EL HAMBRE DE LOS GUSANOS
Al llegar a su casa, Beto se recostó en el piso de la sala y estuvo ahí un rato, respirando polvo y abandono. Faltaban tres horas para el alba. Aunque lacerado, su rostro irradiaba una calma tenue por haber, al menos, eyaculado. Tenía claro el siguiente paso: devolver la bicicleta del Negro. Antes debía encontrar un par de zapatos, pues perdió uno de sus guaraches al brincar la barda. Pensó en las pertenencias de su padre fallecido. Iban a cumplirse –¿diez años? ¿once o doce?– desde que se arrojó de la torre de luz: lo veía desde el suelo, escondido en el monte porque lo habían recluido para que no presenciara su final. Sin embargo, vio el salto y cerró los ojos. Eso no impidió que tuviera en su cabeza la imagen del estruendo de los huesos. Lo que dijo en el aire todavía le retumbaba en sus oídos: ¡Nos vemos en el infierno!, seguido por el crujir espeluznante del cuerpo, gritos de señoras, silencio desconcertante de niños y lamento de hombres. ¿Qué no bastan los brazos de muchas personas para evitar una muerte? Sacudió su cabeza para concentrarse en el presente. Ni siquiera sabía de la bronca en la que estaba metido. Apesadumbrado por la falta del guarache y la carga que significaba haber hurtado la bici del Negro, cayó súpito, pensando cómo había llegado a ese punto. Poco después lo despertaron unos golpes en su puerta. Parecía que a Beto los problemas lo perseguían y precisamente, el de esa mañana, había comenzado la noche anterior en la llantera, cuando subió al vocho de Pelirrojo y Pelochino.
Iban a bordo del Volkswagen. Beto se escondió la palabra marcada en su frente con una gorra. No mostraría sus desgracias para causar admiración o lástima. Mostrarla iba a ser como levantar un monumento a su aberrante vida. Mucho menos lo iba a hacer en el hábitat condensado del vocho. Pero Pelirrojo y Pelochino eran morbosos, querían detalles de lo que pasó. Al principio hablaban tranquilamente de música, uno tachó de pendejo a otro por haber empeñado el estéreo del carro y éste otro le respondió que necesitaba dinero para yasabesqué, fue entonces que recordaron que Beto venía en el asiento de atrás, sudando, viendo de reojo los contrastes de la ciudad.
Pelirrojo detuvo el auto y lo vio como quien mira a la desgracia en persona.
—¿Entonces qué, güey? ¿Es neta? ¿Que el Darwin te escribió RATA en la frente?
La sonrisa de Darwin apareció en su mente mientras le rapaba el cráneo y soltaba su perorata previa a la paliza, esforzándose para que los jefes lo escucharan y el resto aplaudiera:
Es tu oportunidad de cambiar, apá. Iniciar de cero. Que te sirva de aprendizaje, de luz, de escarmiento. Pa que pienses las cosas antes de hacerlas. Somos humanos y erramos, ¿eda? Pero así no son las cosas aquí, padre santo. Aquí es chambear parejo y como es, respetando las reglas, el funcionamiento, ¡las chingadas reglas, cabrón! El reglamento es algo que tú no sabes qué es porque no fuiste ni a la escuela. Se usa pa que haiga paz entre los seres humanos, apá. ¿Sí me entiendes? Como sea, mira, aquí están las consecuencias… espero recapacites, padre santo, y no vuelvas a hacer otra pendejada.
No podía sacar el eterno y sucio ruido en su cabeza, un vaho de muerto, un eco rabioso, hambriento e invasivo que lame las entrañas hasta de los hombres más dignos. La niebla tóxica que los lleva a la esclavitud de un placer que envuelve el cuerpo con humo plateado. Caen como ratas envenenadas, a media calle, delirantes, escupiendo sangre. Es una peste que brota desde un cristal de pipeta y probeta. Se ingiere con una bombilla incandescente. Se inmiscuye en el alma, cambia las direcciones al caminar, borra las puertas: la famosa grasa moral, el famoso polvo lunar, el hambre de los gusanos.
Con esa hambre andaba Beto aquella noche que le escribieron RATA con un cuchillo. Traía en la mano la sardina y la gorra que le regalaron, cuando exigió algo más que sólo droga, pues tenía hambre. Agarra esa lata y ten la gorra, le dijeron, no estés llorando. Se la puso: “Abarrotes El Ciego”, mientras veía a su rededor la mercancía robada que descargó del tráiler. Comida, detergentes y aparatos electrónicos. Sentía un poco de consolación por llevar al menos las bolsas de cristal, como pago, pero cuando vio cajas de celulares y computadoras, esa resignación se convirtió en el odio infame que nada más los hombres vertiginosos conocen.
Poco después la realidad se dispersó. Los de su especie fumaban en el patio y los jefes empistolados platicaban en una de las oficinas. Era un momento inusual porque en la bodega siempre solía haber alguien con cuerno de chivo viendo todos los movimientos. Tras lo insólito de la situación, combinado con la ofensa, lanzó el último vistazo y hurtó dos cajas: laptop y celular. Abrió quedo la puerta. Nadie lo vio salir. Pudo darse el lujo de volverla a cerrar antes de huir disparado.
Tomó el único camino que había para llegar al resto de la ciudad. Se trataba de una carretera desierta de dos kilómetros, con matorrales a los lados, tierra suelta y piedras enterradas. Iba huyendo despavorido, a galope, respirando los tufos del monte, con los guaraches grises de polvo, abrazado con vehemencia a las cajas de los aparatos. Pensó que la estaba librando, sin embargo, una luz engrandeciéndose apareció detrás suyo. Le cortó la inspiración. Era una de las camionetas de El Ciego. Bajaron cuatro tipos, naturalmente armados.
—Como cuando prendes la luz en el baño y la cucaracha se esconde.
El monte contiguo era su única salida. Parecía infranqueable. Entró raspándose con las espinas, resquebrajando algunas ramas secas, llenas de telarañas. Oscuridad de luna dibujaba el lugar y el grillar nocturno sonorizaba la persecución. Los tipos lo alcanzaron más rápido y fácil de lo que pensaba, pues traían lámparas, zapatos, pantalones y una orden ineludible. Dos culatazos lo domaron.
—Vimos que dejaste la sardina donde faltaba una computadora.
Lo llevaron de regreso a la bodega, donde lo recibió El Ciego con puñetazos y un discurso de pistola en mano. Le quitó el seguro para dispararle, pero antes se detuvo a regañar a sus hombres.
—Órale putos, por andar pensando en la verga, a este infeliz se le acabó la vida, no les pago por hacerse pendejos, pónganse vergas porque ya saben que son bravos los perros… pero más bravo es el jefe.
El Ciego vio al Beto como alguien en sí mismo hurtado, desterrado y sin gracia. No lo externó, ni siquiera tenía las palabras para hacerlo. Ver su rostro triste avivaba su llama atroz. Quiso saber si era de los que se orinaban. Abrazó el gatillo con la yema de su índice, apuntándole entre ceja y ceja y realmente deseaba con avidez presionarlo, pero no lo hizo porque debía pedirle permiso al Neto, su jefe, y desobedecer es un vicio caro. Como buen expolicía melindroso, le causaba revuelo notar cómo una cucaracha como él se ponía a llorar. Guardó su arma. Se dio cuenta que no se orinó y dio la orden para que le propinaran una golpiza hasta que se cansaran y le raparan el cabello y las cejas, después le escribirían con una navaja la palabra RATA en la frente.
—No lo maten. Ahorita no estamos para andar tirando bultos. Hasta yo debo pedirle permiso al Neto y me caga escucharlo decir que es Dios, que él decide quién vive y quién muere.
Luego de la paliza, Darwin sacó gustoso el cuchillo, mordiéndose la lengua. Los demás le agarraron brazos y piernas. Ya estaba recostado en el piso, moribundo, cuando lo sujetó de la barbilla, y la punta filosa, presionada contra la frente, abrió la carne. Beto comenzó a gritar barbaridades y a menear la cabeza, Darwin se puso de pie y le dio una patada en la panza. Luego le dio puñetazos hasta inmovilizarlo. Terminó la R. La sangre caía hacia las orejas y los ojos. Hizo la A con dos movimientos. Con la T, Beto volvió a gritar y Darwin otra vez le pegó para que se callara, sin embargo, cuando trazó la primera línea de la última A, se dio cuenta que sus gritos lo alimentaban, por eso terminó las últimas líneas con más fuerza, para saborear el dolor y su desesperación.
Beto terminó con el rostro morado, bañado de sangre. Párpados caídos, pómulos hinchados. Labios con huecos rojos y quizá alguna costilla fracturada y contusiones. Además, varios dedos de la mano derecha se le quebraron por un pisotón. Le ordenaron que se pusiera de pie, pero no pudo. Darwin le pasó un trapo mojado en la frente, para ver su obra de arte, y luego le dio una patada en el culo, advirtiéndole, si volvía a aparecer en la bodega, lo iba a matar sin consideración.
Volvió zombi, derramando sangre sobre el mismo camino por donde poco antes había corrido victorioso. Se desconectó de sí hasta el día siguiente, cuando despertó en un hospital con cuarenta y dos puntadas en la frente.
Pasaron diez días. Le quitaron las puntadas, pero los dolores del cuerpo no se esfumaron tan fácil. Siguió encerrado en su casa, durmiendo día y noche, alimentado por la misericordia de los vecinos, hasta que una mañana, decidió quitarse las vendas y salir a buscar su vicio.
Esa noche, llegó casualmente a la llantera. Con la confianza que le daba haber sobrevivido, traía en la mente la idea de asaltar a alguien o entrar en alguna morada, o hacer lo que fuera para conseguir dinero, pero Pelochino y Pelirrojo no eran así. Llegaron a cargar gasolina en una estación solitaria, testigo de los asaltos al Oxxo adjunto, por ello permanecía cerrado y Beto se lamentó, pues pretendía entrar a robarse algo para comer. La luz de un poste parpadeaba.
—¿Ya vienen? –preguntó alguien del otro lado del celular de Pelochino.
—Simón, ya vamos, se me ponchó una llanta del vocho. ¿Podemos llevar a un compa más?
—No, no lo traigas, dice El Ciego que ya somos muchos y el pedo está caliente.
Beto descartó la idea de los asaltos y terminó de convencerse cuando Pelirrojo dobló en una desviación que conducía a una periferia de la ciudad, donde estaba la gran bodega.
—¿Cómo van a sacar lana?
—Chambearemos, güey. Vamos a descargar un tráiler y nos van a dar trescientos pesos. Pero dijo mi compa que El Ciego le dijo que no hay chamba para ti, ¿nos esperas afuera?
—¿El Ciego? ¿Quién es ese? –preguntó fingiendo no saber.
—Es un bato que vende loquera y tiene un negocio legal, es buen pedo.
—Bájame aquí, yo no me acerco a esa zona. Ahí me raparon, ¿no ven mi gorra? –apuntó hacia el logo, Abarrotes El Ciego– Si vuelvo me va a matar.
—Pendejo, cabrón. Y todavía te atreves a cargar esa chingadera.
—Pensé que iban a asaltar o robar en una casa. Bájame aquí.
—¿Eres imbécil? Bájate, bájate –le gritó Pelochino deteniéndose después de cruzar unas vías.
—¡Ahí pagan con crico! –les gritó antes de que siguieran su camino.
Miró al vocho rojo adentrándose en la oscuridad. Tuvo que caminar de regreso. Le costaba respirar. Tardó poco más de una hora en llegar al barrio. No tenía pensamientos. No tenía gustos, ni decepciones, mucho menos amistad o amor. Por momentos no se sentía humano. Sólo era él caminando hacia la llantera donde lo habían recogido. Ahí trabajaba el Negro. Se postró bajo el letrero lumínico de Llantera 24 horas y esperó a que saliera, para pedirle agua, un cigarro o dinero, pero no apareció nadie. Gritó. Vio moviéndose a la cucaracha que había pisado antes de subirse al vocho. ¿Cómo puede seguir viva después de pisarla con todo mi peso?, se preguntó, ¿soy una cucaracha? Miró de nuevo hacia la casa y el Negro no aparecía. Supuso que andaba en la parte trasera fumando. Vio su bicicleta recargada en la penumbra. Se sintió persona de pronto, con casa, sin comida, con sed y una opinión. Se le presentaban dos opciones: entrar al local a buscarlo o llevarse su bici.
Eligió la segunda.
Mientras pedaleaba, la vida se le olvidó y por un instante no sintió dolor de ser él: Alberto Tirado Alegre. Su nombre no importaba en lo absoluto. Era Beto desde niño. Iba a devolver la bici, creyó haber aprendido la lección. Sólo quería deambular por si conseguía algo que tuviera valor. Pasó por su casa y decidió entrar para tranquilizarse, pero vio caso perdido quedarse ahí. No había luz, tampoco agua, mucho menos comida o alguna sustancia que lo amenice. Se tocó la frente, estaba cicatrizando la palabra. Pasó la mano por la cabeza, sintió mechones mal rapados.
Aunque iba devolverle la bici al Negro, no iba a tener el valor para verlo a la cara. Decidió dejársela después en su trabajo, un día que él no estuviese. El Negro salía de trabajar a las seis de la mañana. Faltaban seis horas. Tenía suficiente tiempo para recorrer el barrio. En su bolsa del pantalón había guardado un cuchillo, por si aparecía un venadito, pero los dedos quebrados lo hacían sentir incompleto e inseguro. No podía usar su mano sin que sintiera una punzada en los huesos.
Llegó a un pequeño parque. Se lavó la cara con agua de la llave. Bebió sólo un poco, para quitarse la resequedad. En la calle había un montón de manchas negras por el aceite quemado, pues uno de los vecinos era mecánico de carros. Vio los columpios destrozados, la maleza crecida y el piso de la cancha de basquetbol grafiteado, igual que la canasta sin aro. No había ningún alma alrededor. Al otro lado se alzaba una montaña de basura, del tamaño de un tinaco, rodeada de moscas y dos perros. Casi todas las casas tenían las luces apagadas. Recordó a su muy viejo amigo Bruno Salamanca, a quien no le gustaba tener luces en su casa, donde mucha gente iba a pasar la noche entre humo y licor. Vivía en el barrio del Infierno, a dos colonias de donde estaba. Probaría suerte con él.
Al llegar, no le sorprendió encontrar la casa en penumbras. En la sala había un hombre dormido, una chica muy despierta y otros tres fumando yerba y jugando cartas. No vio a Bruno, ni preguntó por él. Bajó la visera de la gorra para que no le vieran la frente.
—Aquí no hay cristal, morro –dijo alguien en cuanto lo vio entrar con la bicicleta.
—¿Me rolas un toque de mota? –le extendieron el churro sin el más mínimo sentido de egoísmo.
—Las bicicletas están en el patio, ve y déjala allá porque aquí hace mucho pedo.
Beto planeó quedarse toda la noche en el Infierno, hasta que vio la bicicleta de Darwin atrás. Era una bici toro con parrilla. Estaba seguro de que no lo vio en la sala, pero sabía que, si ve la bicicleta del Negro, habría problemas. La cubrió con la lona de un candidato político. Regresó a sentarse al lado de la chica, esperando el churro. Fumó, pensando qué hacer con la bici, resignándose a regresar con el Negro y recibir unas cachetadas y quizá su exilio total de la llantera. Pidió agua y le dijeron que sólo en el baño había. Se dirigió hacia allá decidido, pero dos personas estaban dentro.
—Espérate a que salgan –le dijo la chica con voz dulce. Pudo reconocer el olor plateado del cristal a través de la puerta, no sabía cómo pedirles al menos una calada y nada más tocó la puerta para probar suerte. Después de unos segundos, abrió la puerta una mujer obesa y sonriente.
—Pásale.
Adentro estaba Darwin.
—¡Ay, papá! ¿Me la quieres mamar también? –dijo guiñando el ojo y haciendo su chiflido que lo caracteriza.
Beto sonrió sin ganas. Olía a sudor. Preguntó si le podían dar un toque de cristal y Darwin se carcajeó, quitándole la gorra para ver su obra de arte. Le pegó un zape. Estaban apretados. La mujer le palpó la parte donde deberían estar las cejas. Le dio lástima. Se enojó con Darwin por abusivo. Él la maltrató y le dijo que no fuera metiche, porque no sabía nada de él. Abrió la regadera y metió su cabeza, mientras le decía pendeja, pinchi babosa y otras ofensas. Luego abrió la puerta, les dijo pendejos y salió con la gorra en la mano.
—Date –ofreció ella, extendiéndole un foco grisáceo, chamuscado. Tenía senos enormes, usaba una blusa naranja sin mangas y el pelo suelto. Desbordada. Se llamaba Kimberly: blanca, cachetona, chichona y nalgona. Le pareció rarísimo verlo con guaraches y calcetines.
—¿Por qué te quedas con el foco sin hacer nada?
—No puedo fumar –al fin le dijo–. Me duelen los dedos.
Sintió ternura por él. Se acercó y le puso el foco en la boca, prendió fuego y esperó a que jalara el dulce veneno. Vio su frente. No andes de ratero, le dijo con mesura. Le preguntó cómo se llamaba, de dónde era y qué estaba haciendo ahí. Luego de la calada profunda, respondió con claridad y se puso a tomar agua del lavabo. Kimberly fumó las sobras y guardó el kit (encendedor, foco, franela) en una esquina del piso y al erguirse, le agarró las nalgas y él desconcertado, sólo sonrió.
—Perdón, se me antojaba. Estás muy flaco. La verdad, me encantan los flacos –dijo para su sorpresa, rodeándole la cadera hasta llegar a su escuálido pene. Lo apretó. Ella sonrió mientras sacaba la lengua. La quiso besar, no se dejó. Se quedó inmóvil dejando que ella hiciera todo lo que quisiera.
Le desabrochó el short playero. Lo bajó mientras besaba su pansa y metía su lengua en el ombligo. No tenía energías para la erección, ella se dio cuenta al palparlo sobre su bóxer, después se deshizo de él y vio un pene flácido. No se le antojó, tampoco quería salir a la sala. Kimberly sentía que su papel en la vida era estar en el baño. Su propia casa con retrete. Era su reto levantar ese pene. Le agarró las manos y las puso en sus senos. Nada. Se arrodilló. Le acarició el prepucio con sus labios, se metió el escroto a la boca, le tocaba las piernas y se detenía a hacer círculos con su lengua en el glande. Estaba despertando. Continuó por un rato. Se endurecía lento. Le dio un beso en el ano y al fin, despertó por completo. Succionaba. Le llovían besos. Le hacía creer que era un gran hombre y que ya no tenía nada más qué desear ni qué temer. Al fin, entre la estimulación y reconocimiento de ciertos olores que habían permanecido guardados entre sus ingles, combinados a la nula limpieza de ciertas zonas, se puso tan duro como el brazo de un albañil. Se lo metía y se lo sacaba con tal oficio que hacía que Beto se contorsionara. De pronto, sin más, eyaculó en su boca. Respiraron hondo, corazones tamborileros. Querían tirarse al suelo, pero el baño era demasiado pequeño. El ruido y la furia de afuera los despabilaron: un grito certero y fuertes golpes a la puerta del baño. Una punzada le llegó al estómago. Ella se puso de pie y escupió en el retrete. Él se subió el short y salió del baño. Era Darwin, enfadado porque vio la bicicleta del Negro.
—Me la prestó el Negro, wey –dijo con las manos trémulas.
—¡Tu culo! Yo estaba con él cuando salimos y la bici había desaparecido. Te va a cargar la chingada ahora sí, cabrón.
No sabía si correr o quedarse ahí. ¿Vendrían por él o lo iban a ajusticiar en el Infierno? Buscó a Bruno Salamanca entre las sombras, él lo protegería de Darwin, sin embargo, no lo encontró por ningún lado.
—Se la iba a llevar, bato, enserio, nomás quería ir a mi casa, ya sabes que ando bien madreado, todavía me duelen los putazos que me diste, no puedo casi caminar, se la iba llevar ahorita, lo juro.
—Que te crea tú chingada madre, ¿por qué viniste al Infierno? Le voy hablar al Negro a ver si manda a la gente de su tío. Te van a mochar las manos, cabrón, andas dando mucha lata.
Sintió que Darwin estaba jugando con él porque no llamaba a nadie. Vio en sus ojos una salida. Pensó que ese tipo de amenazas no existen, simplemente lo hacen sin avisar.
—¿Y si se la llevo ahorita? Hazme ese paro, Darwin –suplicó. Él fingió pensarlo. Tenía un plan.
—Sí, apá, me das lástima por pendejo, pero te va a costar.
—Luego te lo pago, ya sabes que ahorita estoy bien jodido.
Salieron al patio para recoger las bicicletas, en ese momento Beto le pidió la gorra y el Darwin, después de regresar por ella, se la extendió y antes de que la pudiera tomar, la arrojó hacia el techo de la casa.
—Vámonos, cabrón. Vamos a ir a su casa, porque ahorita capaz ya le dijo a su tío que le robaron la bici y tú fuiste el primer pendejo al que le echamos la culpa, y no nos equivocamos, mira a dónde viniste a caer.
Sacaron sus bicis y pedalearon a la casa del Negro. Vivía a quince cuadras del Infierno. Era una colonia que se vendió como el residencial donde la vida de sus vecinos cambiaría radicalmente. No obstante, las calles disparatadas y el campo inservible habían sido testigos de múltiples atracos, golpizas de policías y muertes públicas. Hubo un tiempo en que vendían drogas bajo un gran árbol. En ese sentido, la vida sí cambió radicalmente para muchos. En una de sus entradas, donde años atrás había un anuncio espectacular con una familia sonriente que anunciaba al fraccionamiento La Campiña, ahora había una pared descarapelada, sin cartel, donde algún hijo de vecino, usando toda su creatividad, escribió con aerosol la campiña ta lokota. Beto tenía cuidado siempre al entrar a ese hervidero de cholos. Sabía que, si la gente del lugar se enteraba que había robado al Negro, no lo dejarían salir caminando sino arriba de una ambulancia. Darwin y él no tardaron mucho en llegar. Cruzaron una avenida y pasaron por detrás de la llantera. La casa del Negro estaba al lado de una esquina. Atrás de ella había un monte donde podrían correr hasta llegar a un arroyo y después perderse entre las calles de otra colonia casi idéntica a La Campiña, con otra arquitectura y otro nombre, pero casi con la misma historia.
Llegaron y para suerte de ellos algunas lámparas de la calle estaban apagadas. Unas luces en los laterales aparecieron. Era un taxi. Bastaba esconderse en la maleza para que nadie notara sus presencias.
—Te vas a brincar y me vas a decir lo que hay adentro.
Beto le dijo que no podía subir porque le quebraron los dedos de la mano. Darwin le pegó un zape y sacó su navaja.
—Súbete, cabrón –sacó un cuchillo–, si sigues de respondón voy a terminar aquí mismo tu historia.
La colonia en silencio total. Iban a ser las tres de la mañana. Beto se trepó a la barda con ayuda de Darwin y antes de que subiera las piernas, le tumbó un guarache. Aun así, brincó al patio y cayó desnivelado de un pie. Le susurró quedito para que se lo arrojara, pero Darwin hizo caso omiso y ordenó que le dijera lo que alcanzaba a ver dentro de la casa.
—Veo la mesa llena de cosas, una hielera, salsa de botella, unos platos, el sillón con ropa, el refri, unos cartones.
—Ya vente, regrésate, cabrón.
—¿Y la bici? ¿No la vamos a dejar aquí?
—Ya vente hijo de tu puta madre.
Beto analizó las posibilidades para regresar. El lavadero era buena opción, pero debía caminar sobre la barda del vecino y sintió que era arriesgado porque tenía la luz prendida de su patio. Encontró una mesa que, aun viéndose podrida, le funcionaría para salir. La pegó a la barda contigua al monte y trepó hasta reincorporarse con Darwin, quien le ordenó que se esfumara de inmediato.
—Pos ya me voy, pero me falta un guarache.
—Te lo aventé al patio, ¿qué no viste?
—No.
—Llévale la bici al Negro y hay de ti si le dices que te traje para acá, ahora sí te hago pedacitos, cabrón.
—Órale pues –subió a la bici–. Pero… ¿y mi guarache?
—Pinche guarache jodido. ¡Te lo aventé al patio! Mejor piérdete, cabrón, porque no querrás volver a ver al tío del Negro.
—¿Quién es su tío?
—El Ciego.
Llegó a su casa en la bici. Le faltaba un guarache. Pensando en las pertenencias de su padre y en la manera en que se fue del mundo, se quedó dormido. Al menos había eyaculado. La luz entraba por la ventana color polvo. Comenzó a soñar que era uno de los pistoleros de un jefe y circulaba por la ciudad en una limusina blanca. Llegaron a una mansión donde imperaban tragos y mujeres. La casa también estaba llena de objetos caros y finos, como roperos viejos, tocadiscos, obras de arte. Preguntó al jefe por qué no sacaba esos objetos tan feos, pero antes de que respondiera, alguien golpeó la puerta de entrada y eran sus enemigos. Se escondió detrás del ropero con una pistola en su mano. Disparaban sus pistolas y a la vez escuchaba que tocaban a la puerta. Los gritos le retumbaban en el oído. Fue desapareciendo la mansión y apareció su techo descarapelado. Despertó sin abrir los ojos. La luz le iluminó los párpados. Eran las siete de la mañana. El ropero desde donde disparaba desapareció, pero seguían golpeando la puerta. Sudaba frío y volvió a escuchar los golpes en la puerta y unas voces.
Era el Negro junto a su Tío.
—¿Quieres que lo mate? –se apresuró El Ciego en cuanto Beto abrió la puerta, sacando el revolver y apuntándole al pecho.
—¡No! No sé. Espera, tío, espera.
—Para eso me llamaste ¿no? Para darle crán.
—No sé. La ha cagado mucho, pero… –el Negro lo miró con lástima y sintió por un instante, pero con fervor, la extraña sensación de que intentar matarlo le daría más vida. Como a una cucaracha.
—Si tú me dices que lo matemos, pos lo matamos. Eso quieres, ¿no? Para eso me trajiste –insistía El Ciego queriendo comprometer a su sobrino, como si quisiera darle una lección de vida.
Beto tenía enfrente al Ciego. Gigante, ávido. Sabía que para él era necesario eliminar a todos los insectos urbanos. De eso tenía fama: mata rateros. Miró al Negro, hombrecito indeciso, buena onda, sin poder alguno más que el de su tío. Miró su casa, fría en la noche y caliente de día. Mirarse a sí mismo era entrarle a una batalla que siempre perdía. RATA en la frente por encima de todo. Cuando se miraba al espejo veía a su padre cayendo al vacío. Escuchaba sus últimas palabras. Nos vemos en el infierno. Muchas veces quiso morir, pero nunca a manos de otros, menos del Ciego. Quería morir como su padre. Que nadie pudiera jactarse de matarlo y lo recordaran como el sujeto al que nadie pudo quitarle la vida. Los miró de nuevo, hablaban despacio. Una cucaracha salió de la cocina hasta llegar a sus pies descalzos. No la mató y por fin recordó el lío en el que estaba envuelto.
—Oye, Negro, te iba llevar la bici hoy. Te lo juro. La tomé prestada nada más para venir a mi casa y conseguir algo de varo.
—¿Qué hiciste anoche?
—Nada, nada. Vine para acá a mi casa.
—¿Y qué hacía este guarache en mi patio? –lo arrojó a sus pies. Beto titubeó.
—Negro, te voy a decir la verdad –se besó un dedo–. Yo iba a llevarte la bici, te lo juro, pero me encontré con el Darwin. Él me obligó a brincarme al patio de tu casa.
—¿Él te ordenó que me robaras mi computadora?
—Yo no te robé nada. Lo juró. Ni siquiera entré a tu casa. Nomás me brinqué y vi lo que había adentro y me fui rápido –el Ciego se acercó y lo sentó de un empujón. Le pegó una patada que lo zarandeó–. ¡Juro que no hice nada! ¡Negro, te lo juro, así fue!
—Entonces, ¿dices que el Darwin entró a mi casa a robarme? ¿Estás echándole la culpa a Darwin? ¡Cabrón! ¡Tu pinche guarache estaba adentro de mi casa!
—Mira, Negro, ya te expliqué. El Darwin me quitó el guarache, en serio, cuando iba trepando. Te lo juro, por esta –volvió a besar el pulgar y el índice como juramento–. Me llevó a tu casa, me dijo que era para dejarte la bici, ya estando allá, dijo que me fijara en lo que había adentro. Yo no te robé nada, créeme, yo no entré a tu casa –El Ciego cortó cartucho.
—Hey morro, wacha cómo está el asunto aquí –le dijo encañonándolo–. Ya me robaste a mí y te la perdoné. No te perdonaré que le robes a mi sobrino. ¿Qué dices, Negro? ¿Lo mato y sanseacabó? A eso me trajiste ¿no? Si tú quieres lo mato.
—Le creo. El Darwin es un hijo de la chingada –dijo agarrando su bicicleta del manubrio y viendo cómo su tío le apuntaba a Beto, quien tenía las manos alzadas–. Además, este morro está bien pendejo, no es capaz de romper ningún candado. Voy a casa de Darwin –se fue pedaleando, dejando a su tío en esa piltrafa de casa.
—¿Qué vamos a hacer con este morro?
—Te lo dejo a tu conciencia, para mí no es más que comida para gusanos.