuántos proyectos estabas iniciando o a punto de terminar. Quién sabe en cuántos toquines más tenías pensado participar con tu música estruendosa. Quién sabe a cuántos jóvenes más tenías citados en Gelato para meterlos al mundo del periodismo cultural. Quién sabe… un chingo de cosas que nadie supo nunca de ti. Me quedaré despierto, muy despierto, querido Serge, esperando tus respuestas. Beatriz y yo te vamos a extrañar, tanto o más como muchas personas en muchas partes del mundo.

En fin, Serge, ¡a darle durísimo! ¡Nos hablamos temprano!