Tierra Adentro
Obra: Alejandro Zacarías

No hay anuncios clasificados para asesinos en el periódico. Esa era mi profesión: ex policía, ex blade runner.

Es muy difícil, casi imposible, imaginar un cinéfilo que no conozca Blade Runner y su trama. La película es un monstruo cinematográfico del que se ha dicho todo y sin embargo permanece como una fuente inagotable de reflexiones. Es una historia demasiado triste, desoladora, pero también hermosa y llena de esperanza; una obra maestra de sabiduría, pero que genera en quien la ve más dudas que certezas.

No es fácil acercarse a ella a profundidad por sus distintas versiones. Como a todos sus seguidores, muchas veces me han preguntado sobre cuál de todas es mi favorita, y yo nunca he podido inclinarme por alguna en particular, porque a mi juicio, todas conforman una sola, que incluso podría seguirse alimentando. Más que un filme, Blade Runner es un universo narrativo, un discurso filosófico y posmoderno; y como tal, requiere más de un acercamiento, más de un sólo ángulo desde el cuál ser observado.

A mi entender son tres las versiones conocidas: la que se estrenó en 1982 y representó un fracaso en taquilla; la que, reivindicada como objeto de culto, se anunció como “el corte del director” en 1991, año de su reestreno triunfal en las salas de cine; y la que, finalmente, prometió ser “el corte definitivo”, lanzada en 2007 y mejorada con la tecnología del nuevo milenio. Por fortuna para los cinéfilos, hoy en día se puede acceder a todas ellas. Más a las dos últimas que a la primera, ciertamente.

Y es que, sobre la primera, pesa cierto “desprestigio” —que yo no comparto—, que la hace la menos popular de las tres. Esto se debe a la modificación de su concepción original por criterios que en su momento se calificaron como “hollywoodenses” o “comerciales”. Dos de sus principales figuras, incluso, fueron críticos de esta versión: Ridley Scott, el realizador, y Harrison Ford, su protagonista.

Para ambos, la película de 1982 pecó de ser excesiva en la información que se dio al público mediante el uso de una voz en off; en la que el personaje protagónico, Deckard, contaba la historia en primera persona a la usanza del cine negro (Sunset boulevard de Billy Wilder, The Killing de Stanley Kubrick y The night of the hunter de Charles Laughton, por poner tres ejemplos).

¿Y qué es lo que veíamos ahí, lo que él nos contaba? Una historia sencilla en apariencia: Deckard, un policía de la división blade runner, ya retirado, divorciado y con gusto por el alcohol, debía volver al oficio para recorrer la ciudad de Los Ángeles y así encontrar y ejecutar a cuatro individuos, dos hombres y dos mujeres, considerados peligrosos en extremo: seres humanos artificiales llamados “replicantes” de la generación Nexus 6. En el camino terminaba cuestionando sus actos y sintiéndose fuertemente atraído por una mujer, Rachel, quien también es un replicante.

Pero no sólo era esta voz en off que relataba lo anterior lo que parecía fuera de lugar para su director, sucedía que toda la atmósfera de desolación construida a lo largo de su narrativa se veía comprometida con un final feliz en el que Deckard y Rachel conseguían evadir su destino trágico en los últimos minutos. Aún así, con este happy end, la historia no dejaba de ser profunda, ni de plantear interrogantes existenciales sobre la naturaleza del bien, el mal y la humanidad. Principalmente, por su complejo antagonista: Roy Batty, un villano que en los últimos minutos se convertía en héroe robándose con ello el protagonismo de la cinta.

Blade Runner en su primer versión cosechó muchos seguidores, mismos que año con año se fueron multiplicando y terminaron por reivindicarla  —tal como ya se mencionó — como un verdadero objeto de culto.

Lo anterior permitió que Ridley Scott la editara de nuevo, eliminando con ello lo que consideraba excesivo o incongruente y añadiendo también una escena muy breve, pero que revelaría lo que algunos ya sospechaban: la condición de Deckard como uno más de las replicantes. Eso cambiaba todo, lo hacía más trágico, más humano.

No se supone que los replicantes tengan sentimientos. Tampoco los blade runner. ¿Qué diablos me estaba pasando?

Además de lo mencionado de manera anecdótica, Blade Runner, en sus distintas versiones, construyó una alegoría del hombre que combate consigo mismo en una guerra perdida de antemano, donde el único sentido que tienen su vida y su muerte, es mantener, o quizá recuperar, la dignidad humana. Y ésta, paradójicamente, no está en los seres humanos sino en sus versiones artificiales, los replicantes, villanos por decreto del estado, responsables de un crimen imperdonable: querer trascender su condición de seres humanos de segunda.

La pequeña rebelión es lidereada por el personaje llamado Roy Batty, el más perfecto de todos los replicantes, hecho a imagen y semejanza del nuevo Dios y su iglesia: la ciencia y el capitalismo salvaje, respectivamente, quienes sólo crean vida para su explotación sistemática. Para él y sus compañeros trascender su calidad de ganado y esclavos es trascender la muerte, y disfrutar los últimos instantes de su existencia es encontrar la vida eterna.

Como contrapeso está Deckard, el gemelo oscuro que ignora su parentesco. Él es la corrupta y fascinante ciudad de Los Ángeles; el inhumano brazo de la ley, el héroe que muta a villano y finalmente a víctima de la historia; quien consigue salvarse milagrosamente en el último momento sólo para adquirir conciencia de su muerte cada vez más próxima, del momento en que descubre su condición y el papel que ha jugado en la tragedia: asesino de los suyos.

El reporte dirá: “retiro de rutina de un replicante”, lo cual no cambiará el hecho de que le disparé a una mujer por la espalda. Ahí estaban otra vez: sentimientos.

Ya he calificado a Blade Runner como una película posmoderna, aquí las razones.

En el libro Permanencia voluntaria. El cine y su espectador, Lauro Zavala reflexiona sobre tres momentos del cine: el clásico, el moderno y el posmoderno. El primero agrupa a las convenciones visuales, dramáticas y de estructura narrativa que dieron lugar a los cánones. El segundo, se constituye con los recursos estéticos que subvierten lo clásico, para así evidenciar la presencia del realizador. Para el clásico, lo más importante es la construcción de los géneros; para el moderno, es el autor quien está por encima de todo (de ahí que cuando hablamos de cine decimos: vi un western”, o “me gusta el cine de Fellini”).

En el cine posmoderno los discursos se tornan más complejos, pero también más profundos y empáticos para con el espectador, al incorporarlo en la narrativa y establecer un “dialogo” con él. Este “diálogo” no aparece en el texto fílmico de manera explícita, pero sí en ciertos signos, “guiños” o referencias que lo invitan a ser parte del discurso, o bien a asomarse a otras obras, convirtiendo el texto en un metatexto con la capacidad de tener diversas lecturas. En este momento del cine, lo más importante es quién lo codifica: el espectador, y el discurso cinematográfico definitivo es el que él mismo ordena en su mente.

Y Blade Runner es un ejemplo de ello. A eso me refería al inicio de este texto con que todas las versiones de la película conforman una sola y que incluso podría seguirse alimentando.

Recordemos que lo posmoderno no es lo posterior a lo moderno, es su oposición. La modernidad basó su filosofía en el racionalismo y la ciencia como manera de alcanzar el progreso. La posmodernidad viene a ser una crítica acérrima hacia ambos dogmas, ya que ni “la razón”, ni “la ciencia” impidieron el retroceso ético y humano que representaron los totalitarismos del siglo xx: el extermino y la explotación del hombre por el hombre. De hecho, racionalismo y ciencia son las bases en que se ha edificado la industria armamentista y bélica, que, a su vez, encontró en el bien común y la democracia (o en su simulación), la manera ideológica de justificar su existencia.

La posmodernidad es, por así decirlo, la filosofía del desencanto, la duda y la paranoia: la filosofía del relativismo donde conceptos como “bueno” y “malo”, sólo cobran sentido cuando se contextualizan. Por ello, necesita de distintos puntos de vista de la realidad y de la obra misma, de un discurso ramificado más de que uno lineal. Para hacerlo, utiliza figuras retóricas como la citación, la alusión, la parodia, el pastiche, el collage, el remake y la metaficción. Y Blade Runner es todo esto.

El cine posmoderno —y Blade Runner es un buen ejemplo— duda de la democracia, de la historia, del progreso y del lenguaje. El cine posmoderno señala la fragilidad del cine y sus convenciones, pues sabe que son parte de las simulaciones del capitalismo. El cine posmoderno duda, y al hacerlo, siembra interrogantes sobre la realidad. Interrogantes que ya no son contestadas dentro de la obra, sino fuera de ella y por el espectador. Digamos entonces que lo posmoderno es más que un cine de autor, es uno de espectador.

Blade Runner es un juego de espejos en el que observamos y somos observados desde la primera escena por una ciudad apocalíptica y un ojo inmenso, como si la prueba Voight-Kampff también nos la hicieran a nosotros, el público. O como si fuéramos Rachel, convencidos de un pasado que no tuvimos, o el mismo Deckard, predadores de nuestros hermanos por cómo nos han programado con simulaciones y mandamientos inhumanos.

Sobre la condición de pastiche de Blade Runner, que nos la hace muy familiar, el escritor español Rafael Argullol nos dice en su ensayo “También Zeus debe caer”:

Este escenario nos es verosímil porque nos muestra un futuro que tiene grabadas las imágenes de esos pasados, a pesar de que la tempestad del tiempo ha desfigurado sus huellas, distorsionándolas y mezclándolas en un laberinto de incertidumbre. Las calles de Los Ángeles son también las calles de Praga por donde merodea el Golem. Sus arquitecturas son también pirámides mayas y templos clásicos. Sus muchedumbres son también las muchedumbres de cualquiera de nuestras metrópolis. El desafío se desarrolla entre las sombras chinescas de la historia.

Yo agregaría al coctel la estética de la novela policiaca y del cine negro —el mismo Ridley Scott consideró en su momento a Deckard como un Philip Marlowe del futuro—, así como elementos bíblicos: Tyrell, el omnipresente y omnipotente creador de los replicantes es Dios; la ciudad de Los Ángeles es Babilonia y Gaff, el otro blade runner, su habitante (por ello su lenguaje inteligible el “cityspeak”, mezcla de todas las lenguas). ¿Quién sería entonces, en esta lógica, Roy Batty, quién Deckard?, ¿Abel y Caín?, ¿Moisés y el Faraón?, ¿Jesús y Judas?

No sé por qué me salvó la vida. Quizá en sus últimos momentos amó la vida más que nunca. No sólo la suya, la de cualquiera, la mía. Todo lo que quería eran las mismas respuestas que el resto de nosotros ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?, ¿cuánto tiempo me queda? Sólo atiné a quedarme sentado, viéndolo morir.

En la parte final de la película Roy Batty llega a su creador gracias a una jugada infalible de ajedrez. Tyrell alaba su perfección, lo llama “hijo pródigo” e intenta satisfacerle con pobres respuestas cuando el replicante exige más vida. El encuentro termina de manera nietzscheana cuando el Nexus 6 asesina a su Dios. Deckard, por otro lado, en su cacería ha dado muerte a Pris, la amante de Batty. Todo apunta al último enfrentamiento y éste llega: replicante y blade runner se encuentran; la presa y el cazador, el villano y el héroe intercambian papeles.

La lucha es desigual. El replicante se impone, tanto física, como moralmente y el detective termina colgado de una viga de acero, a merced de su propio peso y con los dedos fracturados. Dando una lección de generosidad a su fallido verdugo, Roy Batty lo salva a de la muerte y es entonces cuando la escena más famosa de la película cobra vida: el hermoso y melancólico monólogo del replicante cuya vida se extingue. La escena no sólo es impactante, también da lugar a una interesante analogía. Mojado por la lluvia, semidesnudo, acompañado por una paloma blanca (cuya existencia es insólita, ya que no hay animales silvestres en ese mundo) y con la mano atravesada por un clavo, muere después de perdonar a quien intentó asesinarlo. Un instante después el ave se eleva al único cielo azul y limpio de toda la película, como el Espíritu Santo de un Cristo artificial, hecho por ingenieros genéticos.

Deckard lo mira inerte y se sabe indigno, avergonzado y es entonces cuando concluye en su relación de los hechos, en el otro monólogo —el suyo, el que Ridley Scott extirpó quirúrgicamente de la película, pero no de nuestros recuerdos— que nada es más importante que la vida misma, aunque ésta, esté condenada a extinguirse y volverse nada.


Autores
(Ciudad de México, 1974). Escritor. Ha colaborado, entre otras publicaciones, en Arcana, Cambio, Guardagujas, México Social y Leer+. Es coautor en los libros de cuento El abismo, El infierno es una caricia, Prohibido fumar, Fantasiofrenia: antología del cuento dañado (vol. 2y 3) y Códices en el asfalto, entre otras. Es autor de los libros de cuento Adiós, Princesa y Rocanrol suicida.